La primera generación. Estudiantes que inauguraron la Facultad de Medicina de Bilbao en 1968. vvaa

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La primera generación. Estudiantes que inauguraron la Facultad de Medicina de Bilbao en 1968 - vvaa

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brevemente al paciente el procedimiento, le advertí que le iba a doler el pecho y que avisara cuando disminuyera la intensidad del dolor. Esto, aparte de para tranquilizarle, me servía para intuir la evolución posterior, puesto que la persistencia del dolor al deshinchar el balón podría significar el inicio de un cataclismo total.

      ‒Hincha el balón ‒indiqué a Toña, la enfermera.

      Giró el mando de la bomba de hinchado, y en el monitor de televisión el balón se infló con apariencia de una pequeña salchicha de color gris claro. El monitor de frecuencia cardiaca cantaba rítmicamente “bip-bip-bip” y el ECG empezó a mostrar signos gráficos de falta de riego (técnicamente, elevación del ST). La tensión arterial se mantenía normal, menos mal.

      ‒¿Duele? ‒pregunté.

      ‒Ahora empieza ‒contestó.

      Pasaron unos segundos interminables, y por fin le dije a Toña:

      ‒Deshincha.

      Se oyó un “clac” metálico al soltar el freno de la bomba, y lentamente vimos en el monitor cómo el balón, con el stent supuestamente desplegado (al ser poco radio opaco apenas se ve en el monitor), se desinflaba lentamente.

      ‒¿Sigue doliendo?

      ‒Ahora afloja ‒respondió.

      Los signos de falta de riego cardiaco en el ECG también mejoraron. ¡Qué alivio!

      ‒Bueno, va todo bien ‒comenté al paciente.

      ‒Toña, vamos a dar otro inflado de propina.

      Volvimos a repetir los pasos anteriores con la misma respuesta.

      ‒Vamos a comprobar el resultado; ¿todavía duele?

      ‒Un poco.

      Con mi corazón latiendo fuertemente en la garganta y viendo el del paciente haciéndolo plácidamente en el monitor de televisión, hice una nueva coronariografía: la coronaria izquierda permanecía intacta y la lesión de tronco había desaparecido. El paciente ya no tenía dolor, su tensión arterial era normal, y en el ECG no había signos de falta de riego.

      Al ver el resultado, como la tensión emocional había sido tan alta, sin mediar palabra, la enfermera y yo nos abrazamos…

      Si el amable y sufrido lector al leer estas últimas líneas esbozara una maléfica sonrisa, considere que para realizar nuestro trabajo y protegernos de los rayos X nos habíamos de envolver en un delantal forrado de plomo de unos ocho kilos de peso. Por si acaso.

      4

      Por fin libre de preocupaciones y sustos, felizmente jubilado en octubre de 2015, con todo el tiempo del mundo para dedicarme a pasear, leer, viajar y otras aficiones, una mañana gris y fría de enero de 2016 decidí ir al valle de Atxondo a hacer fotografías de paisaje. Poco antes, había leído en una revista que hacer fotos con mal tiempo era el equivalente a practicar la alta montaña en el deporte del montañismo.

      Buscando temas para fotografiar, cerca de Arrazola, se cruzó en mi camino una traviesa de tren puesta allí por alguien para separar el camino de una zona verde. No sé por qué tomé la equivocada decisión de pisarla. Hacerlo y salir volando hacia adelante a velocidad de crucero con posterior aterrizaje sentado tras golpe seco fue todo uno (alguien me contó posteriormente que para evitar que la humedad las deteriorara se impregnaba las traviesas con brea, lo que explica que sean tan resbaladizas con la lluvia).

      Una joven que paseaba por allí se acercó solícita y me preguntó si me encontraba bien. Le contesté que sí; no me dolía nada, aunque no podía levantarme ni mover la pierna. Llamó por su teléfono móvil para solicitar ayuda. Al cabo de una media hora apareció una ambulancia. El ATS que venía en ella sentenció en cuanto me vio:

      ‒ Pierna inmóvil con pie girado hacia afuera, fractura de cadera.

      No pude menos que, algo aturdido como me encontraba, maravillarme de su buen ojo clínico.

      Ya de traslado en la ambulancia, charlando con el ATS, se me ocurrió sugerirle que, al ser antiguo trabajador de Cruces, donde tenía amigos y conocidos, me podían llevar allí. Amablemente me respondió que la asistencia estaba sectorizada y que por tanto nos tocaba acudir al hospital de Galdácano, donde también había muy buenos profesionales. No insistí. Me di perfecta cuenta de que ahora me encontraba en “la otra orilla”, o, mejor, al otro lado de la mesa. Yo ya no decidía, ahora me tocaba obedecer. Era un 48 barra más.

      En Urgencias del hospital me diagnosticaron fractura pertrocantérea de fémur y me pusieron una tracción a la espera de la intervención, que me practicaron cuarenta y ocho horas más tarde (era fin de semana).

      A las cinco de la tarde de un lunes de enero, dos aguerridas auxiliares, con jabón, toallas y otros artilugios no identificados, entraron en mi habitación, retiraron la sábana, me expusieron como Dios me trajo al mundo y me fregaron a conciencia, sin olvidar nada, con profesionalidad y respeto. Por estos mismos trances debían de pasar mis pacientes antes de entrar en la sala de cateterismo, pensé.

      Seguidamente, un celador me condujo sobre una camilla, en cueros y tapado únicamente con una sábana, por pasillos interminables y desiertos, doblando numerosas esquinas hasta tener la sensación de que nuestro destino podría estar en las proximidades de Arrankudiaga.

      Ya en quirófano, una vez sentado al borde de la mesa para mejor exponer la columna lumbar, una anestesista joven, fuerte (por no decir gorda), y con muy mal genio, consiguió practicarme una eficaz anestesia raquídea tras un pinchazo y una estocada que por fortuna no requirió descabello.

      Por lo demás, la intervención transcurrió durante casi una hora y media. En principio no sentí nada más que el hablar quedo y breve del trauma y sus ayudantes, bastante tranquilizador; pero de repente empezó el escándalo: unos agudos martillazos me hicieron sentir que mi propio fémur era el yunque de la fragua de Vulcano. No sólo vibraba mi cadera, sino también la caja torácica y hasta el cráneo: sentí que se me desencuadernaría la osamenta toda de un momento a otro, temiendo por el corazón, gracias al cual me he ganado el sustento toda mi vida, y espantado ante la posibilidad de que mis neuronas se reblandecieran tanto que podrían constituir un excelente plato de cocina de autor.

      Afortunadamente, todo fue bien, y hoy en día sigo siendo un jubilado feliz y andarín, viviendo definitivamente la Medicina desde el otro lado de la mesa de consulta.

      No sé si la nostalgia es lo más adecuado a mi edad, pero no cabe duda que los hechos de entonces marcaron de alguna manera la madurez de ahora.

      Recuerdo el primer año de Medicina. Se utilizaron como aulas las de la antigua Escuela de Náutica de Deusto, allí empezamos bajo la sombra de un enorme mástil de barco, que años después desapareció. En dicho lugar nos juntamos jóvenes que querían ser físicos, matemáticos, químicos y médicos. Era el primer año de Ciencias en Bilbao con un montón de asignaturas comunes, la única que recordaba vagamente a la Medicina era la Biología. Fue un año decepcionante. nunca entendí por qué tenía yo que saber la distancia del recorrido parabólico de una bala de cañón.

      El siguiente año fue sin duda más trascendente; para complicar las cosas me independicé de mis padres, no comprendían

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