La primera generación. Estudiantes que inauguraron la Facultad de Medicina de Bilbao en 1968. vvaa

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La primera generación. Estudiantes que inauguraron la Facultad de Medicina de Bilbao en 1968 - vvaa

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cerca de San Sebastián. No pasa un día sin que me acuerde de él.

      Terminada la carrera, hice cosas bastante heterogéneas: trabajé como médico rural, fui médico en una expedición de montaña en los Andes y tuve que hacer la mili normal porque había suspendido el examen para milicias que se hacía en el cuartel de Garellano.

      Me presenté al examen MIR y decidí hacer Ginecología en San Sebastián. He trabajado en la especialidad, en diversos ambulatorios y hospitales y, principalmente, en mi propia consulta en mi Azpeitia natal.

      Me casé en 1983 y tengo una hija y un hijo, ninguno de los cuales ha sentido interés profesional por la Medicina. Ambos han preferido carreras técnicas.

      He tenido gran afición por el ciclismo durante todos estos años, como espectador y como practicante. Mis recuerdos ciclistas están en el Tourmalet, Aubisque, Puy de Dôme, Ventoux, Galibier, Stelvio, Tre Cime di Lavaredo, cimas históricas del Tour y del Giro que, sin ánimo de fanfarronear, he podido subir en bici.

      Si me pongo a pensar en lo que era esperable en la época de la carrera y lo que he visto después, la sensación que predomina es el asombro. Quién hubiera dicho en 1968 que en los siguientes cincuenta años:

      • No iba a haber una guerra nuclear

      • La URSS iba a desaparecer, casi sin violencia.

      • La guerra de Vietnam se iba a resolver, lo mismo que el apartheid sudafricano.

      • Las dictaduras del sur de Europa, España, Portugal, Grecia iban a ser sustituidas por regímenes más o menos imperfectos, pero democráticos, y lo mismo iba a pasar con la mayoría de las espantosas dictaduras militares latinoamericanas.

      • Iba a haber mejoras radicales en la expectativa de vida, mortalidad materno-infantil, desnutrición, …

      • Se podría acceder a lo mejor de la cultura universal de forma casi inmediata, casi sin costo, gracias a la revolución tecnológica. Las trabas políticas, sociales y económicas en el acceso al conocimiento dejarían de suponer un obstáculo insuperable.

      • Tampoco me habría imaginado en 1970 que cincuenta años más tarde el papel de las religiones en los conflictos humanos sería tan crucial como es hoy en día.

      Hay otro cambio notable, a mi modo de ver muy deprimente respecto a lo que era habitual entonces. Me refiero a la censura. En mi recuerdo, la censura siempre era considerada como algo completamente reaccionario y antagónico con el progreso, el refugio de quienes no tenían argumentos racionales que aportar. Nunca se calificaría de “problemática”, como se dice ahora, la expresión pública de ideas u opiniones discrepantes de la ortodoxia, por muy “ofensivas” que pudieran resultar. Estar a favor de la censura equivalía a ser un carca químicamente puro. Esto ya no es así hoy en día. Con la coartada de no causar inseguridad, discriminación, desagrado o cualquier molestia, o con la excusa del “derecho a no ser ofendido”, las diferentes ortodoxias generan limitaciones catastróficas para la libertad de expresión. El derecho a expresar públicamente las ideas se elimina del espacio público. Es inaudito que una diferencia de opinión sea denunciada como una transgresión moral.

      Haber sido testigo de las horrendas guerras y limpiezas étnicas en la antigua Yugoslavia en los años 90, y luego en Ruanda, nos obligan a tener muy presente que el tribalismo humano y su potencialidad criminal son un riesgo permanente, como hemos podido constatar durante decenios con el cruel, estúpido y reaccionario terrorismo autóctono.

