Didáctica del nivel inicial en clave pedagógica. Daniel Brailovsky
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Está bien, porque toda libertad se basa en la imposición de un límite. El “no”, el “basta”, es una experiencia que funda el propio psiquismo. De un modo u otro, siempre hay un límite, y ese límite siempre será vivido con cierto desagrado por quien resulta limitado. No les haríamos ningún favor a los niños “edulcorando” siempre los límites con canciones o juegos (la lechuza, el brochecito, etc.). La moral no es siempre democrática: hace falta interiorizar la Ley (que nos protege, que nos convierte en personas sociales) y eso sólo se logra sometiéndose a ella.
Está mal, porque el límite impuesto ignora que las reglas sólo se aprenden en un contexto significativo. El niño, para incorporar las normas, debe sentir que son justas y necesarias. El docente no debe actuar como un dictador poderoso, sino como un juez bondadoso y siempre dispuesto a escuchar y contemplar opciones.
6. Cantando para hacer un tren
Llegado el momento de trasladarse al salón de música, la maestra convoca a los chicos con una canción que habla de un tren que sale de la estación. ¿Está bien o está mal?
Está bien, porque las acciones rutinarias de la vida escolar se vuelven más gratas, y se inundan de una sensación de alegría y disfrute si se las acompaña con una canción. Hay muchos ejemplos de esto en la vida social: los cantos que acompañan el trabajo, el uso del canto para festejar, para protestar, para celebrar rituales. La música es en el jardín más que un lenguaje artístico: también es un espacio de significación subjetiva de las actividades.
Está mal, el uso “instrumental” de las canciones hace que este preciado bien cultural se convierta en “camuflaje” de mensajes que deberían entregarse en forma explícita. Ordenar los juguetes, hacer una fila, sentarse, etc. no deberían ser las razones para cantar juntos en el jardín. Deberíamos cantar sólo cuando deseamos brindarnos una experiencia estética o artística.
La pregunta “¿Está bien o está mal?” Es una de las que más frecuentemente nos hacemos, junto con otras que siempre llevamos a mano: ¿esto sirve? ¿Cómo hacerlo? ¿Qué pasaría si…? ¿Por qué se hace de esa manera? El ejercicio que nos convoca a partir de estos ejemplos “ambiguos”, en los que no estamos siempre seguros de cuál es la opinión “correcta”, es revisar estas situaciones y discutir juntos el modo en que construimos nuestras convicciones.
Neurociencias, métodos infalibles y panaceas
Las escenas comentadas en el apartado anterior nos invitan a pensar que toda práctica ejercida con responsabilidad y compromiso es valiosa sólo a la luz de sus fundamentos. Y esta visión no sólo nos sirve para crear nuevas, originales y creativas situaciones de enseñanza, sino que también nos previene de las promesas vacías y las panaceas empaquetadas que tantas veces intentan seducirnos con su apariencia de eficiencia transparente. Tomemos el ejemplo de la (poco discutida) idea de que los educadores transitan tiempos revolucionarios pues las investigaciones en neurobiología aportan nuevos y ricos conocimientos para comprender qué estímulos construyen mejores condiciones para el aprendizaje en los niños. Prestos a desconfiar de esta promesa, podemos considerar el modo en que el cruce entre ambas disciplinas (neurobiología y pedagogía) se funda en una serie de malentendidos, el primero de los cuales es la visión deformada que cada una de ellas tiene de la otra. Los educadores aceptan con demasiada ingenuidad todo lo que proviene de las investigaciones neurológicas, y los expertos en neurociencias tienen en general una visión algo simplificada de lo que significa educar. Los reduccionismos a ambos lados de la relación, entonces, no ayudan.
Los defensores de una alianza entre las neurociencias y la pedagogía utilizan en general argumentos parecidos a los de la vieja psicología evolutiva: “si entendemos cómo funciona la mente, educaremos mejor”. La diferencia reside en que al menos la psicología emplea metáforas surgidas de la experiencia, y no resultados de laboratorio. En ambos casos, sin embargo, el riesgo es similar: se intentan reemplazar los esfuerzos que demandan las relaciones educativas (complejas, cambiantes, políticas, insertas en instituciones) por fórmulas esenciales sobre “el alumno” o “el aprendizaje”.
Por eso, desde esta visión crítica, parece improbable que los aportes de las neurociencias a la educación constituyan algún tipo de revolución copernicana para la educación infantil y sus prácticas. Los modos de la educación de cambiar de paradigma, de atravesar sus “revoluciones”, en general tienen que ver con cosas pequeñas, pero muy trascendentes: cómo establecemos una conversación maestros y alumnos, cuánto y cómo sabemos escucharnos, cómo imaginamos el futuro común, qué permisos habilitamos para ser uno mismo dentro del aula. Es acertado leer el interés por las neurociencias como síntoma de una necesidad genuina del mundo educativo por poner el foco en la experiencia de los alumnos, por defender el carácter auténtico de los aprendizajes. Por eso a veces los argumentos a favor de esta corriente se plantean como superadores de cierta pedagogía tradicional, centrada en el docente. El problema es que esos conocimientos “científicos” acerca del niño no son el modo óptimo de fortalecer el lugar de los alumnos en las relaciones educativas. Y no lo son, porque en lugar de acercar a maestros y alumnos en una relación más libre, más sincera y más comprometida, estos saberes neurocientíficos ponen al aprendizaje y a la enseñanza en lugares rígidos y supuestamente asépticos. Se dice, por ejemplo: “tales investigaciones han demostrado que si los maestros X, entonces los alumnos Y”. Y puede ser útil saber qué límites impone la biología a los tiempos de un bebé, por ejemplo. Pero lo cierto es que las acciones de los maestros se significan en sus relaciones con los alumnos, y no hay un modo de estandarizar ni medir en forma absoluta sus efectos. El terreno para construir esta reflexión no es el de la ciencia dura, sino el de la ética.16
Hemos analizado brevemente el ejemplo de las neurociencias, pues es un caso paradigmático de adopción más o menos acrítica de una corriente teórica con consecuencias prácticas, pero esto no significa que sea el único ejemplo ni que se pretenda desmerecer aquí los gigantescos aportes de esta disciplina en muchos otros aspectos.
Los métodos totalizantes, las pretensiones de “regular” las emociones de los niños, las caracterizaciones demasiado simples de la vida social, las reglas prácticas sobre modos imprescindibles de intervenir, sobre acciones prohibidas y sancionadas simplemente porque así lo dicta cierta nueva pedagogía recién llegada, recién publicada, superadora –y llegada para reemplazar– a todo lo anterior, todo esto es un atentado absurdo contra la libertad de los que enseñan. La búsqueda desesperada de “lo último”,el desdeñoso abandono de lo anterior, quitan complejidad a la enseñanza y restan autoridad a los maestros y maestras.
“Los chicos vienen cada vez más inteligentes” 17
Otra dimensión de las verdades totalizantes e indiscutidas que obtura el discurso pedagógico en el nivel inicial –y también en otros niveles de enseñanza– es el que se basa en una admiración y confianza absoluta en las nuevas tecnologías y en la naturaleza de la infancia que las domina. Como los chicos manejan las pantallas, se dice, resulta que ya prácticamente nacen con una capacidad aumentada de interactuar con los artefactos y eso es prueba suficiente de que los llamados nativos digitales 18pertenecen