La primera generación. Estudiantes que inauguraron la Facultad de Medicina de Bilbao en 1968. vvaa
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MI VIDA PROFESIONAL. HOSPITAL DE GORLIZ
Al terminar la carrera, seguía en mi empeño de ayudar a mi hermana o a otros niños con problemas similares, así que presenté la solicitud para trabajar en el Hospital de Basurto como meritoria, en el Servicio de Rehabilitación, con el doctor Araluce.
Compartí la experiencia con mi amiga Amaia Sojo; éramos las primeras mujeres médicas del Servicio y nuestro jefe implantó unas normas estrictas sobre cómo debíamos ir vestidas: siempre vestido o falda, y tanto el peinado, calzado y, en general, nuestro aspecto debía ser perfecto. Todo ello debajo de la bata blanca escrupulosamente limpia y planchada. A veces nos enfadaba; otras, nos divertía, pero si queríamos trabajar con él, había que cumplir.
En realidad, lo de la vestimenta no era más que un reflejo de la calidad humana que, lo mismo que la científica, se respiraba en el Servicio. El paciente era tratado con un respeto y atención exquisita, y debíamos empatizar con su situación física y psicológica tratando de forma consciente de ponernos en su lugar, para conseguir su máxima recuperación. Durante toda mi vida profesional, he tratado de conservar esas enseñanzas.
Trabajaba en el Servicio de Rehabilitación cuando se convocó una plaza de médico interno en el Sanatorio de Gorliz, donde en aquel momento el doctor Naveda atendía a los niños afectados de parálisis cerebral, tanto de Bizkaia como de territorios limítrofes. Mi hermana había fallecido hacía poco tiempo, pero no dudé en solicitar la plaza.
Llegué al sanatorio el 15 de mayo de 1975. El primer día me presenté al director médico y, después de saludarme amablemente, con la mayor naturalidad me dijo que habían venido unas personas a conocer las instalaciones del centro y que él no podía acompañarlos por estar ocupado, que se las enseñara yo misma. Recuerdo que subí con las visitas en un ascensor y a la primera persona que vi le pedí que, por favor, viniera con nosotros. Así lo hizo y visité el sanatorio por primera vez con aquellos desconocidos. Cada vez que he acompañado a alguien a recorrerlo, he recordado aquella desconcertarte visita.
El sanatorio de Gorliz, en ese momento atendía a niños con secuelas de parálisis cerebral, poliomielitis y patología musculo esquelética. La gran mayoría estaban ingresados por largos periodos de tiempo. Además de las tareas inherentes al trabajo como médico, participábamos activamente organizando concursos de cuentos, pintura, sardinadas en los jardines, y muchas actividades más. Pocos niños caminaban, la mayoría se desplazaba en silla de ruedas o en la misma cama. Lo que mejor recuerdo es la alegría con la que participaban, y que lo hicieran casi todos.
Yo me incorporé al área de Rehabilitación de Parálisis Cerebral. El doctor Jaime Naveda era su responsable, una persona muy humana y un gran profesional. Vivía por y para su trabajo, siempre estaba disponible, tanto para los niños ingresados, como para nosotros. Recuerdo que aparecía oportunamente cuando en el Cuarto de Urgencias necesitábamos ayuda.
Él fue mi profesor y mentor en esta etapa profesional. Unos años después, fue nombrado director médico. Recuerdo que los pocos meses en los que ejerció como tal, hasta su fallecimiento en un accidente, la mayoría de los médicos nos poníamos de acuerdo para evitarle problemas que pudiéramos resolver.
Los niños con parálisis cerebral hacían estancias prolongadas. Se trataba de casos con una severa incapacidad funcional, frecuentemente con una inteligencia conservada. En el sanatorio, además de los cuidados básicos, seguían un programa de rehabilitación, se realizaban las cirugías correctoras necesarias y se adaptaban las ortesis que ayudaran a conseguir la máxima independencia tanto en la marcha, en alimentación y en autocuidado.
