La primera generación. Estudiantes que inauguraron la Facultad de Medicina de Bilbao en 1968. vvaa

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más consolidada en Bilbao. Así es que tuvimos que empezar por estudiar Matemáticas, Física y Química con profesores de la Escuela de Ingenieros y además Biología, para que pareciese un curso de Medicina. Esta asignatura nos la impartió Cebreiro, que no tenía experiencia docente, pero que era un hombre simpático, titular de una farmacia en Bilbao, que cayó bien.

      El curso se realizó en la antigua Escuela de Náutica, en Deusto, que había quedado sin función al trasladarse a Santurce. Conseguí aprobar tres asignaturas en junio, y las Matemáticas en septiembre con algunos sudores. Además, me lo pasé estupendamente haciendo muchos amigos y visitando el Gallastegui, famosa tasca de Deusto, donde nos reuníamos de vez en cuando.

      Para el segundo curso, la Facultad, milagrosamente, siguió poniéndose en marcha. Construyeron un pabellón en el Hospital de Basurto, que todavía dura, ampliado. Contrataron profesores jóvenes y entusiastas procedentes de Valladolid. Y hasta consiguieron el cadáver de un legionario que, partido en cuatro partes, nos entregaron para diseccionarlo y que el bedel guardaba en una piscina de formol todos los días. En el lugar donde estaba la piscina todavía huele a formol.

      Las instalaciones eran precarias, la docencia entusiasta y la investigación ausente, pero empezamos a estudiar lo que pretendíamos desde el principio. El Dr. Lara nos daba, a nuestro grupo, Anatomía con unos esquemas realizados estupendamente por nuestro compañero Pepe Canduela en una pizarra, sin ayudas digitales, que ahora valoro como de gran mérito y que serían la envidia de los actuales alumnos. Tenía pocos años más que nosotros y eso le hizo no saber si ser amigo o maestro, lo que causó algunas situaciones de compadreo con algunos alumnos y distanciamiento con otros. La Histología estuvo a cargo de Juan Domingo Toledo y un séquito de profesores y profesoras que trabajaban en el Hospital de Basurto. Y la Bioquímica nos la impartió Juan Manuel Gandarias, que era el típico catedrático de Salamanca, ya bregado en impartir clases y que, por su experiencia, fue nombrado decano al año siguiente.

      Como el pabellón construido desde el segundo curso se hacía pequeño nos hicieron otro pabellón más pequeño, cerca del de San Pelayo, que llamamos “el bunquer”, donde dimos las asignaturas de los últimos cursos.

      Todo sabía a nuevo, que no quiere decir que fuera malo.

      LA ENSEÑANZA

      Ya he mencionado que el primer curso pasó sin pena ni gloria. En el segundo curso empecé a disfrutar del estudio de la Medicina. El conjunto de las asignaturas era como yo lo había imaginado. Me acercaba a desentrañar cómo funciona la máquina que es el cuerpo humano. Ese era mi interés.

      En tercero seguimos aprendiendo, pero empezaron a surgir problemas de precariedad en prácticas y laboratorios y como éramos muy reivindicativos la tramamos con la asignatura de Microbiología, a la que llegamos a renunciar con el fin de estudiarla más concienzudamente en el siguiente curso. No he conocido ningún caso similar.

      En cuarto, apareció el profesor Luis Piniés seguido de un montón de profesores que se sentaban en primera fila para adular al maestro. Y el maestro el primer día habló del enfermo blanco, el segundo día habló del enfermo azul y el tercer día del enfermo amarillo, sacando cada día a un compañero al que interrogaba sobre la anemia, la hipoxia o la hiperbilirrubinemia. No puedo olvidar que cuando sacó el tercer día a una compañera, alguien, que no me puedo acordar de quien fue, le dijo a Piniés que “ya estaba bien de enfermos de colorines”. Se armó la marimorena y terminamos abandonando el aula. Don Luis no volvió a aparecer por clase en los pocos días en los que la Facultad estuvo abierta ese año. Protestamos por todo. Lo docente y lo político. Y las fuerzas del orden nos cerraron la Facultad intermitentemente desde noviembre a mayo.

