Didáctica del nivel inicial en clave pedagógica. Daniel Brailovsky
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Refirámonos ahora brevemente al concepto de curriculum. Podría decirse que el término currículum hace referencia a, por lo menos, dos cosas diferentes. En primer lugar, se habla de currículum para referirse al conjunto de orientaciones, posibilidades y restricciones que se brindan para la enseñanza desde una instancia macro, en general el Estado. En ese sentido, la palabra curriculum se usa muchas veces casi como sinónimo de corriente, filosofía o espíritu. Entonces cuando decimos, por ejemplo, “en los años 50’ el currículum de nuestro nivel era marcadamente disciplinar”, lo que queremos decir es que en aquella época se le daba mucha importancia a las disciplinas (o sea, a las materias escolares). O cuando decimos que nuestro currículum es “un currículum centrado en el niño”, nos referimos a que en nuestras formas de pensar la enseñanza se tienen muy en cuenta los intereses de los alumnos. Las llamadas “teorías del currículum” se conformaron a comienzos del siglo XX, de la mano de los planteos fundantes de Bobbitt, Tyler, Taba, Bloom y otros teóricos, como un intento por catalogar lo enseñable y los principales modos de enseñar.7 Hoy, sin embargo, conforman un campo tan amplio que sus objetos de estudio se extienden desde los documentos curriculares confeccionados en instancias estatales, hasta la gestualidad del docente en el aula, pasando por los procesos de segregación sexista de los programas. Tal es la amplitud de una definición de currículum como marco amplio de posibilidades y restricciones políticamente atravesado.8
Curriculum es, al mismo tiempo, otra cosa, mucho más específica: se llama curriculum (o “diseño curricular”) a un documento que edita el Estado para dejar escritas y asentadas esas ideas generales que hablan de su espíritu, su filosofía y las corrientes que lo definen en lo que se refiere a la enseñanza. Ese libro es elaborado por equipos de especialistas contratados por el Estado, y se vuelve a escribir periódicamente. Cada cinco, diez o quince años (la frecuencia con que los diseños curriculares se renuevan no es absolutamente regular, en parte porque se trata, justamente, de un proceso político) se presenta un nuevo documento que sustituye formalmente al anterior, y propone a los docentes nuevos campos de contenidos, nuevos vocabularios, nuevas estrategias o resignificaciones de debates y métodos en vigor. De esta manera, las ideas pedagógicas van cambiando y se van reflejando en estas publicaciones oficiales, a las que llamamos curriculum o diseño curricular. Las llamadas reformas educativas suelen tener, de hecho, un fuerte asiento en los documentos curriculares.
Por supuesto que no todo el mundo está siempre de acuerdo: el curriculum es un campo político de debates y conflictos. Es por definición un terreno de tensiones, no sólo acerca de algunos temas polémicos (como la educación sexual, o la educación religiosa) sino de cualquier asunto relacionado con los deseos de distintos grupos de proponer sus ideas como “oficiales”. En cualquier caso, estas discusiones son importantes e interesantes porque los diseños curriculares terminan estableciendo qué es lo que se debe enseñar en las escuelas, y brinda algunas pistas sobre cómo se supone que debe enseñarse. Como dijimos antes al mencionar los problemas “teóricos” de la enseñanza –que como puede verse ahora, de teóricos no tienen casi nada– estos principios expresan una voluntad oficial, pero no son reglas inamovibles que los docentes deban obedecer. En el nivel inicial especialmente, los diseños funcionan mucho más como declaración de principios y orientaciones, como fuente de inspiración y guía, que como un programa cerrado de trabajo.
Esto sí, esto no: dioses y demonios de la buena enseñanza
La idea genérica de enseñanza ha abierto un lugar en los debates didácticos a la idea de buena enseñanza. La distinción entre ambas tiene que ver con el grado de compromiso con ciertas filosofías específicas acerca de cómo enseñar. Pongamos como ejemplo las siguientes definiciones de enseñanza:
1 Enseñar es: transmitir conocimientos a alguien que no los posee, partiendo desde lo simple hacía lo complejo, y desde lo general hacía lo particular, procurando en todo momento un orden y una coherencia. Para que la enseñanza sea auténtica, además, es conveniente buscar evidencias en las experiencias de la naturaleza y las relaciones.9
2 Enseñar es: ofrecer a los alumnos una cantidad a amplia y diversa de experiencias ejemplares, que les permitan acercarse a los distintos modos de pensar y actuar que tienen las disciplinas científicas, artísticas, técnicas, etc. Al enseñar, lo esencial no es la transmisión de “todo”, ni de “lo más importante”, sino ayudar a los estudiantes a pensar, y a buscar y analizar esa información.10
Ambas definiciones tienen algo en común. En ambas se hacen presentes dos tipos de actores –los que enseñan y los que aprenden– y en ambas el conocimiento es concebido como algo susceptible de ser apropiado por los segundos, bajo las influencias de los primeros. Podríamos decir que ambas definiciones coinciden en las ideas genéricas de enseñanza que se expresan en los modelos del triángulo didáctico y la fórmula “D φ Exy” 11. Sin embargo, difieren en lo que entienden por buena enseñanza. La primera definición destaca la importancia de una racionalidad en el orden de lo enseñado, y en el uso de la realidad natural o social como evidencia de ese orden. La segunda, pone en primer plano la metacognición, y la fuerza del “aprender a aprender” por sobre la transmisión de contenidos específicos susceptibles de organizarse por enumeración. Como puede verse, el debate en este terreno no tiene que ver con la epistemología del término, o con lo que la enseñanza es, sino con las distintas concepciones acerca de cómo debería llevarse a cabo. Esto se traduce muchas veces en una serie de reglas –algunas explícitas, otras tácitas– acerca de lo que está bien y mal hacer cuando enseñamos.
Si conversáramos con una maestra de nivel inicial y le preguntásemos qué opina sobre una serie de prácticas relacionadas con la enseñanza, es probable que no necesite pensar mucho para pronunciarse a favor o en contra. Así, entonces, podría decirnos que:
está bien indagar saberes previos, tomar el emergente, evaluar procesos (y no sólo resultados), enseñar jugando, promover los juegos tradicionales como la rayuela, las rondas, etc.;
está mal intervenir en las producciones de los chicos (p.e. escribir sobre sus dibujos), enseñar “dando clase”, recurrir a imágenes estereotipadas o comerciales, ofrecer juguetes bélicos, etc.
Para cada una de esas cuestiones, sin embargo, existen también posiciones encontradas y contraargumentos que se erigen sobre pilares diferentes. Las ideas de Rancière en El Maestro Ignorante sobre la enseñanza y la explicación, por ejemplo, son poco compatibles con la idea de los “saberes previos”, a los que consideraría un banal artilugio adoctrinante y embrutecedor destinado a instalar la idea de un poder de control por parte del maestro de todo lo que el alumno sabe, sabrá, e incluso lo que sabía antes.12 La idea de emergente puede discutirse desde la necesidad de sostener una planificación centrada. Las críticas a las pedagogías lúdicas (no las críticas conservadoras de quienes no comprenden el potencial educativo del juego, sino las críticas éticas que defienden al juego de los pedagogos, en la línea, por ejemplo, de Scheines) perfectamente tendrían cosas para decir sobre la idea genérica de “enseñar jugando”; y dentro del universo teórico del juego, la idea de que los juegos “tradicionales” son en efecto tradicionales 13puede refutarse desde una crítica a los estereotipos acerca de la imaginación infantil como algo idealizado