Los visigodos. Hijos de un dios furioso. José Soto Chica
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Según narra Amiano Marcelino, los tervingios capitaneados por Alavivo y Fritigerno –en este momento parece que Alavivo era el hegemón de estos godos– se agruparon en la orilla norte del Danubio para solicitar pasar a Tracia y asentarse allí. De hecho, los godos de Alavivo y Fritigerno renunciaban a su anterior condición de foederati, primero porque ya no estaban bajo la autoridad de Atanarico, el responsable del foedus con el Imperio, y segundo porque al solicitar la instalación en Tracia, lejos de la línea fronteriza, entregar las armas y someterse por completo al emperador ofreciéndole además su reclutamiento ilimitado en caso de que el augusto así lo considerara necesario, se transformaban en dediticii, esto es, en sometidos al emperador sin condiciones.
Ahora recalcaremos que, mientras los godos de Alavivo y Fritigerno enviaban emisarios a Valente, se les fueron sumando nuevos grupos de refugiados de muy diverso origen y procedencia. Amiano Marcelino lo recoge así: «En toda la zona que se extiende desde los marcomanos y los cuados hasta el Ponto, una multitud bárbara de pueblos desconocidos, expulsados de su territorio por un ataque inesperado, se habían diseminado en torno al Íster junto con sus familias».63 Esta noticia es vital para que comprendamos lo complejo del proceso que se estaba poniendo en marcha por mor de los ataques iniciados por las hordas hunas durante los años 370 a 376. No solo se estaban moviendo los tervingios y los greutungos, sino que otros muchos pueblos lo estaban haciendo a lo largo de todo el limes danubiano, desde el sur de lo que hoy es Alemania a la desembocadura del gran río en el mar Negro. Miles y miles de familias estaban agrupándose junto a la frontera romana para pasarla. Fue esta sobrecogedora dimensión del movimiento migratorio lo que terminaría sobrepasando al Imperio. Según Eunapio, un historiador contemporáneo de los hechos y fuente principal para Zósimo, 200 000 refugiados cruzaron el Danubio64 y esta cifra se refiere solo al grupo principal de tervingios que había logrado el permiso del augusto Valente para instalarse «legalmente» en Tracia, mientras que por Amiano Marcelino, Eunapio y Zósimo sabemos que otros grupos, como los tervingios de Atanarico, los greutungos y alanos conducidos por Viterico, Alateo, Sáfrax y Famovio, es muy probable que tan numerosos o incluso más que los tervingios de Alavivo y Fritigerno, también estaban esperando a pasar o directamente pasando «ilegalmente» la frontera para asentarse en el Imperio y que estos intentos desembocaban en anárquicos choques armados que, claro está, generaban más y más tensión entre los refugiados, legales o ilegales, el ejército imperial y los provinciales romanos.65
Fue el caos. Aquel otoño del 376 Valente se hallaba en Siria, en Antioquía del Orontes, tratando de arreglar el sangriento embrollo que él mismo había organizado con sus federados árabes de la confederación Tanuqh a los que había tratado de imponer un nuevo foedus que su nueva reina, la belicosa Mavia se había negado a aceptar. La guerra con los sarracenos de Mavia estaba siendo un auténtico desastre y las derrotas romanas se sumaban a la par que los sarracenos saqueaban las provincias romanas desde Egipto al Éufrates y todo ello cuando se suponía que Valente estaba organizando una campaña contra Persia para retornar Armenia a la influencia romana.66 No solo los sarracenos de Mavia estaban en armas, también lo estaban los isauros o isaurios, un pueblo montañés y bravo que habitaba en las montañas del Tauro desde Pisidia al norte de Siria y que a la sazón estaba devastando el sudeste de Asia Menor.
Esta era la ya de por sí complicada situación militar de Valente cuando Lupicino y Máximo, los generales encargados de controlar el asentamiento ordenado y pacífico de los godos en Tracia, añadieron el desastre al caos.
