Los visigodos. Hijos de un dios furioso. José Soto Chica
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Mientras tanto, en la parte occidental del Imperio, Graciano, tras vencer a los lentienses, una tribu de la confederación alamana, reunía tropas para acudir en persona al Ilírico y Tracia. Pronto alcanzó Sirmio y su avance lo hubiera llevado pronto a Tracia si no se hubiera visto retrasado por haber contraído unas fiebres y, sobre todo, porque le atacó una gran banda guerrera de jinetes alanos. Este ataque alano, que también se pasa por alto, fue quizá responsable directo de la derrota de Adrianópolis, pues impidió a Graciano llegar a tiempo para sumarse a Valente.76
Este último, por otro lado, no estaba muy dispuesto a esperar a su sobrino. Mientras que Graciano venía en su ayuda con la aureola de haber aplastado a los alamanes y de haber conseguido, por medio del magister Frigerido, la única victoria significativa sobre los godos, la obtenida sobre Famovio y sus seguidores greutungos y taifales, él, Valente, el augusto sénior, se había visto frustrado una y otra vez en sus deseos de gloria militar. No solo no había vencido a Persia, sino que ni tan siquiera había podido emprender la campaña proyectada y la había tenido que abortar con una paz vergonzosa y precipitada. Y eso sin detenerse en la humillación que Mavia, la reina de los árabes tanuqh, le había infligido. Y luego, y sobre todo, estaban los godos. Su rebeldía, correrías y saqueos eran el máximo insulto que se le podía hacer, pues él, Valente, era el responsable directo de su entrada en el Imperio. Por eso, cuando el magister equitum Víctor logró significativas victorias sobre las bandas de saqueadores godos al frente de los ágiles jinetes sarracenos proporcionados al ejército imperial por su nuera, la reina Mavia, obligándolos a abandonar los campos que se extendían entre los arrabales constantinopolitanos y Adrianópolis, y sobre todo, cuando el general Sebastiano logró a finales de junio o inicios de julio del 378 una rotunda victoria sobre una numerosa banda de saqueadores seguidores de Fritigerno junto al río Hebro, no lejos de Adrianópolis, Valente se convenció a sí mismo de que podía vérselas sin ayuda con los bárbaros y de que no sería necesaria la prudencia y así librarse de tener que compartir la gloria de la victoria con su joven sobrino, Graciano, a la sazón retrasado por los ataques alanos.77
Esta decisión resultó ser funesta. Fritigerno, asustado por la reciente victoria de Sebastiano y por las noticias de que dos grandes ejércitos romanos, el de Graciano y el de Valente, convergían sobre sus posiciones, comenzó a reunir a todos sus hombres y a buscar la proximidad de los grupos greutungos y alanos conducidos por Sáfrax y Alateo.
Y es que Valente, que llevaba en Constantinopla desde el 30 de mayo, al fin se movía hacia el norte y tras recibir informes de que los bárbaros capitaneados por Fritigerno apenas si superaban los 10 000 guerreros, se creyó más que capaz de aplastarlos sin ayuda alguna de Graciano. Llegado a Adrianópolis al frente de un ejército que las fuentes cifran en 60 000 hombres y que, por mucho que se empeñen algunos historiadores contemporáneos, no pudo bajar de los 40 000, Valente contaba con la superioridad numérica y táctica.
No obstante, tras reforzar Adrianópolis, dejar en ella el tesoro imperial y buena parte de los abastecimientos del ejército, y desdeñando la enésima epistolar petición de Graciano de que le esperara, y desoyendo también los consejos del magister equitum Víctor que abogaba por esperar al augusto iunior, Valente avanzó sobre el campamento de carros de Fritigerno situado a unos 23 km de Adrianópolis. Era el 9 de agosto del 378 y la ruina rondaba al Imperio.78
La marcha del ejército romano, bajo un sol de justicia, le llevó unas seis horas. A la hora octava del día 9 de agosto, es decir, sobre las dos de la tarde y por ende en el momento de máximo calor del sofocante día, las tropas romanas avistaron el círculo de carros del gran campamento de Fritigerno. En los días previos, el jefe tervingio había tratado de negociar, pero de forma altanera y exigiendo la entrega de Tracia a cambio de la paz y la alianza. Ahora, a la vista del formidable ejército romano y con su caballería en buena parte alejada de su campamento, envió de nuevo emisarios de paz que esta vez se mostraron humildes y nada exigentes. Su propósito no era otro que el de retrasar a Valente en espera de que su caballería regresara y de que lo hiciera junto a nuevos contingentes bárbaros, alanos y greutungos, que acampaban cerca sin que, en apariencia, los exploradores romanos se hubieran percatado de ello.
