Terroristas modernos. Cristina Morales

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Terroristas modernos - Cristina Morales Candaya Narrativa

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Se miraron y se rieron y las monedas tañeron un poco.

      A mí no es que el tiempo me moleste, dijo Domingo Torres. Más bien me distrae. Pienso que para mañana tengo que escribir un artículo para la Gaceta, un cuento y un poema para Las Amenidades Literarias y sólo veo los minutos que faltan para que llegue mañana, sólo veo las horas y calculo si en las horas cabrán el artículo, el cuento y el poema. Con la distracción del tiempo nunca me da tiempo a terminar las cosas. Había aplastado la colilla en una esquina de la mesa y ahora se estaba terminando de bajar los calzones sin levantarse del asiento. Juan Antonio Yandiola introdujo el dedo índice en el aro hueco de las gafas y lo hizo girar. El dinero estaba contra la carne. ¿Has dicho que eran las seis?, preguntó. Ya serán cerca de las siete, respondió Domingo Torres. Un artículo cabe en cuarenta minutos, añadió. ¿No tienes frío así, en paños?, le preguntó Yandiola. Sí, bueno. Tengo trabajo. Así no me quedo dormido.

      Juan Antonio Yandiola esperaba el momento para escurrir la talega en la manta, hacerla un ovillo, desplazarla al gabán e irse. La experiencia de la prisa se le hizo rara, lejanísima. Se entretuvo en desenredarse la melena con los dedos. Pensó en una barbería limpia. ¿Va a ser un cuento de fábula o realista?, preguntó, y acompañó la pausa de Torres. Será fabulado, respondió al fin. Artemisa se enamorará de un león y decidirá no matarlo. Algo así. El león luego cazará al cervatillo que ella acechaba. ¿Yacerán Artemisa y el león?, preguntó Yandiola. Torres se pausó de nuevo, respondió al cabo: No lo había pensado pero me gusta. Yacerá con el león y el león será Zeus, padre de Artemisa, transformado. Le dará un toque edípico. La voz de Domingo Torres es fresca, sutilmente femenina. Supura las eses y acompaña la curva melódica dirigiendo la barbilla, agitando el largo flequillo, acelerando o alargando el parpadeo. Suena bien, dijo Yandiola. Domingo Torres se quitó la levita tirando de las mangas por detrás del respaldo de la silla. La dejó del revés pendiendo de los puños, arrastrando los faldones. Y a Artemisa le encantará y al león también. El mejor revolcón de sus vidas. De sus eternidades, sugirió Yandiola. Bueno, pues si quiero describir el mejor revolcón de la eternidad olímpica será mejor que empiece ya, dijo, y la determinación excitó a Yandiola. Aguardó la acción de Torres para dar paso a su acción. Todavía estaba Domingo Torres con los calzones en los tobillos y la levita en los puños, dispuesto a empezar, pero la orden se quedaba a medio camino entre su cerebro y sus músculos, en la corteza de los huesos, hasta que tiritó, agitó los brazos, se terminó de desnudar y se quedó en camisa. Acercó la silla a la mesa y anunció: Un revolcón olímpico. Primera parte.

      Juan Antonio Yandiola se dio unos segundos y entonces lo hizo. Se pegó a un lado del sillón y contuvo la bolsa de dinero. Estiró la manta hasta cubrir la talega, la arrugó y la estrujó con las dos manos, se apretó el gurruño al cuerpo y se levantó. De tener la cabeza reposada durante horas la negra melena se le había arremolinado por detrás y formaba un claro. La maraña se condensaba alrededor de la frente en rizos amplios y tiesos. Las raíces brillaban. Algunos pelos se habían quedado en el respaldo del asiento y otros pendían del camisón. Depositó la manta en la cama, abrió el arcón y bostezó de mentira. Dijo ¿y cuál va a ser la moraleja de la historia? También de mentira rebuscó entre sus chorreras. Torres habló flojo, sin interrumpir la escritura. Una apología del incesto. Oh, dijo Yandiola extendiendo unas medias, unos calzones y una chaqueta en su regazo. También será una crítica a la figura paternal, ¡ah!, y una apología de las pasiones animales. Se debe joder como bestias, o con las bestias, ya veremos.

