Terroristas modernos. Cristina Morales

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Terroristas modernos - Cristina Morales Candaya Narrativa

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escuchar un sonajero. Hic est enim cáliz sánguinis mei, dice el cura levantando el cáliz, y José Vargas levanta su cantimplora. In mei memóriam faciétis, concluye el cura y bebe. José Vargas da por bendecido el marrasquino y bebe también.

      Lasso está detrás de Castillejos haciendo cola. Observa su perfil roto por la boca y especula por qué le habrá pegado Vicente Plaza, tan dama como la ve, e imaginándose resistencias y malas contestaciones empieza a desearla y a desear que acabe la misa. Cuando llega su turno Castillejos levanta los ojos al cura, responde amén y de hambre devora la hostia. Támtum ergo sacraméntum venerémur cernúi se mezcla con el tumulto ordenado de gente yendo a los pies del altar o volviendo a su asiento. José Vargas repara una última vez en Arnaldo Cuesta y sale de la iglesia. Se aposta al otro lado de la calle y aguarda dando unos tragos. A Castillejos le gusta el acento tan claro de Diego Lasso rezando, sin omisiones fonéticas, y piensa a la salida pienso decirle que habla mejor que el cura. Se da cuenta de su atrevimiento y se santigua tres veces seguidas, pero ahora que ya han salido y han dado una vuelta por el patio trasero buscando a Vicente Plaza, ahora que corroboran que lo han perdido de vista, entre un par de lápidas Castillejos se sonroja para decir ¿sabe? Habla usted latín mejor que el cura. Diego Lasso se sonroja también y dice Diego Lasso, teniente de húsares de Castilla la Vieja. Ya, responde Castillejos. Lo conocí a usted ayer. Catalina Castillejos de Alhamar, propietaria de doce hectáreas de olivos al este de Sierra Elvira. Diego Lasso piensa está loca, y decide seguirle el juego: Es la hora del aperitivo. Tengo jamón, queso y vino, ha dicho Lasso. ¿Que lo tiene? En mi casa, ha respondido Lasso, y acceder a acompañarlo ha sido para Castillejos el hambre y para Lasso prostitución, y así ha sido fácil entenderse. José Vargas ha esperado que Arnaldo Cuesta y su mujer doblen la esquina para empezar a seguirlos. Los ve entrar en la casa baja y marrón y espera todavía a que den la una y media, y entonces espera a que las campanadas se extingan por completo. Llama y abre Arnaldo Cuesta, y sale un olor a caldo de pollo. Se besan y se palmean. José Vargas le dice quiero tratar contigo un asunto de importancia.

      Doña Catalina. Este es el parque de artillería de los héroes Daoíz y Velarde. Oh, responde Castillejos. Por allí abajo venían tres mil franceses y por allí ocho mil, por la calle de San Bernardo. ¿Esa?, señala Castillejos. Esa. Y esta es la Puerta del Sol. Aquí fue la carnicería de los mamelucos. El primer campo de batalla de la guerra. Los valerosos supervivientes que intentaron huir cayeron bajo las balas y las bayonetas de Murat. Usted debía ser un niño, dice Castillejos. ¿Vio todo eso? No, porque era yo zagal y vivía en Villadiego de León, pero puedo imaginármelo y, permítame la expresión, se me ponen los pelos de punta. ¿A usted no? A mí también, responde Castillejos. Violando a las mujeres en plena calle, delante de sus hijos y sus maridos, añade Lasso, y Castillejos le aprieta el brazo y niega con la cabeza. Disculpe si la impresiono, señorita. No, no se preocupe. Lo que pasó, pasó. Estas cosas hay que saberlas. Castillejos desliza el asa de su bolsito hasta el codo y usa la mano de visera. Dice sale el sol en la Puerta del Sol, y se ríe para adentro. Diego Lasso dice el dos de mayo también hacía sol. Menos mal, responde Castillejos. Se callan hasta que les da la sombra de la calle Preciados y Castillejos dice don Diego de Villadiego, y se ríe otra vez con su risa cuidadosa y seca. Lasso de Garcilaso, recuerda él sin importarle que ella pueda no entender el chiste.