Aunque resulte sorprendente, Valente se dejó enredar por las maniobras dilatorias de Fritigerno. Mientras su ejército aún estaba formándose en línea de batalla sufriendo lo indecible bajo el sol y sin contar ni con agua, ni con alimentos, pues los víveres estaban aún en camino, su augusto se dedicaba a negociar y a exigir que le enviaran emisarios de más alta alcurnia. Era una torpeza. Valente tenía dos opciones igual de buenas: o comenzar de inmediato la batalla sin que Fritigerno hubiese logrado reagrupar por completo a sus bandas de saqueadores ni recibir los refuerzos que esperaba, o dar orden de acampar y fortificarse para que sus hombres descansaran y comieran y dejar la batalla para el siguiente día o, mejor aún, para unos días más tarde y dar así oportunidad a Graciano de que se le sumara con las tropas de occidente.
Pero Valente no hizo ni lo uno, ni lo otro. Dejó pasar el momento de lanzar un sorpresivo ataque pasando de la columna de marcha al combate, maniobra difícil pero que las legiones del siglo IV conocían a la perfección y se dedicó a perder el tiempo en unas negociaciones que, una vez con su ejército sobre el campo de batalla, carecían de sentido y, todo ello, mientras sus hombres se cocían en sus armaduras bajo un sol implacable y se debilitaban más y más por efecto del hambre y de la sed. Y, mientras tanto, Fritigerno se reforzaba a cada instante con los pequeños grupos de forrajeadores que volvían presurosos al campamento y, además, aumentaba las penurias y desazón de los romanos enviando a sus hombres a incendiar los campos cercanos para que el humo y el calor azotaran los rostros de los legionarios.
Por si lo anterior fuera poco, Valente fue incapaz de retener a sus tropas y mantenerlas en orden y sosteniendo la posición. Bien al contrario, la batalla se desencadenó sin que Valente lo ordenara y cuando sus líneas aún no estaban formadas del todo.
En efecto, mientras que el ala derecha de la caballería romana estaba ocupando posiciones adelantadas protegiendo así el despliegue de la infantería, el ala izquierda de la caballería romana, retrasada por la congestión de los caminos, atestados de tropas y de carros de suministros, aparecía muy por detrás de las posiciones que se le habían marcado y estaba aún incompleta en sus filas, pues algunas de sus alae aún marchaban por los caminos que comunicaban Adrianópolis con el campo donde se iba a dar la batalla. Por su parte, la infantería legionaria había formado en un denso y formidable cuadro, pero su flanco izquierdo, el que debía de proteger el ala izquierda de la caballería, aparecía peligrosamente expuesto por mor del deficiente e incompleto despliegue de esta última.
Así, sin una firme línea de batalla y ofreciendo un flanco expuesto, se inició la contienda cuando la infantería ligera y los arqueros, dirigidos por Pacurio, avanzaron de súbito sobre el campamento godo agobiados por la espera y deseosos de iniciar un enfrentamiento que se presumía victorioso. Pero en la contienda nada debe de darse por hecho.
Los arqueros e infantes ligeros romanos fueron rechazados y puestos en desordenada fuga. No es de extrañar, el propósito de este tipo de fuerzas no es cargar sobre un enemigo atrincherado en una fuerte posición, sino hostigarlo desde media distancia sin entrar en el cuerpo a cuerpo. Todo lo contrario de lo que hizo Pacurio quien condujo a sus hombres directamente contra la línea