La primera generación. Estudiantes que inauguraron la Facultad de Medicina de Bilbao en 1968. vvaa
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Llegado el día del examen, la prueba consistía en que, mientras el profesor Lara introducía una pinza en las diversas estructuras de las entrañas del cuerpo, ir nombrando sin género de duda y a la mayor brevedad posible el elemento anatómico del que se trataba. En mi caso me tocó vérmelas con un cadáver que todos nosotros recordaremos por sus tatuajes sui géneris. El examen iba muy bien hasta que en un momento dado el profesor pinzó una estructura filiforme y más bien tortuosa que yo enseguida interpreté como la “arteria uterina”. El profesor Lara se estremeció e, inmediatamente, con la misma pinza agarró el pene del sujeto y me dijo:
—¿Y esto?
No sabía dónde meterme. Él pálido, yo rojo intenso. A partir de ese momento continué el examen sin el más mínimo fallo solo para sacar un aprobado raspado. Ni tan mal. Picado como andaba me pude resarcir en Anatomía II, con una matrícula de honor. Por cierto, la que sí tenía arteria uterina era el cadáver femenino de al lado, que había gestado en vida y de ahí la tortuosidad de las arterias de su útero y de mi equivocación.
En aquellos días, cuatro o cinco de nosotros estudiábamos en la “Universidad Zabalburu”. Se trataba del piso de los padres de un colega, que tardaron tres o cuatro años en ocuparlo, y mientras tanto se convirtió en nuestro particular lugar de estudio. Nos habíamos hecho con un par de calaveras y con un calcetín del osario, que contenía todos los huesecillos del pie. Lo reconstruimos hueso a hueso y lo barnizamos. Nos quedó un pie tridimensional fabuloso y, además, pensábamos sinceramente que estaba mucho mejor con nosotros que bajo la lluvia y la humedad del triste osario. ¡Qué afortunadas las nuevas generaciones de médicos que con imágenes virtuales 3D no tienen que meterse en aquellas aventuras!
En nuestra particular universidad había muy buena voluntad de estudio, pero a veces iniciábamos la tarde o la noche con los libros, y si alguno tenía la maquiavélica idea de sacar el mazo de cartas…, jugando, jugando, nos daba el alba. En otras ocasiones manteníamos charletas pseudofilosóficas sobre la “vida” que nos enriquecieron a todos.
Otros momentos universitarios importantes fueron los que pasé en el pabellón Gurtubay con el doctor D. Manuel Hernández, cátedro insigne que imponía mucho respeto. Eran momentos de un aprendizaje intensivo pero inquietantes para algunos de nosotros por la presencia del tan respetable catedrático. En mi caso, además, tenía la obligación de hacerlo bien, ya que mi hermano Chechu era médico adjunto de Pediatría. Sin embargo, aquel año, se cruzó en mi vida universitaria el servicio militar obligatorio, lo cual acortó mucho el tiempo requerido para preparar las diez asignaturas del 6.º curso. Como consecuencia, mi examen oral de Pediatría fue malo de solemnidad. Me examinó el Dr. Joseba Gárate, que lo pasó peor que yo preguntándome cosas sencillas para, al final, poder aprobarme por los pelos. Afortunadamente, el “honor” de la familia quedó a salvo porque mi futura mujer, de la siguiente promoción, obtuvo matrícula de honor en el examen, también oral, de Pediatría.
Y ya que menciono a mi hermano, el doctor José María Santolaya, (Chechu para la familia, para los amigos y para los no tanto) fue el profesor elegido para acompañarnos y “supervisarnos” en el viaje de fin de carrera a París y Bruselas. Chechu era seis o siete años mayor que nosotros, vestía muy bien, buen orador, que nos daba excelentes clases de Neuropediatría, y creo que era un tío guapo, a juzgar por lo que yo veía en algunas miradas de mis compañeras de la Facultad. Yo me sentía muy orgulloso.
Llegados a este punto familiar, con la carrera acabada en el año 74, me casé en el 75. En esa época nos casábamos muy jóvenes. Lo hicimos en la iglesia de la Virgen del Coromoto, en Caracas, Venezuela, ya que los padres de Manuela, mi mujer, llevaban muchos años trabajando allí, y prácticamente toda mi familia política se encontraba por esos lares, así que nos pareció oportuno y hasta exótico.
