Terroristas modernos. Cristina Morales

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Terroristas modernos - Cristina Morales Candaya Narrativa

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le agarra la nuca y susurra lo peor es cuando aparecen los púberes. Te desatan, te ponen con el culo en pompa y colocan a todos los varones púberes detrás de ti, ya empalmaditos de sus tipis o cascándosela allí sobre la marcha, y uno a uno te empalan hasta que se corren dentro. Joder con los indios, dice Yandiola, accidentado de risa. Estás cagando semen una semana, concluye Domingo Torres, y se sienta a la mesa lacada, coloca el cofre frente a él, agita la cabeza para retirarse el flequillo de los ojos, lo abre y saca dos paquetitos sonoros. Los desenvuelve y desparrama las monedas. Se frota las manos y empieza a hacer montones de piezas de oro, plata y vellón. La exhibición del dinero ridiculiza la desconfianza de Yandiola, le abrillanta su amistad con Torres y le da sentido a aquella frase de la que se burlaba: Juzgue usted por la cantidad que le entrego a qué altura se encuentra. A qué altura se encuentra Torres, se pregunta Yandiola.

      Una de las puertas de uno de los armarios está bloqueada por una de las butacas, de manera que Juan Antonio Yandiola sólo puede abrir la otra y sólo un poco, porque se choca con el aparador de corbatas de Domingo Torres. Yandiola tiene que apalancarse en la ranura, estirar el brazo y dar manotazos a la ropa colgada para poder cogerla. Se quita el calzón de espaldas a la ventana y dice deberíamos comprar cortinas, ¿no? Se queda a medio vestir y va a abrir un cajón cerrado bajo llave. No, no creo que debamos comprar cortinas. Ni que tuviéramos algo que ocultar, dice Domingo Torres sin abandonar sus cálculos. Yandiola saca una carta con las marcas de haber estado doblada en tres partes. Cuando va a cerrar el cajón no lo cierra, y esa dejadez le reconforta. Se sienta frente a Domingo Torres, se acerca la escribanía de plata y coge un papel limpio. Saca las gafas de su nueva funda de madera y esmalte, se las pone y escribe. El peso del caballete en la nariz lo dota de esa profesionalidad llevadera y natural, a la que no se le da importancia, de los expertos. Las lentes le fabrican una habitación llena de ángulos y un Domingo Torres nítido con el que comparte escritorio y silencio. Yandiola ve la intimidad. Piensa esta intimidad de calzoncillos y conjura es propia de grandes almas. Siente Yandiola una brisa de satisfacción más sutil, más refinada que la del éxito. Es el poder el que respira, imperceptiblemente, como un criado que aguarda. Domingo Torres conduce al centro los primeros montones de monedas para hacer hueco a los siguientes y dice cuidado con lo que le dices al señor Madison. Estará Torres a más altura que yo, o yo más alto, se pregunta Yandiola mientras escribe la primera línea, y se ríe al percatarse de que sin darse cuenta ha escrito Ilustre señor don James Madison: Mis ángulos responden favorablemente.

      II

      CONSPIRAR Y ENAMORAR SON LO MISMO:

      LA PROPAGANDA DE LA LIBERTAD

      10

      José Vargas tenía pensada la respuesta: Dos hombres de honor. Los dos han quedado satisfechos, dice al preguntarle Lasso ¿cumplió usted?, porque José Vargas sabe que Lasso no lo cree un hombre de honor y que lo seguirá de cerca. También tenía pensada su expresión: la cabeza un poco gacha y la mirada amplia y constante en los ojos, la voz baja pero nítida. Lasso tarda en asentir. Pensé que lo encontraría en su casa. ¿Qué hace usted aquí?, le pregunta, y Vargas activa su segunda respuesta: Señor, un pobre, aunque tenga dinero, sigue siendo pobre. Yo no sé ponerme un traje ni comer en un restaurante. Con la cabeza dibuja un lento arco, señalando a los pedigüeños del otro lado de la calle. Estos son mis amigos, dice, y a Diego Lasso le asoma por los hombros una dignidad intrusa, de caballero, nueva y brillante. Se siente rico. El miércoles tenemos que vernos otra vez, ordena. La cosa se precipita, dice arrancando un hilito que sale de la abertura del guante. De pronto no está a gusto al lado de José Vargas. Le molestan el roce de sus harapos y la visión cercana de sus poros tachados de barba enquistada, su cálido hedor. Vendrá usted a la Plaza de Santa Ana el miércoles entre las nueve y las diez. ¿De la mañana o de la noche? De la mañana, de la mañana. Así haré, señor, dice José Vargas cerrando pesadamente los párpados. Diego Lasso se toca la visera del sombrero y se va. Su nuevo instinto le acaricia los labios y la punta de los dedos. Saca un real y sin detenerse lo lanza en el hatillo de una pedigüeña. A sus espaldas escucha dios se lo pague. Está colmado, se ve hermoso, a cada paso suyo el mundo se despliega, el barro se adapta a sus botas.

