Terroristas modernos. Cristina Morales

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Terroristas modernos - Cristina Morales Candaya Narrativa

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artillería, y pondrán en medio al rey y lo conducirán al palacio para que jure la constitución. Habrá un abogado de los Reales Consejos que levantará acta, y nada más la firme el rey se oirá por todo Madrid la voz de viva la constitución, y lo mismo en el resto de las provincias. Vargas mantiene un ritmo automático de llevarse a la boca pequeños pedazos de comida y masticarlos pausadamente, y la cicatriz que le atraviesa los labios se frunce y se estira mientras come. Lasso dice no faltarán armas ni caballos. No hay peligro. Esta vez funcionará. Hay una sociedad, hay un código. ¿Masones?, preguntan Vicente Plaza y José Vargas, y ahí encontrará Lasso la cuarta señal de comunión equilátera, pero no le hace la ilusión de la tercera. El triángulo, responde Lasso. Cada conjurado sólo conoce a tres personas de toda la trama: a su inmediato superior y a dos de un orden inferior. Es decir, explica Lasso, y levanta el índice de la mano derecha: Yo soy tu superior porque te he elegido a ti. Y levantando el índice y el corazón de la otra mano: Y ahora tú debes elegir dos conjurados más, que serán tus subordinados. ¿Que tú vas a ser mi superior?, dice Plaza, y su pregunta revuelve los dedos indicadores de Lasso. No exactamente superior, responde. Yo sólo te daré las órdenes que a mí me transmitan otros. ¿Que tú me vas a dar órdenes a mí, niñato? Lasso se acaricia el peinado por la nuca y exclama no no no, no has entendido bien. Se acerca, coge la pistola y la pone en el centro de la mesa. Dice yo soy la pistola y levanta las cejas interrogando a Plaza, que asiente poco convencido. Coge el cuchillo, lo pone al lado de la pistola y dice tú eres el cuchillo. Arrastra la bolsa hasta situarla a la misma distancia del cuchillo y la pistola y vocaliza la bolsa es otra persona. Pues estas tres personas forman un grupo de tres, un triángulo, ¿ves? Veo, masca Plaza. Bien, pues… Lasso echa un vistazo por la habitación, buscando algo. Resuelve quitarse los guantes y los coloca frente al cuchillo. El cuchillo soy yo, afirma Plaza conforme Lasso se acerca. ¡Eso es!, le felicita, y estos dos guantes son tus dos subordinados. Así los dos guantes y el cuchillo forman otro triángulo. Vicente Plaza observa los objetos en silencio y al fin pregunta quién es la bolsa. Es mi otro subordinado, le aclara Lasso. Ah, reacciona Plaza abandonando la contemplación, de manera que yo soy uno de tus subordinados, ¿no? ¡Eso es!, se entusiasma Lasso, pero rectifica al ver el reproche en la cara de Plaza, quien se explica a sí mismo en voz alta: Vamos a ver. Tú has elegido al cuchillo, que soy yo, y a la bolsa, entonces la bolsa y yo somos ángulos tuyos. Exactamente Vicente. ¿Y quién es tu otro ángulo? Vuelve a envararse en la espalda de Lasso el discurso aprendido: No puedes saber quién es. No puedes conocerlo ni él tampoco te conoce a ti. Es para guardar el secreto de la conspiración. Si cada uno sólo conoce a su ángulo superior y a sus dos ángulos inferiores, sólo podría delatarlos a ellos, ni aunque lo sometieran a tormento podría delatar más que a tres personas. Los demás conjurados seguirían en la sombra y la trama sobreviviría, y el vacío dejado por el triángulo caído se podría suplir nombrándose nuevos ángulos. Hace una pausa, y como si le sacaran la vara antes insertada deja el peso sobre una sola pierna, cruza la otra por delante, bebe de la copa de Plaza y concluye es infalible.

