Los visigodos. Hijos de un dios furioso. José Soto Chica

Чтение книги онлайн.

Читать онлайн книгу Los visigodos. Hijos de un dios furioso - José Soto Chica страница 15

Los visigodos. Hijos de un dios furioso - José Soto Chica

Скачать книгу

de las dos divisiones godas ya derrotadas por Decio y sus soldados, huyó a lo más profundo de los pantanos. En ese momento, exultante por el triunfo y la venganza, Decio recibió mensajeros de Treboniano Galo, quien lo exhortaba a continuar avanzando para empujar a los bárbaros pantano adentro y más allá, hasta sus posiciones en donde sus dos legiones, la I Italica y la XI Claudia, aguardaban para consumar la derrota y el exterminio de los godos.

      Decio aceptó el consejo de Treboniano Galo y condujo a su victoriosa hueste al interior del pantano en persecución de Cniva y sus hordas. Al principio todo fue bien. Los godos eran perseguidos y, donde eran alcanzados, muertos. Pero pronto, con su pesada armadura y equipo, los soldados de Decio se vieron apresados por el fango y el barro. Percatándose de ello, Cniva y su gefolge, su comitiva armada, se detuvieron y giraron para contraatacar. Era una trampa. De súbito, mientras los legionarios y pretorianos se hallaban hundidos en el barro hasta las rodillas y trataban de rechazar el salvaje ataque de Cniva y de sus guerreros más recios, contemplaron alarmados cómo desde las espesuras del pantano brotaban bandas de guerreros que los atacaban por los flancos y la retaguardia lanzándoles venablos y flechas.

      Se desencadenó, entonces, un feroz y desesperado combate. Los bárbaros, pertrechados con armas más ligeras y acostumbrados a combatir en los pantanos, se movían con agilidad y atacaban una y otra vez, mientras que los romanos iban cayendo uno tras otro. El desastre se estaba consumando.

      Decio, consciente ya de que la victoria se estaba trocando en derrota, envió mensajes a Treboniano Galo para que acudiera en su auxilio, pero el gobernador de Mesia Inferior no se movió y sus dos legiones aguardaron en sus posiciones sin mover un dedo mientras los pantanos de Abrittus se teñían de rojo con la sangre de miles de legionarios y pretorianos. Fue una matanza terrible que no se detuvo ni con la caída de la noche.

      Decio murió combatiendo con valentía, rodeado por sus equites singularis augusti. El emperador se batía a caballo, el animal corcoveaba con denuedo mientras trataba de zafarse del barro y de los salvajes atacantes, pero la noble bestia se hallaba hundida hasta los corvejones y no podía sacar de aquel infierno a su imperial jinete. Al cabo, una flecha hirió al animal y la pobre bestia se encabritó. Decio, incapaz de dominar a su caballo herido, cayó de su lomo y fue pisoteado por los combatientes que se arremolinaban en torno suyo. Su cadáver se hundió en el fango y nunca fue encontrado. Caído el augusto, las líneas romanas terminaron por quebrarse del todo y la práctica totalidad de los soldados fueron exterminados.

      Cuando el sol se alzó en la mañana del 7 de agosto del 251, iluminó el escenario de una matanza: miles de cadáveres flotaban en la superficie o yacían sobre el fango, mientras las aves carroñeras y los lobos se alimentaban de su carne. Un ejército romano al completo, uno que había reunido en sus filas a las mejores tropas del Imperio, yacía desangrado y muerto sobre el barro.

      Es probable que en Abrittus sucumbieran más de 20 000 soldados romanos y la muerte del emperador en batalla y ante los bárbaros fue un auténtico «choque emocional» para los ciudadanos romanos. Cierto es que, siete años antes, Gordiano III también había caído en batalla, en su caso frente a los persas, pero estos no eran bárbaros y en el ordenado mundo romano, los bárbaros existían para ser derrotados y era inconcebible que un emperador, la gloria y el poder de Roma encarnados, cayera ante un «irracional» y salvaje caudillo bárbaro. Hasta ese momento y desde los días de Augusto (31 a. C. a 14 d. C.) los bárbaros podían poner en aprietos al Imperio y hasta lograr victorias puntuales, pero nunca habían aplastado a todo un ejército encabezado por el mismísimo emperador. Ahora, en Abrittus, los godos lo habían hecho y parecían muy dispuestos a seguir haciéndolo.

      Treboniano Galo marchó, entonces, veloz a Italia para hacer efectiva su toma del poder imperial. Creía tener asegurada la frontera danubiana con el pacto recién firmado con Cniva. Pero los godos no eran un pueblo unificado y su jefe no era dueño sino de los guerreros de su comitiva y de aquellos que, de forma voluntaria, se le unieran para una expedición puntual. Puede que Cniva firmara un pacto con los romanos, pero ese pacto no ataba a los demás jefes godos ni a sus belicosos guerreros que, tras el triunfo de Cniva, querían emular a sus vecinos. Así que, en la primavera siguiente, año 252, bandas de godos cruzaron de nuevo el Danubio y asaltaron otra vez Mesia y ello a la par que otros grupos de godos y grandes multitudes de carpos saqueaban la Dacia romana.

      La situación se estaba complicando mucho para Roma. En el verano del 252, Sapor I, el victorioso shahansha persa, infligió una nueva y devastadora derrota a los romanos y, a continuación, asoló la mayor parte de la Mesopotamia y la Siria romanas, llegando incluso a apoderarse de Antioquía, la tercera ciudad del Imperio, que saqueó a conciencia antes de retirarse a su reino con ingentes cantidades de botín y con docenas de miles de cautivos. Al mismo tiempo y en la frontera del Rin y del Danubio Superior, las nuevas confederaciones germanas, alamanes y francos, así como los sármatas yaciges, ponían a prueba una y otra vez la resistencia del limes romano y en cada uno de sus ataques penetraban más y más en las provincias limítrofes, mientras que, por su parte, en el mar germánico, en Britania y la costa septentrional de las Galias, los piratas sajones, frisios y francos atacaban sin descanso. No es, pues, de extrañar que los godos no se contentaran esta vez con saquear Mesia Inferior y Tracia o con hacerse prácticamente dueños de la totalidad de Dacia. En el 253 reanudaron y aumentaron sus ataques y esta vez lo hicieron no solo acompañados de contingentes de guerreros carpos, sino también de bandas de salvajes urugundos llegados desde las costas orientales de la laguna Meótide (mar de Azov) y de grupos de boranos, una misteriosa tribu germana en la que es probable que se incluyeran restos de antiguos pueblos de la región, como los borístenos, y grupos de dacios, sármatas y protoeslavos.

Image

      Mientras tanto, los godos, carpos, boranos y urugundos que habían cruzado el Danubio en el 252, saqueaban y mataban sin apenas hallar oposición. En el 253 habían pasado de la Mesia Inferior a Tracia y desde allí y dirigidos por tres jefes, Respa, Veduco y Duruaro, alcanzaron el estrecho del Bósforo tracio, junto a la actual Estambul y, apoderándose de embarcaciones, pasaron a Asia Menor. Bitinia, la Tróade, Jonia, Paflagonia y hasta Capadocia fueron pilladas y ciudades tan célebres como Éfeso, Calcedonia, Troya y Pesinunte (actual Ballihisar) fueron tomadas al asalto y su población dispersada, degollada o esclavizada. A las penalidades de la guerra se sumaron las de la peste, favorecida por la gran mortandad, la anarquía y

Скачать книгу