Existía una escuela autorizada por el Ministerio de Educación donde todos los niños ingresados seguían los cursos escolares de forma oficial. Acudían en cama a la escuela, o bien las maestras daban clase en las salas de hospitalización. Era habitual que, al ser una enseñanza más individualizada, los niños salieran de alta habiendo mejorado también desde el punto de vista escolar.
Para los niños afectos de parálisis cerebral el aspecto educativo era fundamental. En esa época estos niños no estaban escolarizados y en el sanatorio se les abría una puerta que resultó ser clave para muchos de ellos; varios acabaron estudios superiores, para alegría e incluso desconcierto de sus propias familias.
Dado que las visitas de la familia casi siempre eran escasas, el personal que les atendíamos nos convertíamos de alguna forma en sus sustitutos. Recuerdo que con frecuencia alguno de estos niños pasaba el fin de semana en mi casa con mis hijos. Contaba con el permiso verbal de sus padres y en aquel momento eso era suficiente.
Pero, claro, tenía tantísimas guardias que Iñaki y yo decidimos trasladarnos a vivir a Gorliz. Ya había nacido mi segunda hija y así, al menos, estaba cerca de los míos. Durante las guardias yo era la única médico, tanto para los niños ingresados como para la atención de la zona, incluidos los visitantes de la playa en época estival. Lo recuerdo como muy estresante. Al Cuarto de Urgencias acudía todo tipo de patologías, accidentes leves y graves de carretera, ahogamientos. Contábamos con la ayuda de una monja enfermera, Sor Rosa, que fue la que me enseñó a mantener la calma en todo momento y gran parte de las técnicas que necesitaba conocer. Me hice experta en sacar anzuelos de cualquier localización, y desde entonces no paso detrás de ningún pescador que esté maniobrando con la caña.
Al recordar todo esto, pienso en el importante avance social en la atención sanitaria que hemos tenido la suerte de vivir desde aquellos años. En ese momento, los medios de comunicación con Gorliz eran malos, el número de ambulancias escaso; si se producía un accidente grave en la zona, el tiempo de respuesta era enorme comparado con la atención actual: hospital en Urduliz, red de ambulancias medicalizadas, e incluso el helicóptero de Osakidetza que ocasionalmente veo volar sobre mi casa.
En relación con estos cambios sociales y sanitarios, se fue haciendo evidente de forma progresiva la necesidad de trasformación del sanatorio. Desde su origen, en el año 1919, como pionero para tratar la tuberculosis ósea infantil, siempre había sabido adaptarse a la demanda sanitaria, pasando a tratar las secuelas de poliomielitis, las deformidades osteoarticulares severas y, posteriormente, la parálisis cerebral. El centro había ayudado a paliar las secuelas de la malnutrición por efecto de cada uno de los momentos difíciles de la historia de nuestro país. Incluso para garantizar su auto abastecimiento de comida de gran calidad para los niños, desde sus orígenes la Diputación contaba con una granja en la zona.
En 1985, cuando la titularidad del Hospital de Gorliz se trasfirió de la Diputación de Bizkaia a Osakidetza, puede considerarse que el centro estaba en crisis. Fue la época en la que su objetivo sanitario chocó con la realidad social. La patología infantil estaba remitiendo en el conjunto de la población. En ese momento, Gloria Quesada fue nombrada directora gerente, para efectuar los cambios.
Hubo protestas de varios padres, incluso algunos se subieron al tejado y aparecieron en prensa las imágenes; también de los cirujanos ortopedas que fueron trasladados a otros hospitales de Bizkaia. En la plantilla quedamos los médicos rehabilitadores, y se contrataron internistas. Se iniciaron las obras de remodelación de todo el hospital. Casi sin darme cuenta, empecé a colaborar con Gloria, sobre todo en las tareas que tenían que ver con la modernización del archivo clínico, el inicio de los sistemas informáticos, la farmacia y la creación del Servicio de Admisión.
Se establecieron los criterios de admisión de pacientes, ya no había limitación de la edad y debían ser potencialmente susceptibles de mejoría con tratamiento rehabilitador. Durante varios años yo fui la responsable de aplicar estos criterios. Existía