Los visigodos. Hijos de un dios furioso. José Soto Chica
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En efecto, los godos suplicaban la paz. Tenían hambre y esa era la prueba de que, pese a que su juez había logrado no tener que ir a echarse a los pies del emperador, su derrota era inapelable.
Se ha querido ver en las excusas de Atanarico para no cruzar el río y firmar allí la paz, no sé qué limitaciones religiosas y políticas de los jueces tervingios. Lo único que se debe ver tras los pretextos de Atanarico, recogidos por Temistio y Amiano Marcelino, es su desesperada situación política.
Los términos de la paz, del nuevo foedus, no dejan lugar a dudas de que Atanarico estaba vencido: en primer lugar, los 10 000 guerreros que habían quedado cautivos de Valente tras la derrota de Procopio, no volvían con su juez, sino que serían alistados en el ejército romano. En segundo lugar, los tervingios se comprometían a no cruzar el Danubio bajo ningún pretexto y a cesar en sus incursiones de bandidaje lanzadas desde el delta del Danubio y aceptaban que los romanos levantaran allí una gran fortaleza en los pantanos para controlar cualquier posible correría goda al sur de la desembocadura del río. En tercer lugar, los godos renunciaban a los subsidios y «regalos» del Imperio. En cuarto lugar, limitaban su comercio con Roma, cuestión clave para ellos, a solo dos puntos, dos ciudades designadas para tal fin por el emperador y en donde los funcionarios imperiales velarían por el pago de los impuestos pertinentes.41
Amiano Marcelino, tan contemporáneo como Temistio, pero menos preocupado por lo conveniente, deja claro que la nueva relación de Atanarico con Valente lo convertía en un hombre del Imperio y, de hecho, como veremos, Atanarico terminaría sus días en Constantinopla en donde fue enterrado con todos los honores.42
Valente podía despreocuparse de su limes danubiano y centrarse en la frontera persa. Atanarico, por su parte y pese a sus esfuerzos por salvar su prestigio, vio seriamente comprometido su poder. Sin duda fue en ese momento, a partir del invierno de 370, cuando Alavivo y Fritigerno comenzaron a socavar el poder de Atanarico y de su clan real, los baltingos. Pues, aunque se había evitado la derrota completa, estaba claro que los sufrimientos que la guerra había impuesto a los tervingios no habían sido compensados y que el responsable de la hambruna y de la destrucción había sido Atanarico.
Así que fue con la división sembrada en su seno como los tervingios iban a afrontar la más terrible de las invasiones: la de los hunos. Pues ese mismo año del 370 un pueblo salvaje y todavía poco conocido por los godos, los hunos, surgía de Asia Central para atacar a los alanos y comenzar a inquietar a los godos greutungos del viejo rey Ermenrico.
LA TEMPESTAD HUNA Y EL DESASTRE DE ADRIANÓPOLIS (370-378)
Los siglos que se extienden entre el final de la Antigüedad y lo que podríamos llamar «Edad Media plena» están llenos de enrevesados debates historiográficos. Uno de esos debates eruditos de imposible solución es el referido al origen de los hunos. La controversia sobre la filiación étnica y lingüística de los hunos es un auténtico «campo de batalla historiográfico» desde el siglo XVIII. A los hunos se les han buscado orígenes turcos, mongoles, tibetanos, ugrofineses y hasta indoeuropeos al vincularlos con pueblos tocarianos o iranios. Esto último es poco probable y hoy, a tenor de las pruebas e indicios literarios, antropológicos, filológicos y arqueológicos, todo parece apuntar a una procedencia prototurca. En esta línea, la vinculación de los Hsiung-Nu o Xiung-Nu de las fuentes chinas con los hunos, sigue siendo la más fuerte y lógica de las posturas.43
La primera mención de los hunos en las fuentes grecorromanas podría ser la recogida por Ptolomeo hacia el año 160, quien menciona un pueblo de nombre khounoi, un vocablo griego del que en apariencia derivaría la forma latina del gentilicio «hunos». Ptolomeo colocaba a estos khounoi entre los pueblos de la Sarmatia oriental, es decir, entre los nómadas que habitaban al este del río Volga y hasta las fronteras del «país de los seres» que grosso modo parece corresponderse con las actuales regiones chinas de Asia Central.
No obstante, la primera noticia cierta que tenemos sobre los hunos nos la proporciona Amiano Marcelino, quien escribió su obra hacia 395 y que fue bien y directamente informado por un jefe tervingio, Munderico, el cual ocupó un alto puesto en el ejército romano y que en el 375-376 combatió a los hunos44 en los días en que estos últimos empujaron a greutungos y tervingios al sur de la frontera romana, a donde algunas bandas hunas los siguieron, participando junto a godos y alanos en los saqueos y devastaciones que siguieron a la gran batalla de Adrianópolis librada en agosto del 378.45 Los hunos impresionaron vivamente a Amiano Marcelino quien los definió como: «El pueblo que sobrepasa todos los límites de la crueldad».46 Los describió como un pueblo nómada, con un estilo de vida muy parecido al de los alanos indoiranios que, como el resto de los pueblos sármatas, llevaban siglos relacionándose con los romanos. Pero los hunos, aunque vivían como los alanos, no se parecían a ellos. Si los alanos eran altos, de miembros largos, pelo y piel claros, ojos redondos y a menudo azules y fieros,47 los hunos eran bajos, fornidos, de piernas cortas y arqueadas, cuellos gruesos, cabezas grandes con narices chatas y ojos rasgados y pequeños, con rostros lampiños o escasamente barbados que solían estar desfigurados por cicatrices rituales.48 Esta apariencia física fue impactante no solo para los romanos, sino también para los pueblos germanos. Y es que parece ser que los hunos fueron el primer pueblo turcomongol que apareció en Europa. Amiano Marcelino llega a compararlos con «bestias de dos pies».49 Su apariencia aterrorizaba a los europeos y sus costumbres también. El historiador recogía noticias inquietantes sobre que los hunos no usaban el fuego para cocinar la carne que ingerían, que cortaban las mejillas de sus niños al nacer, que vestían con túnicas de lino basto y sin teñir, pantalones y polainas de piel de cabra y con zamarras y mantos de pieles a medio curtir que no se quitaban hasta que se les pudrían encima y se les caían a pedazos. Noticias de «gentes extrañas» que se pasaban la vida sobre sus caballos hasta el punto de que comían y dormían sobre ellos y que, por ello, apenas si podían andar. Hombres salvajes que se cortaban el rostro con sus cuchillos cuando sus jefes morían para llorarlos con sangre y no con lágrimas. Noticias sobre hombres crueles, avariciosos, traicioneros, inconstantes, irracionales… Pero noticias que también dejaban claro que, por encima de todo, los hunos eran valientes y fieros hasta lo inimaginable.50
Este pueblo que, a los ojos romanos y aún germanos, parecía tan salvaje como singular, en origen estaba dividido en un sinfín de clanes y tribus independientes que, en ocasiones y por mor de la guerra, se agrupaban en hordas más grandes: «No están sometidos a ninguna autoridad