Después de la boda y el inolvidable viaje por el mar Caribe volvimos a Bilbao el día en el que murió Franco.
Durante los siguientes cuatro años tuvimos a nuestros dos primeros hijos. En medio de la vorágine de nuestra formación en Cruces, la de mi mujer en Anestesia y la mía en Pediatría, nació nuestro segundo hijo en Caracas, y ya que estábamos, se nos ocurrió acercarnos al Ministerio de Sanidad para ver si tendríamos en Venezuela, una oportunidad laboral. La verdad es que a poco más no nos dejan salir de allí porque a mi mujer, que estaba todavía en la mitad de su formación como anestesista, le echaban los tejos por todas partes para que se quedara en el país y comenzara a trabajar al día siguiente. Está claro que necesitaban anestesistas. El que yo fuera “casi pediatra” no les impresionaba mucho, la verdad. Pero, bueno, también me ofrecieron trabajo. ¿Qué hubiera sido de nuestra vida de haber aceptado aquellas proposiciones?
La razón por la que me decanté por la Pediatría fue por una cuestión de brevedad y de olores. Me explico. A comienzos del año 75 tuve la oportunidad de hacer prácticas como médico generalista en el pabellón Revilla del Hospital de Basurto con los doctores Franco y Sádaba. Pocas veces vi tanta dedicación y tanto cariño en el desempeño de la profesión.
El pabellón estaba repleto de pacientes mayores, en salas de mujeres y hombres con camas corridas con poca intimidad, pero me resultaba muy arduo realizar aquellas historias clínicas, exquisitas, pero interminables en sus antecedentes familiares y personales. Y sobre todo el hecho de que cuando pasábamos visita al levantar la sábana de los pacientes se impregnaba el ambiente de olores corporales indescriptibles, a pesar del mucho celo que las monjas del pabellón ponían en la limpieza de los pacientes.
Ya siento comentar estas miserias, pero decidí irme al otro lado, a la Pediatría. Los niños tienen en general una historia clínica muy escueta y unos olores muy elementales, perfectamente asumibles. Lamento haber sido tan tontamente exquisito, en una época en la que no tenía ningún motivo para serlo. Mis orígenes humildes, de barrio obrero de Bilbao al borde de la ría, mis clases prácticas de Anatomía y las prácticas de quirófano no me lo tenían que haber permitido, pero así fue, tal cual lo relato.
Siempre agradeceré al servicio de Pediatría de Cruces del Dr. Rodriguez Soriano y a todos sus jefes clínicos, adjuntos, a mis compañeros de residencia, al personal de enfermería y auxiliares, la excelente formación pediátrica que recibí de todos ellos.
Al acabar la residencia, años 79-80, había alguna oportunidad de obtener una plaza de adjunto en Cruces, pero la verdad es que no me veía allí el resto de mi vida laboral.
Durante los siguientes años acumulé varios puestos de trabajo de Pediatría en la “calle”. Entre los años 80 y 90 fui pediatra de Osakidetza en el Ambulatorio de San Vicente, en Barakaldo, de 3:00h a 5:00h de la tarde. Todavía me resulta imposible creer que en ocasiones “viera” a más de cincuenta niños en ese par de horas. Aquellos años nos reuníamos varios médicos antes de pasar la consulta, en el bar Stop, para tomarnos un café y así poder enfrentarnos a la ingente tarea. De ese grupo salió un eminente Consejero de Sanidad del Gobierno Vasco con el que litigaba por jugar a las máquinas de “petacos” unos minutos antes de empezar con la vorágine de la consulta.
Hacia el año 80 se creó el centro de ASPACE (Asociación de Atención a las Personas con Parálisis Cerebral) en unas lonjas del barrio de San Ignacio, y allí ejercí como director médico unos cuatro años gracias a mis conocimientos de Neuropediatría que había adquirido durante el último año de mi formación, con el doctor José María Prats.
El centro ofrecía asistencia a cerca de cuarenta chicas y chicos que tuvieran un aceptable rendimiento cerebral y así poderles ofrecer Fisioterapia, Logopedia, y Psicología, además de actividades docentes, según sus capacidades.
La Asociación