La primera generación. Estudiantes que inauguraron la Facultad de Medicina de Bilbao en 1968. vvaa

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La primera generación. Estudiantes que inauguraron la Facultad de Medicina de Bilbao en 1968 - vvaa

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style="font-size:15px;">      La zona Polivalente del Servicio contaba con los mismos equipamientos, aunque quizá allí la seña más distintiva era la ventilación mecánica, entonces con el MA1, aquel respirador, con una concertina que subía y bajaba y que en tantas películas figuró como actor invitado. En general siempre nos consideramos más intensivistas que coronarios y más cercanos a Astorqui como jefe de la Sección Polivalente. Aquel año entramos ocho residentes. Gárate, el jefe de Servicio, nos dijo que esperaba que nos quedáramos en el Servicio al terminar la residencia y nosotros asentimos magnánimamente. Eran tiempos en los que era habitual tener plaza al terminar. Ilusos.

      En Cruces las especialidades ya estaban ampliamente desarrolladas, en contraste con lo que habíamos conocido durante la carrera. Algunas rotaciones, como la que hacíamos por el Servicio de Nefrología, comandado por García Damborenea, eran un laberinto de pasiones en el que confluía el conocimiento de los meandros –nunca mejor dicho– propios de los túbulos contorneados, con la más que peculiar organización de aquél su Servicio.

      El sistema MIR nos obligaba a asumir desde el principio responsabilidades directas frente a los pacientes. Es probablemente lo mejor que se ha ideado en el aspecto formativo de los médicos especialistas. Como residentes, juntos hacíamos guardias, estudiábamos, comíamos, e incluso arreglábamos el Servicio, el mundo y lo que hiciera falta. Al año siguiente entraron otros ocho residentes y alguno menos más adelante. Un ambientazo. Isabel Umaran y yo, que nos habíamos conocido en la carrera, y éramos también compañeros en la UCI, nos casamos felizmente siendo R1, y así seguimos (casados, residentes de primer año ya no).

      Había ímpetu y ganas de que la Medicina pasara de la observación y la experiencia más o menos subjetiva, a guiarse por la aplicación del método científico. Una excelente biblioteca en la que se disponía de las mejores revistas que se publicaban en cada especialidad proporcionaba los saberes a los que el saber de cada uno no llegaba. Entonces parecía que fumaba todo el mundo. Las barandillas de los pasillos junto a las puertas de las habitaciones de hospitalización estaban requemadas por los cigarrillos que se dejaban allí cuando entrábamos directamente a auscultar, a echar las gomas, entre el humo del tabaco. Se empezaba a hablar de las drogas, la peste del siglo.

      Mientras, el mundo se agitaba como suele hacerlo a nada que uno se descuide. La crisis del petróleo, el Watergate, las organizaciones terroristas, Thatcher, Chile, Afganistán… Verdaderamente, era La guerra de las galaxias. En España el tsunami del cambio, que luego conoceríamos como la Transición, nos deparaba cada día una nueva sorpresa: el diablo Carrillo se aparecía en forma de señor mayor con peluca indescriptible, Suarez –al que Alfonso Guerra comparaba con un tahúr del Mississippi– demostraba que a pesar de no llevar cartas sabía jugarlas y ganaba la partida de La Transición. Y un buen día nos despertamos teniendo una Constitución como la de los países a los que envidiábamos. Las TV fueron adquiriendo color. Los pantalones de campana alternaban con las minifaldas. Las actrices se mostraban al natural (siempre y cuando lo exigiera el guion, claro).

      Terminamos la residencia y para nuestra consternación resultó que en los Pactos de la Moncloa se había acordado congelar el empleo público, y así nos quedamos, congelados, sin plazas. Como con aquello del diálogo los políticos todavía recibían a la gente nos fuimos a Madrid, que era donde se cortaba el bacalao. Con el truco de decir que éramos una delegación del País Vasco logramos que nos recibiera el Director General de Asistencia Sanitaria que, tras escucharnos, rebuscó en un cajón y para nuestra sorpresa sacó la petición de plazas que Gárate había hecho in illo tempore. Nos dijo que estaba todo conforme, pero que hacía falta la aprobación de los responsables de Régimen Económico lo que, entre ponte y quítate, tardó la friolera de cinco años. En la puerta de la sede del Insalud, en la calle Alcalá, nos encontramos con nuestro compañero de clase, Joseba Ibarmia, que era ya director del Hospital de Basurto, y que nos comentó la posibilidad de impulsar en su hospital la creación de un Servicio de Medicina Intensiva. Y, efectivamente, así fue. Isabel y Txabi Mancisidor se presentaron y obtuvieron plaza en un examen que versó sobre las complicaciones mecánicas del IAM, un tema de bastante lucimiento. El mismísimo profesor Piniés, poco dado a los halagos, les felicitó por los avances que describían, con conocimiento de causa, en la medición intracardiaca de presiones o del gasto cardiaco, la resolución quirúrgica de las alteraciones postinfarto, etc.