      Juan Antonio Yandiola vio que ninguna de las dos chorreras estaba limpia y le estimuló pensar que en vez de lavarlas compraría nuevas. Se dejó la carta dentro de los calzoncillos, se puso el pantalón y dijo Artemisa siempre a cuatro patas, ¿no? Cómo no, respondió Torres al cabo, cuando terminaba una línea. Y el león le hace cosquillitas con la garra muy sensiblemente. Puso la palma de la mano hacia arriba y movió frenético el dedo corazón. Lo que no sé es si ponerme con metáforas de las cuatro patas del tipo… Levantó la vista del papel y leyó: Una mesa de roble agitada por una salvia que le devuelve la condición arbólea. ¿Sales a la calle? Yandiola daba vueltas a un pañuelo en torno al cuello y respondió sí, y se lo ponía mal a propósito esperando que Domingo Torres bajara la cabeza para trasladar la talega ahora de la manta al abrigo. Sí, voy a cenar algo, respondió Yandiola. Pues que no sé si metáfora o elipsis. La polla peluda del león abría la carne rosada de Artemisa. Domingo Torres garabateó en una esquina del papel un león que mostraba los dientes, con el pene erecto. A su lado dibujó una mujer con un manchurrón negro entre las piernas y con cara de espanto. Quizás debiera follarme a mi madre para comprender el verdadero alcance de la historia, y dibujó unas gotas cayendo del manchurrón. Yo también voy a tener que follarme a tu madre para comprender el alcance, sí, dijo Yandiola. Hombre, lo ideal sería que tú te follaras a la tuya… ah, no, que es una apología del incesto, no de la necrofilia, dijo Torres mojando la pluma, y alargó el pene del león hasta situarlo debajo de las gotas de la mujer. Yandiola pensó en mandar a un mensajero hasta Vizcaya con el solo encargo de ponerle flores a su madre, entusiasmado ante la posibilidad del derroche. Pues sí, vas a tener que follarte a la mía, concluyó Torres.

      El cervatillo representa la honra perdida. El padre, siempre preocupado por preservar la honra de la hija, es quien la deshonra. Torres se aceleraba por el rodar del razonamiento. La sobreprotección doméstica hacia la hija conlleva la desprotección en los extramuros familiarno dejan a la catalana que se case contigo, lo interrumpió Yandiola. No, aseveró Torres, pero bueno. Tampoco son tan ricos. El padre es un servil ignorante. Dice que ni editor ni poeta ni periodista son oficios ningunos. José Antonio Yandiola estiró los dos bucles del lazo y lo oreó. Se sentó en la cama girado hacia la manta, de espaldas a Domingo Torres, y asintió ahí lleva razón el viejo. Torres volvió al papel y también asintió y dijo sí, en realidad tiene razón. Ser diputado de cortes en una monarquía absoluta es lo que da dinero hoy en día, y en el trascurso de esa frase Yandiola concluyó la operación. Se levantó pertrechado, con ganas ahora sí de demorarse. Pensó en la estufa que tenía en su anterior casa, en su panza rayada, en el pequeño infierno de su interior. ¿Sabes?, dijo. Voy a comprar una estufa. Domingo Torres arqueó las cejas mientras escribía. Tengo algo de dinero ahorrado y, bueno, tú compraste los colchones. Ya he comprado yo una estufa, dijo Torres. Mañana nos la traen. Es que pesaba mucho para cargarla yo solo. Juan Antonio Yandiola terminó de abotonarse el abrigo y susurró ah. Yo también tenía algo ahorrado, añadió Torres. También he comprado un poco de carne y de vino, por si no tienes ganas de salir a la calle con este mal tiempo. Está en mi bolsa. ¿Carne?, preguntó Yandiola. Para celebrar el año de malvivir que llevamos aquí juntos, respondió Torres. Juan Antonio Yandiola se sintió sospechoso, descubierto. Se vio a sí mismo de pie y desgarbado. Bueno. Me hace falta… dijo, y se obligó a necesitar algo, a encapricharse por algo, y volvió a experimentar el vértigo de viejo. Me hace falta un reloj. Para que luego digáis que no tengo oficio ni beneficio, exclamó Torres, y añadió cierra por fuera, no tengo ganas de levantarme.

      6

      El hijo de la casera se puso en la puerta de José Vargas a la hora de la siesta y empezó a gritar don José, la mensualidad, don José, la mensualidad, don José, la mensualidad, la mensualidad la mensualidad mensualidad mensualidad. Los vecinos se asomaron y comentaron lo gentuza que eran la casera o el Vargas o los dos, el poco respeto por los demás. El niño cogía aire y repetía. Al cabo de cinco minutos se cansó y se fue a su casa, y su madre le dio un bollo. Al día siguiente a la misma hora el niño regresó a la puerta de José Vargas y gritó de nuevo. Al asomarse los vecinos, los niños aprovecharon y salieron corriendo. Unos bajaron y otros subieron las escaleras para encontrarse en el rellano donde estaba el hijo de la casera y se pusieron a gritar con él mensualidad don José mensualidad. Hicieron competiciones de a ver quién aguantaba más o quién lo decía más rápido o más alto, jugaron a decirlo más grave y más agudo, y a la vez zapateaban en el suelo y golpeaban la puerta. Los vecinos se unieron al griterío llamando a sus hijos y maldiciendo a su madre y al niño de Satanás, al moroso, a la lluvia, al frío y a los franceses. Dentro, José Vargas se tapaba los oídos. Las madres

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