      Yo, que venía de un colegio donde la disciplina era férrea y la formación política más bien escasa, no alcanzaba a comprender el motivo de las manifestaciones y huelgas que algunos compañeros, que tenían más inquietudes políticas que yo, organizaron a lo largo de nuestra estancia en la Universidad, aunque también estaba en contra del régimen dictatorial que teníamos. Así, en primero tuvimos que enfrentarnos por primera vez a los grises que, tras una manifestación en los jardines de la Facultad, nos hicieron entrar en clase en manada y salir de uno en uno con el DNI en la mano, y en cuarto nos cerraron la Facultad prácticamente siete meses del curso. Los acontecimientos políticos que coincidieron en ese año, como el juicio de Burgos, justificaban de sobra muchas de nuestras protestas.

      Durante los dos últimos cursos estos problemas bajaron mucho en intensidad porque la dificultad de estudiar las asignaturas, que en otras facultades de Medicina se realizaban en tres cursos, nosotros las hicimos en dos y el asunto se transformó en una gymkhana para tratar de aprobar todas las asignaturas. Cuestión que conseguimos solo treinta y tantos de los 250 alumnos que empezamos en 1968.

      No me olvidaré de que durante el cuarto curso, Marije Rúa y yo intentamos realizar algunas prácticas en el Servicio de Medicina Interna que dirigía el Dr. Piniés porque conocíamos al Dr. Salinas, que trabajaba allí y que amablemente cargó con nosotros mientras pasaba visita, hasta que un día, que apareció Piniés, y tras hacer como que no nos veía, nos echó de su Servicio “porque para hacer prácticas allí, era necesario tener aprobada la patología general”

      También fue importante para mí la manera de empezar la asignatura de Ginecología. El Dr. Usandizaga se presentó en clase con una palangana en la que yacían los restos de un feto en el que hubo que realizar una basiotripsia y empezó sus enseñanzas diciendo “esto es la obstetricia” Los alumnos sufrimos un shock que para mí fue determinante porque estuvo a punto de acabar con mi vocación de ginecólogo, pero que se transformó en que mi ideal fuera desde entonces realizar una obstetricia en la que aquello no ocurriera nunca jamás. Y así he dedicado toda mi vida profesional a que los fetos se conviertan en recién nacidos lo más sanos posible.

      Otro profesor que dejó huella fue Don Manuel Hernández. A mí me parecía de una exigencia inhumana. A las ocho en punto comenzaba su clase de Pediatría y cuando acababa se iba a su Servicio seguido de todos los médicos que trabajaban con él, y al que había estado de guardia toda la tarde y noche para las urgencias de puerta, las plantas y los partos, se le requería para ser examinado de todas sus actuaciones de la jornada. He visto llorar a más de uno. Luego invitaba a un café.

      En su Servicio veía a los pacientes de la Seguridad Social y a sus enfermos privados durante la misma jornada. Cosas del Hospital de Basurto de 1973.

      Lo que a mí me pareció el colmo de su manera de ser jefe de Pediatría, fue cuando mi novia le solicitó plaza de agregado (forma de trabajar como interno, pero sin cobrar) para especializarse en Pediatría, y se la negó porque había observado que salía conmigo y suponía que querríamos casarnos, lo que era incompatible con hacer la especialidad en su Servicio.

      Me lo encontré en un congreso años más tarde cuando era jefe de Servicio de Pediatría en un Hospital de Madrid y me confesó que no entendía nada. Yo creo que era un gran médico, un gran profesor y que tenía buenas intenciones, pero era un producto de la época.

      A pesar de las dificultades de la improvisación y las carencias, que sin lugar a duda las hubo, nuestras prácticas fueron mucho mejores de lo esperado. El hecho de ser pocos alumnos y la ilusión que pusieron muchos de los profesores, hizo que nos acogieran con entusiasmo y que fueran muy cercanas a los enfermos y a los profesores que nos impartían las diferentes asignaturas.

      En el verano entre quinto y sexto surgió la posibilidad de hacer una oposición a alumno interno y me pareció una gran oportunidad. Conseguí sacarla junto con Luis Larrea, y me presenté al Dr. Usandizaga que me introdujo en el Servicio de Ginecología. Allí, además de hacer buenos amigos, me facilitaron realizar guardias como si fuera un interno de la época y aunque me ocupó todos los sábados de aquel año, me permitió hacer mis primeros trece partos,

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