      José Vargas ve alejarse a Diego Lasso y confirma que conoce a los hombres. Durante un rato se abandona contra el muro y lo invade una serena suficiencia. También se conoce a sí mismo. Su resignación es sabia: no avanza porque no puede. Cuando intenta explorar más allá, se paraliza. No lamenta sus fracasos. Se reprocha el intento de desafiar sus propias leyes, de buscar aventuras, aunque esta vez estuvo a punto de atreverse. Agarrar a la novicia Julia Fuentes de la muñeca, dejar que los cofrades doblaran la esquina y llevársela a su casa. Su casa, sí, porque las mensualidades ya están pagadas y el niño de la casera durmiendo. Pero no lo hizo. Se consuela pensando que la casa también será suya mañana y pasado mañana y lo que le queda a febrero. Planearé una huida o un paseo, piensa, pero se arrepiente. Precisamente hoy Fuentes venía la última, a bastante distancia del resto de la comitiva. Es como si hubiera adivinado lo de llevársela a casa, pero en seguida desecha ese pensamiento por inverosímil y concluye que simplemente la novicia estaba ansiosa.

      Llegó cuando las campanas de San Antonio doblaban a entierro. La gente bajaba las escalinatas formando una mancha oscura que la novicia atravesó deprisa, persignándose y murmurando. El hábito blanco se frotaba con los abrigos negros y se abría paso sin esfuerzo. Los dos últimos cuerpos se separaron y Julia Fuentes siguió caminando, ahora expandida y ondulada, sujetándose los faldones, hacia el rincón de penumbra de José Vargas. Se ha muerto un rico, dijo al arrodillarse, y él se estiró y vio el ataúd penetrando en la masa y acallándola. La cara de Fuentes estaba encendida y bullía dentro del óvalo blanco. Deslizó un dedo dentro de la cofia para refrescarse el cuello. José Vargas le acarició las mejillas con la palma abierta y ella la acompañó arremetiendo con suaves cabezadas. Hoy no traigo nada, dijo Fuentes. Vargas encogió los hombros quitándole importancia.

      El paso fúnebre asediaba la calle. Hacía retroceder a los coches de caballos y ladrar fuerte a los perros; detenía a los transeúntes. Maldita sea, era el momento, se repite José Vargas. Hace media hora, cuando la sonrisa temblona de Fuentes le mostraba sus dientes sobrepuestos, también sabía que era el momento y lo único que hizo fue arrullarse en la posibilidad, en el tenso gusto y en su nombre, Julia, Julia, repetía a la vez que ella se estiraba sobre las rodillas y estampaba un beso largo y húmedo en su frente. Lo taladró como una bala tierna y le estalló en el cerebro, volviéndolo líquido. Julia, sí, le dijo Fuentes al entrecejo de José Vargas, tú José, y el momento se esfumó. Los ojos saltones de la novicia revolotearon por el rostro de José Vargas y por la calle. Ya estarán preguntando por mí, dijo. En paz por la decepción Vargas dijo sí, y con la clara conciencia de que la oportunidad había pasado y de que ya no tenía nada que perder, fue cobarde y le besó ruidosamente las manos. Fuentes gimió y las retiró, y se fue trotando de alegría.

      Los mendigos comen huevos cocidos y pan duro. A la pedigüeña se le ha caído el bocado al suelo cuando decía dios se lo pague. Recoge el pedazo, le sacude la tierra y se lo mete otra vez en la boca. La moneda está caliente porque Diego Lasso la llevaba en el bolsillo interior del chaleco y la mujer, al guardarla también en el costado, siente alivio. Es como una pequeña brasa. Los reales de José Vargas están fríos porque están prácticamente intactos. Desde que Diego Lasso le diera la bolsa la noche anterior ha permanecido atada a su cintura, traqueteando como una alforja. Sólo los sacó por la mañana para comprar una botella de marrasquino, y a media tarde, cuando fue a pagarle la mensualidad a la casera.

      Subió los dos pisos y esperó unos segundos antes de llamar. Reconoció el lloriqueo del niño que grita mensualidad entre el de los demás hermanos. El dinero pesaba en la bolsa y en su cabeza, en sus músculos y en sus párpados. Le hacía moverse lenta y gravemente, el suelo tiraba de sus articulaciones como sedal. Lo invadió un sopor dulce porque había almorzado dos veces, una en casa de Arnaldo Cuesta y otra con Mateo Arruchi.

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