      A José Vargas le expone el asunto sin ejemplos y sin moverse de la silla porque para medianoche Diego Lasso siente que sabe hacerlo, que es el caballero con honor que vio en él Richart, y poco a poco va sacando el orgullo. No le pregunta a José Vargas si entiende, aunque tampoco José Vargas duda. Come y escucha, asiente a veces. Nota Lasso que lo comprende todo porque al final dice muy bien, señor Lasso, sólo dígame si los ángulos que yo elija tienen que reunir algún requisito, y le incomoda un poco comprobar que comparte inteligencia con un analfabeto. Que sean intrépidos, responde Lasso. Que necesiten el dinero, apostilla Vargas. De los cuatrocientos reales que le doy, usted debe emplear lo suficiente para hacerse con la confianza plena de sus dos ángulos por separado, y les anuncia que recibirán más de aquí a dos días, cuando volvamos a entrevistarnos usted y yo, cuando le dé una nueva suma, dice Lasso ya dando órdenes, y lo mismo le dice a Plaza pero evitando ser imperativo. Total, pollo, resuelve Plaza: que me vas a dar órdenes. Y dinero, responde Lasso: no hay lo uno sin lo otro. Y quién les da las órdenes a todos, quién está en la cabeza. No lo sé, porque de superiores sólo conozco a mi ángulo, pero yo deduzco que hay gente del mismísimo palacio. No hay que temer si nos hacen presos porque hay muchos agarres para que nos suelten y nos socorran. Hay dinero para todo. José Vargas coge el último taco de jamón y su pañuelo, y a la par que come se lo anuda y dice ¿me deja preguntarle una cosa? Cómo no. Por qué me escoge usted a mí. Lasso, al haber concluido el trabajo encomendado, al sentirse liberado piensa esto es el liberalismo, soy un liberal, y es sincero sin transiciones. Me lo recomendaron a usted por sanguinario. José Vargas sonríe como la mujer que se esfuerza en no sonreír cuando la piropean por la calle. Pues si no tiene usted nada más que decirme, dice con un regusto coqueto, me marcho. Nada más, responde Lasso levantándose y tendiéndole una mano. Vargas apenas aprieta. Se gira en dirección a la puerta, espera a que Diego Lasso le abra, se dicen gracias y salen. ¿Sale usted también?, se interesa Vargas. No, es que la puerta de la calle hay que abrirla y cerrarla. Ah. No hay portero en esta casa, dice Lasso. ¿Y en la suya?, añadiría en una salvaje fantasía de insolencia que consistiría en humillar la falta de hogar de un mendigo, que lo asemejaría a Vicente Plaza ahora que Lasso se sabe líder, pero apelando a su recién estrenada autoridad, se censura. En la mía tampoco, responde Vargas sin dar más explicaciones y sin necesidad de que Lasso sea insolente, dejándolo por ello íntimamente sonrojado.

      Está bien, Dieguito, están bien los pronunciamientos. No me pierdo yo a Fernando jurando la Pepa mientras monta a la Pepa, y en ese momento recuerda que tiene a una mujer encerrada en casa, lo lee en su cabeza: una mujer encerrada en casa y cincuenta duros cerca del rabo. Coge la bolsa, el cuchillo y la pelliza, dice muy rico todo y baja las escaleras de dos en dos. Diego Lasso está contento. Enjuaga la copa y prepara un nuevo plato de jamón y queso para cuando lleve a José Vargas a medianoche.

      8

      En cuclillas y con la boca goteando sangre en el regazo, Castillejos le ofrece a Plaza la toalla que tenía puesta a secar al lado de la chimenea. La pulsación de la herida la seda. Sin apenas fuerzas ha ido de la cocina al salón y se ha agachado, mirándose la suave percusión de lunares de sangre que se expanden en el vestido. La toalla se desparrama por la mano floja, la mano se apoya en el codo débil, el codo en muslo y Castillejos dice tome, capitán, con su amabilidad instintiva.

      Vicente Plaza saca una botella de anís y se rocía la cabeza. Le escuece en más puntos de los que le duelen. Coge la toalla, se seca y deja el anís junto a Castillejos. Va a su cuarto y llena una palangana. Se enjuaga el pelo y se lava, moja una esquina de la toalla y se la pasa por las axilas y el cuello. Descansa en la jofaina, reposa la toalla en la nuca. Oye, llama a Castillejos. Ven a limpiarte. Está más adormecida porque le ha llegado como un himno de paz el sonido del agua acompañado de los suspiros y las exclamaciones de alivio de Vicente Plaza, por eso y porque empieza a perder mucha sangre. Eh, insiste Plaza. Regresa él a la cocina y al agacharse a su lado se marea un poco, las brechas de la cabeza le bullen. Se asoma por el hueco que forma el tronco doblado de Castillejos y le busca la mirada, y encuentra los ojos cerrados y la cara pálida. Le aprieta las mejillas con una mano y la zarandea eh, eh. El cuello de Castillejos cede y las rodillas dejan de sostenerse, golpean el suelo. Vicente Plaza la agarra por la cintura, se quita la toalla del hombro y le limpia la boca, restregándole la sangre, y descubre el labio superior abierto. Le echa la cabeza hacia atrás, coge la botella y le derrama en la boca un chorro cristalino. Catalina Castillejos espabila y tose en la cara de Vicente Plaza, gime roncamente y deja caer en el vestido una baba de sangre y anís. Las roturas de la piel refulgen al contacto con el alcohol y se define una veta ancha y curva desde más arriba de la boca. Vicente Plaza empapa de anís la toalla y la posa sobre la herida de ella, que se queja ahogadamente, le arde el tabique nasal y le pica la garganta. Ahora ve Plaza a Castillejos. Ve los ojos verdes y las intensas ojeras, ve la frente ancha, la nariz algo combada, las cejas despeinadas, la calidad del hilo de su vestido que trasluce la puntilla de las enaguas. La respiración de Castillejos va calmándose y sus pupilas dejan de vagar. Se detienen en las suyas. Vicente Plaza retira la toalla y susurra estás mejor. Castillejos responde mejor, mejor, tosiendo entremedias, con cara de asco porque le ha vuelto el sabor a sangre y anís. Toma, escupe, y le

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