      Cuando miro hacia atrás me veo acertando a veces, y equivocándome otras; tengo la impresión de que, en ocasiones, pude hacerlo mejor y que, en otras, no lo hice mal del todo. No estoy orgulloso de toda mi actuación, pero, hechas las sumas y las restas, estoy conforme con mi recorrido personal.

      Ante las perplejidades con las que uno se va encontrando a lo largo de la vida, para mí ha sido importante la búsqueda de las ideas que posibilitan entender la realidad y, asimismo, el esfuerzo por adquirir los antídotos racionales que permiten contrarrestar el poder de las idolatrías de nuestro tiempo. He creído hallarlos en los libros de Leszek Kolakowski, Isaiah Berlin, Steven Pinker, Leda Cosmides, Richard Dawkins, Pascal Bruckner, François Furet, Joanna Williams y, afortunadamente, muchos otros.

      Sería arrogante afirmar que uno dispone de un vademécum de validez universal para la buena vida, pero si pudiera escoger qué elementos son indispensables para ello, en mi lista no faltarían los siguientes:

      • Un cierto estoicismo ante las alegrías y los infortunios.

      • Una decidida oposición a cualquier tipo de matonismo, independientemente de cómo se camufle.

      • Simpatía por quien mantenga el sentido del humor y “la risa que no hiere” (F.J. Irazoki).

      • Admiración por quien logre una buena combinación entre ingenuidad, bravura personal y curiosidad.

      Mi aspiración más profunda es que estos elementos indispensables me acompañen hasta el pitido final.

      Mientras tanto, hay que seguir atentos a la jugada y abiertos a la conversación: la cosa sigue siendo interesante.

      Primavera del 68. En París, los estudiantes retorcían su mundo intentando cambiarlo con nuevas ideas, feminismo, ecologismo, libertad sexual... La República temblaba. Nosotros, boquiabiertos.

      Yo era un imberbe de diecisiete años recién cumplidos. Todo mi empeño era hacerles creer a mis padres que, al acabar el preu, lo mío por la Medicina venía de lejos. En realidad, lo que quería hacer, era salir de casa y, entre otras cosas, pasarlo bien. Por eso, mi objetivo consistía en convencerles de que Valladolid era mi destino.

      Allí estaba mi hermano acabando la carrera de médico y el esfuerzo económico que la familia había hecho con él fue enorme, por lo que mis padres, imagino, se inquietaban ante la posibilidad de que otro hijo estudiara fuera de casa.

      Afortunadamente para ellos, y también para mí, en esos días se creó la Facultad de Medicina de Bilbao y en octubre del 68 estaba recibiendo mis primeras clases en el edificio de la Escuela de Náutica. en la calle Botica Vieja junto al puente de Deusto. Mi turno de clase era el último de la tarde por la S de mi apellido, ya que nos agrupaban por orden alfabético, y la verdad es que durante aquellas tardes empecé a beber de la vida. A veces en sentido literal; cerca de allí, en el bar Gallastegui nos daba tiempo para socializarnos y, lo más importante, iniciarnos en el mus. Algunos, sin modestia alguna, acabamos siendo auténticos musolaris del juego. El horario vespertino me permitía trasnochar y prolongar a veces nuestras juergas nocturnas.

      Las asignaturas, por lo demás, sencillas porque la Física, Química y Matemáticas eran un poco más complicadas de lo que yo había estudiado en preu. Eso sí, la cuarta asignatura, la Biología, que impartía el profesor Cebreiro, dueño de la farmacia de Colón de Larreategui, me acercó a la doble estructura helicoidal del ADN y a sus bases nitrogenadas, adenina, guanina, timina, y citosina. Todo un descubrimiento.

      Para el segundo curso de Medicina se había construido un pabellón en el Hospital de Basurto. Allí dábamos Bioquímica y fue cuando comprendí el ciclo de Krebs y que, gracias a él, se podía entender cómo ante una privación de hidratos de carbono el organismo quemaba grasas. El Dr. Atkins se me adelantó en el tiempo al llevar a la práctica su famosa dieta cetogénica

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