Foucault y el liberalismo. Luis Diego Fernández

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Foucault y el liberalismo - Luis Diego Fernández

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la cuestión del liberalismo tiene dos pilares: el mercado como régimen de veridicción y el interés como motivante de las acciones. Esa veridiccionalidad del mercado no es más que un juego de oferta y demanda donde el intercambio precisamente es el procedimiento que determina la fijación del precio, el valor y, en definitiva, la justicia. En este sentido, el mercado será el “test” para identificar los excesos de gobierno, tal como señala Foucault a propósito de El capitalismo utópico (1979) de Pierre Rosanvallon:

      Pero, como ha confirmado el importante libro de P. Rosanvallon, el liberalismo no es ni su consecuencia ni su desarrollo. Más bien el mercado ha desempeñado el papel de “test”, de un lugar de experiencia privilegiada donde se pueden identificar los excesos de gubernamentalidad e incluso medirlos: el análisis de los mecanismos de la “escasez” o, con mayor amplitud, del comercio de grano, en la mitad del siglo XVIII, tenía como fin mostrar a partir de qué punto gobernar es gobernar demasiado. (Foucault, 2010b: 867).

      De este modo, la pregunta central del liberalismo será, según Foucault, por el valor y el sentido de un gobierno que se ejercerá “sobre lo que podríamos llamar república fenoménica de los intereses”. (Foucault, 2008: 66-67). Es decir: ¿cuándo “dejar hacer” y cuándo intervenir? Por otra parte, Foucault deja en evidencia el desafío que las formas políticas y económicas opositoras al liberalismo deben enfrentar: ¿qué racionalidad gubernamental proponen como alternativa? En otras palabras: ¿qué racionalidad de gobierno autónoma desarrolló el socialismo? De acuerdo a Foucault, ninguna. Esta es la pregunta que recorre de modo explícito todo el curso. Vale decir, mientras que el socialismo desarrolló una racionalidad histórica (un historicismo) descuidó el problema del gobierno: ¿luego de la Revolución, cómo se gobierna? Allí se encuentra el germen de sus dificultades.

      Una vez establecidas las características fundantes del arte liberal de gobernar, Foucault expande su interrogación en la lección del 24 de enero de 1979 en torno al surgimiento de los Estados en la Europa de los siglos XVII y XVIII y el tratado de Westfalia. La constitución del liberalismo se asienta en la veridicción del mercado, la limitación gubernamental y la posición de Europa como región de desarrollo. Foucault se apoya en la referencia de Kant para marcar las carácterísticas salientes del surgimiento de la nueva racionalidad gubernamental liberal. En ese sentido, Kant, señala el filósofo francés, da cuenta de la Naturaleza como la mediación que garantiza la paz perpetua a nivel planetario. Incluso es la misma Naturaleza la que potencia las relaciones comerciales entre los Estados y la que determina que el espíritu comercial no puede coexistir con la guerra. Tal como señala Kant: “el poder del dinero es, en realidad, el más fiel de todos los poderes (medios) subordinados al poder del Estado, los Estados se ven obligados a fomentar la paz”. (Kant, 1998: 41). Lo que Foucault quiere deja en evidencia es que la forma en que la nueva racionalidad de gobierno puede garantizar la paz y evitar la guerra entre los Estados es a través del comercio que en última instancia es obra de la Naturaleza, por ello hay que “dejar hacer”. Por tanto, el liberalismo clásico se asienta sobre bases naturalistas.

      La pregunta en torno a la libertad liberal será clave para luego establecer la diferencia con el neoliberalismo del siglo XX. La libertad que se aludía en el liberalismo clásico remitía a cierto espontaneismo producto de la mecánica del intercambio de los procesos económicos. Ese laissez-faire gubernamental es lo que demarca un gobierno que se autolimita intrínsecamente y no por una norma externa. El liberalismo del siglo XVIII es, como dijimos, un naturalismo.

      La pregunta, por consiguiente, pivotea por la especificidad de la libertad liberal:

      La libertad no es una superficie en blanco que tenga aquí y allá y de tanto en tanto casillas negras más o menos numerosas. La libertad nunca es otra cosa –pero ya es mucho- que una relación actual entre gobernantes y gobernados, una relación en que la medida de la “demasiado poca” libertad existente es dada por la “aún más” libertad que se demanda. De manera que, cuando digo “liberal”, no apunto entonces a una forma de gubernamentalidad que deje más casilleros en blanco a la libertad. Quiero decir otra cosa.