En primer lugar, las autoridades imperiales fueron incapaces de llevar a buen término el paso ordenado del Danubio de las ingentes masas de refugiados. Las fuentes señalan no solo la caótica y anárquica forma en que se procedió, repleta de choques armados y de espantosos naufragios con miles de víctimas ahogadas en las aguas del turbulento Danubio, muy crecido por las lluvias otoñales e invernales del 376-377, sino que también señalan la frustración de las autoridades romanas no ya por su fracaso en la tarea de desarmar a los guerreros que cruzaban junto a sus familias, sino también por su incapacidad de establecer un simple pero imprescindible censo de los refugiados que entraban en territorio romano. Es decir, los romanos, desbordados por el número y las penosas circunstancias del cruce del Danubio, estaban dejando entrar en su territorio a miles de hombres armados de los que ni siquiera conocían su número y a los que, por el acuerdo de deditio, sometimiento sin condiciones, firmado con ellos por el emperador, se les debía de proveer de alimentos y tierras. Pero ¿cómo alimentar y asentar de un modo conveniente a semejante masa de la que además ni tan siquiera se había hecho censo alguno? Si a ello añadimos la creciente infiltración de grupos de greutungos, alanos, taifales, sármatas roxolanos, carpos, esciros, hérulos, boranos y hunos que estaban pasando el río sin autorización, no es de extrañar que como dice Zósimo siguiendo a Eunapio, las bandas de saqueadores se extendieran durante la primavera del 377 desde «Mesia a Tesalia».67
Por si lo anterior no fuera bastante, Lupicino y Máximo, las máximas autoridades encargadas de ordenar aquel caos, decidieron sacar provecho de él y comenzaron a extorsionar a los refugiados a los que cobraban cifras desorbitadas por unos abastecimientos que debían de haberles proporcionado de forma gratuita o a bajo coste. La corrupción se extendió de arriba abajo a lo largo de toda la cadena de mando romana y se hizo más violenta. En consecuencia, muchos godos, en especial campesinos desarmados, mujeres y niños, fueron sin más esclavizados y vendidos a propietarios romanos; otros grupos de refugiados se vieron obligados a vender sus ganados por cifras ridículas y pronto el hambre les obligó incluso a vender a sus hijos para evitar que perecieran de inanición. La desesperación de los godos y la perfidia de los funcionarios y oficiales romanos llegó al punto de que –según se dice– intercambiaban a los godos uno a uno por perros que, de inmediato, eran devorados por los hambrientos bárbaros.
Ni siquiera la nobleza goda se libró de los abusos, y la rabia hacia los romanos fue creciendo hasta estallar de forma violenta. Los choques armados se fueron generalizando. Los soldados y provinciales romanos asaltaban a los grupos de refugiados y masas de estos últimos se organizaban en bandas guerreras y saqueaban los campos asaltando villas y aldeas romanas. Al cabo, la situación se hizo insostenible y derivó en una guerra abierta. El venal Lupicino trató de sofocar la creciente revuelta goda tomando como rehenes a los jefes tervingios en la ciudad de Marcianópolis, pero todo salió mal. Fritigerno logró que lo soltaran y de inmediato se transformó en el jefe de la sublevación. La guerra estaba servida. Muy pronto hubo todo un ejército godo a las afueras de Marcianópolis y el ineficaz y corrupto Lupicino demostró ser, además, un pésimo y cobarde general que se dejó aplastar por completo en una batalla campal por Fritigerno.68
Migraciones masivas e incontroladas, abusos terribles sobre los emigrantes, rechazo de la población local e incapacidad de los recién llegados para integrarse en una sociedad extraña. Todo eso nos suena mucho, ¿verdad? Pero el nivel de caos y violencia del mundo antiguo está más allá de nuestra imaginación. No por su dimensión, sino por su clara inmediatez que no deja lugar a ningún artificio ni disimulo.
Tras la derrota de Marcianópolis, las fuerzas romanas locales se vieron incapaces de controlar no ya a los seguidores de Fritigerno, sino también la línea fronteriza al completo. Aprovechando esta circunstancia, los greutungos de Alateo, Sáfrax, Viterico y Famovio pasaron el río en masa y con ellos grandes grupos de alanos, taifales, carpos,