La primera generación. Estudiantes que inauguraron la Facultad de Medicina de Bilbao en 1968. vvaa

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La primera generación. Estudiantes que inauguraron la Facultad de Medicina de Bilbao en 1968 - vvaa

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Mientras que aquí predominaba el gris. No había más que ver el NODO. Estaba claro.

      Vivíamos en un sitio gris. La tele también era gris. Hasta los guardias eran grises. Las casas de Bilbao eran gris oscuro y no había árboles. Bueno, en el parque de los patos sí, en el Campo Volantín también, y poco más. La ría no era gris, era marrón. Más tarde nos enteramos de que en realidad había muchas casas preciosas y de que, por sorprendente que parezca, en Bilbao los árboles crecían. ¡Zas!, los plantas y crecen. Y las rías pueden lavarse (es un poco complicado, porque no se pueden lavar con el agua que está sucia, ni en seco, ni echarle jabón porque se formaría una espuma bastante asquerosilla). Pero doctores tienen las rías que saben cómo hacerlo.

      A lo que íbamos. De repente, o no tan de repente, a alguien se le ocurrió que a lo mejor se podía poner un sitio para estudiar Medicina en Bilbao. Solo un “sitio”, todavía no una Facultad, en donde se pudiera empezar a formar a los futuros galenos. Tiene su intríngulis, porque no vale con decir: “hágase la Facultad de Medicina”. Eso está bien para hacer un universo o convertir una calabaza en carroza, pero lo de la Facultad ha de hacerse con un poco de cabeza, para que no pase como con este Universo tan disparatado.

      Para empezar, y para ahorrar trabajo, se escoge un edificio ya existente y en desuso, no vaya a ser que el proyecto no llegue a buen puerto y se hunda. ¿Qué mejor que una Escuela de Náutica varada al lado de una Universidad para mantener el invento a flote? Así que la autoridad, competente, o no tanto, decidió que aquel edificio vacío, junto al puente de Deusto –la antigua Escuela de Náutica– era el lugar idóneo.

      A ver, no era como lo de Salamanca. Allí tienen una fachada con una rana, que ya deja bien claro que hay que ser muy observador para encontrarla y muy listo para estudiar dentro de un edificio tan imponente. Como Unamuno. No teníamos ranita, pero en cambio teníamos algo de lo que carecía la Universidad de Salamanca: un palo de mesana en el jardín.

      Ya teníamos edificio. Hacían falta alumnos y profesores. Para que los estudiantes tuvieran claro que la Medicina es una ciencia compleja, los padres fundadores decidieron que el primer curso arrancaría con cuatro asignaturas que no tenían mucho que ver con enfermedades ni sanaciones. Podían haber sido las virtudes cardinales: Prudencia, Justicia, Fortaleza y Templanza, pero no. Pensaron que era mejor que fueran Matemáticas, Física, Química y Biología. En su descargo se puede argüir que al menos la Biología no solo se ocupa de los paramecios o los coleópteros, sino también de todo tipo de seres vivos, incluidos los humanoides.

      Los caminos por los que cada uno eligió ser médico fueron diversos. Algunos, seguramente lo llevaban en los genes porque su tatarabuelo, su tío, su primo o el vecino de abajo era médico (borren el componente genético en ese caso). Otros lo elegirían por eso que llaman vocación, o porque habían visto o leído cosas de médicos. Y eso que todavía no conocían las incontables series televisivas de años posteriores sobre médicos y médicas súper enrollados (principalmente entre sí). Otros aterrizaron allí un poco por casualidad, como suele ocurrir con las cosas importantes.

      En mi caso, a pesar de una extensa familia, no había médicos por ningún lado. De hecho, un año antes yo estaba tranquilamente estudiando Económicas en Sarriko. Lo de tranquilamente y estudiando, es un decir. El plan habitual era ir a Sarriko no muy temprano para dar tiempo a que abrieran la cafetería. Una vez allí se contactaba con los asiduos a la partida de cartas en alguno de los bares que había detrás de una especie de sala de fiestas llamada La Jaula. En un día cualquiera o en cualquier día, si consideramos que se repetían como el día de la marmota, no había clase. A media mañana, una vez terminada la partida, había asamblea o sentada para cortar el tráfico o ambas cosas. Los motivos eran variopintos: la huelga en la empresa Laminación de Bandas, la muerte del Che, lo de Vietnam, y que dimitiera el decano, por supuesto. Y las superestructuras. Y la unión de obreros y estudiantes. Una vez, celebramos una especie de vigilia en la que a media noche se presentó una compañía de grises que rodeó por dentro el salón de actos donde estábamos y nos ordenó desalojar a toque de cornetín, previa presentación del DNI. Uno de los que movían los hilos, creo que se apellidaba Cortázar, negoció la salida sin entregar el DNI. Con un par. Luego me enteré de que alguien había escapado saltando por una ventana y se había roto algún hueso. Los más concienciados leían libros profundísimos sobre temas inusitados: obras que podían versar sobre la estructura agraria extremeña en el año nosecuántos o Los Monopolios en España, de Tamames o el Libro Rojo, del chino Mao. La típica lectura de evasión (para evadirse, quiero decir). Esto era sólo en Económicas. Los de Ingenieros estaban más “alienados”, más “hamburguesados” que diría alguno. Les inquietaba más la liga de fútbol y aprobar Dibujo.