      Pero entre tanto se convocaron plazas en el Hospital de Txagorritxu, que al ser de nueva creación quedó al margen de las restricciones de empleo público. Isabel y yo obtuvimos plaza, con lo que Txabi quedó como único intensivista en Basurto –nombrado jefe del Servicio de Urgencias–, con lo que se abortó la creación de la UCI.

      TXAGORRITXU

      En el melting pot de Txagorritxu, entonces llamado Hospital Ortiz de Zárate, convivían en relativa armonía médicos que habían llegado allí por diferentes vericuetos: médicos de la antigua Residencia Arana, de los ambulatorios y, en número creciente desde su inauguración en 1978, MIR formados en Pamplona, Bilbao, Madrid, Santander, etc. En las especialidades médicas era frecuente que hubiera solo dos especialistas. No existía Servicio de Urgencias como tal. Tampoco había Unidad de Reanimación de Anestesia. Eso hacía que la UCI sirviera de aderezo a todas las salsas. A cambio, creo que se nos tenía en una cierta estima, diría que superior a la de Cruces.

      En la UCI éramos poquitos, cuatro o cinco, con guardias que nos implicaban en casi cualquier cosa grave que pasase en el hospital, en la ciudad o incluso en la provincia y a veces teníamos la sensación de que también en lo que ocurriera en el resto del planeta. Todas las mañanas quedábamos el grupo de colonos bilbaínos que trabajábamos en Vitoria junto a la cafetería Toledo de Bilbao, y allí organizábamos los coches necesarios para el viaje. Nevadas: hubo días que esperábamos a las máquinas quitanieves para atravesar Altube siguiendo el camino que ellas abrían. Como íbamos todos los días, los lobos probablemente suponían que formábamos parte de la fauna esteparia, pero su natural timidez y la dureza de la chapa de los automóviles les impedía una confraternización más estrecha.

      Un día, un tipo que parecía salido de El Papus –una revista satírica de la época– entró en el Congreso con un tricornio y una pistola intentando un golpe de estado tan cutre y fuera del tiesto que más bien sirvió para mostrar aquello que nadie quería que volviera, haciendo irreversible la transición a la democracia.

      Felipe González dio un mitin en Mendizorroza en el que dijo algo así como: ¡Basta de cuñados, y de cuñados de cuñados! y con la intención de glosar esa figura poética las fuerzas oscuras nos pusieron un ínclito y meritorio director de veintiocho años, cuñado del director provincial, que no había aprobado el MIR y que, a instancias del estrambótico jefe de servicio de la UCI, impuso un sistema demencial de trabajo. Para los no entendidos resumiré diciendo que era un sistema mixto de guardias y turnos: hacíamos una guardia cada cinco días, más un refuerzo de tarde, más el trabajo habitual de las mañanas. Un mínimo de ochenta horas semanales. Aprovechando que se acababa de crear la institución del Defensor del Pueblo y que Ruiz Giménez, había venido a presentarla en Bilbao, le pedimos una cita y nos entrevistamos con él en el vestíbulo del Hotel Carlton. A la vista de nuestro calendario de trabajo dijo, literalmente, que aquello podía ser considerado inhumano y esclavista, y que desde luego entraba de lleno en sus competencias. Seguramente por su mediación, nos recibió también Jauregui, como delegado del Gobierno, en su residencia de los Olivos, y tras ello nuestro director, como el valentón de aquel soneto de Cervantes: “incontinente, caló el chapeo, requirió la espada, miró al soslayo, fuese y no hubo nada”. Quitaron el sistema. El lado luminoso se impuso al reverso tenebroso. Para alivio de propios, y quebranto de ajenos, el director-cuñado marchó a Andalucía, donde prosiguió su azarosa y nefanda existencia de la que tuvimos regocijantes noticias más adelante. Designaron como director a Jesús Loza, hematólogo y actual delegado del Gobierno con el que habíamos compartido a menudo vicisitudes propiamente médicas. Con él siempre tuvimos un diálogo fluido y cordial, que mejoró notablemente nuestro modus vivendi.

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