      Si empleo el término “liberal” es ante todo porque esta práctica gubernamental que comienza a establecerse no se conforma con respetar tal o cual libertad, garantizar tal o cual libertad. Más profundamente, es consumidora de libertad. Y lo es en la medida en que sólo puede funcionar si hay efectivamente una serie de libertades: libertad de mercado, libertad del vendedor y el comprador, libre ejercicio del derecho de propiedad, libertad de discusión, eventualmente libertad de expresión, etc. Por lo tanto, la nueva razón gubernamental tiene necesidad de libertad, el nuevo arte gubernamental consume libertad. Consume libertad: es decir que está obligado a producirla. (Foucault, 2008: 83-84).

      Aquí llegamos a un eje central en la argumentación foucaultiana en torno a la libertad liberal: esta no será aquella que se explica con la fórmula “sé libre” sino la que se articula en el marco de la relación entre gobernantes y gobernados. No hay en la libertad liberal para Foucault una garantía sino una producción y por lo tanto un consumo de libertades (económicas y civiles). Esta nueva razón gubernamental fundada en torno a un régimen de verdicción (el mercado) requiere de la producción de libertades y el consumo de las mismas a partir de una lógica contradictoria. En ello Foucault es explícito:

      El liberalismo, tal como yo lo entiendo, ese liberalismo que puede caracterizarse como el nuevo arte de gobernar conformado en el siglo XVIII, implica en su esencia una relación de producción/destrucción con la libertad. Es preciso por un lado producir la libertad, pero ese mismo gesto implica que, por otro, se establezcan limitaciones, controles, coerciones, obligaciones. (Foucault, 2008: 84).

      Por tanto, asistimos a una paradoja: la producción de libertad y su consumo al mismo tiempo que su destrucción en términos de control y coerción. El liberalismo clásico nos lleva a una tensión irreductible entre libertad y seguridad: “El liberalismo no es lo que acepta la libertad, es lo que se propone fabricarla a cada momento, suscitarla y producirla con, desde luego, todo el conjunto de coacciones, problemas de costo que plantea esa fabricación”. (Foucault, 2008: 85). Si la libertad liberal implica una fabricación, ese producto, como efecto de cualquier dinámica productiva, tiene un costo. La seguridad será la contraprestación necesaria para poder fabricar las libertades liberales: “La libertad y la seguridad, el juego entre una y otra, es eso el corazón mismo de esta nueva razón gubernamental”. (Foucault, 2008: 86). La constitución de este nuevo arte de gobernar que Foucault denomina “liberalismo”, incita al “vivir peligrosamente”. (Foucault, 2008: 86). Lógicamente, la cultura del peligro suscitada por la fabricación de libertades va de suyo con la extensión de las técnicas securitarias. La inserción del riesgo y la aparición de los peligros cotidianos conlleva a toda una serie de novedades desde fines del siglo XVIII y comienzos del siglo XIX testimoniados en la aparición de la literatura policial, el periodismo del crimen, las campañas sobre higiene social y sexualidad, así como el miedo a la degeneración. Este estado de cosas nos llevará a la cuestión del peligro y la administración, cálculo y evaluación de riesgos.

      Según François Ewald, “seguridad” es un término equívoco que puede ser definido como tecnología del riesgo. La filosofía del riesgo que implica el despliegue de las técnicas securitarias como coste de la fabricación de libertades nos lleva, según Ewald, a caracterizar esta racionalidad: en primer lugar el riesgo es calculable, es decir, es mensurable y probabilístico; luego, el riesgo es colectivo, vale decir, afecta a toda la población y no solo solo a individuos aislados (hay grupos de riesgo); finalmente, el riesgo es un capital en relación con el coste previsto de eventuales acontecimientos dañinos.

      Según Ewald, el riesgo es el valor de un posible daño en un tiempo determinado y la seguridad es la compensación por tales efectos. La seguridad, en este aspecto, implicará tres cuestiones: la distribución de una carga colectiva en relación con el

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