      En el 68 vino lo del mayo francés, que conmovió los sólidos cimientos en los que se fundamentaba el estado nacional-católico: la familia, el municipio y el sindicato. Ahí es nada: “prohibido prohibir”, “la imaginación al poder”, “seamos realistas, pidamos lo imposible”, cosas así. Eso queríamos.

      Aparte de ese mundo insólito, uno se podía encontrar revolviendo por casa con La Ciudadela, de Cronin o La curación por el espíritu, de Zweig, o novelas de médicos de FG Slaughter. Eran historias que parecían más interesantes que la resolución de integrales compuestas o incluso que el cálculo matricial (que no tiene nada que ver con lo de tener cálculos en la matriz). Así que tras consultar con el Dr. Freud, cuyas obras publicaba entonces Alianza Editorial, decidí pasarme, ya muy avanzado el segundo curso de Económicas, a Medicina. A ver si averiguaba cómo funcionaba lo de dentro de la gente, incluyendo también la cabeza en el supuesto de que funcionara. Algo de pena sí me daba alejarme del ambiente incendiario de Económicas, aunque también en Medicina, gracias al mayo francés, se iba caldeando el ambiente.

      LA FACULTAD

      Bien mirado, no resultaba muy normal decir que lo que hacíamos en la antigua Escuela de Náutica fuera estudiar Medicina. Así que los impulsores del proyecto pensaron (siempre tiene que haber gente para esas cosas) que había que trasladarnos. Hicieron una especie de barracón en el Hospital de Basurto y, previo paso fugaz por la Escuela de Ingenieros, hasta allí nos fuimos a empezar el segundo curso. Para que cupiéramos en el aula nos dividieron en dos grupos, lo que en bastante medida marcó las relaciones de amistad y compañerismo.

      Aquello ya era otra cosa. Sobre todo, lo de Anatomía. Lara y López Arranz, los dos encargados de enseñarnos lo que tenía la gente por dentro, hacían clases amenas y con dibujos muy trabajados. Ya habíamos oído hablar de esqueletos que no siempre eran todo lo serios que se supone que deben de ser. También sabíamos que la bola, que los chicarrones del norte tienen en el brazo, en realidad era un músculo que se llama bíceps. Sí, y sabíamos que había pulmones, estómago, tripas, corazón, etc.; ¿quién no había oído aquello de hacer de tripas corazón? Lo que no sabíamos era que tuviéramos tantas piezas con nombre. Sólo huesos hay más de doscientos y había que saber cómo se llamaba cada saliente, surco o agujerillo que algún perturbado hubiera decidido bautizar. Montones de venas, arterias, nervios con sus propios nombres y territorios a los que servir. Los órganos no eran una cosa con un nombre y ya está: tenían cavidades, curvaturas, lóbulos y hasta cabeza, cuerpo y cola, como los ratones. En latín los nombres tenían connotaciones épicas imponentes: foramen rotundum, erector trunci, o musculus popliteus –que suena a gladiador romano marcando pantorrilla–.

      La hora de la verdad llegaba en las mesas de Anatomía, en las que un señor con una bata azul como las que solían usar los dependientes de las tiendas de ultramarinos ‒¿Pedro?‒ revolvía en una especie de pozo de los horrores y nos sacaba parte de un cadáver conservado en formol, con un olor digamos peculiar, para que diseccionáramos los entresijos del cuerpo. Decían que éramos muy afortunados porque en otras facultades los estudiantes no hacían ellos mismos las disecciones. A la diosa Fortuna quizá se le podían haber ocurrido mejores maneras de derramar sus generosos dones sobre nosotros.

      Los huesos

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