      A Diego Lasso se le acelera el pulso en el rellano y tarda en encontrar la llave. Mientras tanto Castillejos se asoma por el hueco de la escalera, azorada por la subida de los cuatro pisos, pero más azorada por la sensación de respirar hondo a través de un tronco sin comprimir, sin corsé, y es casi como si se alimentara. Adelante. Castillejos abarca toda la sala de un golpe de vista y exclama con sorpresa, con su aire libre desde el estómago, es una buhardilla. Diego Lasso la adelanta y deja el sombrero encima de la mesa. Y esto es jamón y esto es queso, y colocando por último la jarra dice y esto es vino. Esto es un vaso. Catalina Castillejos se está divirtiendo y espera que Diego Lasso le diga esto es una silla, siéntase y coma. Esto es una silla, dice Diego Lasso retirándola. Se pone detrás de ella y dice, señalándole el culo, esto son unas posaderas. Coloca las manos en sus hombros, hace un poco de presión y dice esto es sentarse, y la sienta. Castillejos de puro nerviosa se está riendo y le está doliendo la herida, así que se serena y se quita los guantes. Diego Lasso le mira los huesecillos de las muñecas y las uñas de mugre. Castillejos dice esto es un dedo índice, esto es un dedo pulgar, esto es coger y esto es comer. Esto es masticar, dice, y se tapa la boca de pronto, con un gemidito. Diego Lasso se desabrocha el abrigo y la acompaña. Le sirve vino y dice esto es vino. Ya lo has dicho, responde Castillejos bebiendo. Diego Lasso siente el duelo y la mira a los ojos. Castillejos le sostiene la mirada más o menos, la desvía lo justo hacia el plato. Entonces Lasso le guiña y le saca la lengua y ella se sobresalta, derrama un poco y él dice ¡eso es mancharse de vino! Ella se hace atrás en el asiento y se estira el vestido. Súbitamente seria pide una servilleta o un trapo, por favor, y agua con limón y sal. Lasso pide un perdón acalorado. Enseguida. Abre el armario, se agacha y duda si darle una corbata o unos calcetines rotos o unos calzones sucios.

      Castillejos ve unas figuras en un estante por encima de la cabeza de Lasso y pregunta ¿esos son soldados Pellerín? ¿Disculpe? En lo alto del armario, dice ella acercándose. ¿Esto?, dice Lasso, y coge una fila de soldados de papel, erguidos gracias a una lengüeta. Parecen bailarines más que guerreros, sin una arruga en la ropa, tan redonditos, dice Castillejos. Son los más baratos y los más variados, pero cuesta encontrarlos, y más ahora. Tengo más, anuncia Lasso, se pone de puntillas y alcanza una caja escondida detrás de la cornisa del armario. La abre y sonríe detrás de la tapa. Se los quitábamos a los correos franceses. Muchas láminas venían con mensajes por detrás. Castillejos abre mucho los ojos, dice me permite y coge la primera hilera del montón. Granaderos, dice. Coge la siguiente y dice infantería. Estos son lanceros polacos, por el penacho, dice Lasso, y se sienta en la cama para seguir rebuscando. Se pone la caja en el regazo y dice creo que tengo un Napoleón grande a caballo. ¿Sí?, pregunta Castillejos, y se sienta a su lado. Cuando jugábamos en la universidad o en la academia siempre lo quemábamos con una cerilla, o terminábamos ahogándolo en un vaso de agua, y ya no sé si me quedan. Castillejos está a punto de preguntarle a qué universidad fue usted, qué estudios tiene, a qué academia, pero en ese momento Diego Lasso dice aquí está y saca una figura del tamaño de la palma de su mano. Qué bonito que es. No es Pellerín. Demasiado bien hecho para ser un Pellerín, dice Castillejos. Es de Didier o de Georgin por lo menos. Ya decía yo que lo había guardado por algo. Antes me ha parecido ver un gato con botas, dice Castillejos, se inclina hacia el interior de la caja y al subir le da a Diego Lasso con la peineta. ¡Uy, usted perdone! Nada, nada, responde Lasso frotándose la nariz. Aquí está el gato con botas, dice Lasso. ¿Se sabe usted la fábula? Sí, responde Castillejos, bah, y hace un mohín a medias, hasta que el labio le tira. Ya, yo también prefiero los cuentos de toda la vida, responde Lasso, y sigue sacando soldados. Zapadores, ingenieros, la banda. ¡Yo tengo una igual!, dice Castillejos, ¡igual, igual! ¿A que los de la corneta están bizcos? ¡Lo sabía!

      Diego Lasso observa una lámina entera sin recortar, con cuatro filas de siete soldados al galope cada una. Castillejos lee en un francés correcto husars français à cheval, G. Silbermann, Strasbourg. Húsares como usted. Tan viejos, sin colorear ni nada, pueden ser lo mismo franceses que españoles que rusos. Este es usted, dice Castillejos. Lasso sonríe y ve su herida muy de cerca. Piensa que no la afea del todo porque es del morado de la blusa y del marrón de las manchas de vino. Y este es el capitán Plaza, dice Lasso señalando al húsar de detrás. ¿Un teniente al frente de un capitán? ¿En qué academia militar se ha formado usted? Se aclara la voz y responde, mirándola a los ojos, en Zamora. Pero se pasaba usted el día quemando a Napoleón. Lasso coge una alegórica Marianne de la república francesa con dos dedos y dice esta es usted. Mire qué bien le queda el gorro frigio y la toga. ¡Le veo una pierna! Castillejos hace que se ofende y le da un codazo. ¡Oh, Marián, alimenta a los hijos de la república con tu jamón! ¡Pego es tan vastá la patgia! ¡Nu hay sufisienté con unó! ¡Tendgás que dagnós el otgó yamón, Maguián! Castillejos contiene el falso enfado de espaldas a Lasso y a la pequeña Marianne que se agita en su hombro, le roza la oreja y le da un escalofrío, y le pega a Lasso con palmaditas frenéticas. Lasso se sienta en el suelo, coge una hilera de guardias imperiales

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