Terroristas modernos. Cristina Morales

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Terroristas modernos - Cristina Morales Candaya Narrativa

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la cabeza a Yandiola: Pero si yo no estuve en las Cortes Constituyentes.

      Pero por grande que sea la desdicha del emigrado, poco tiene que envidiarle en lo que a penalidades se refiere a la desdicha del que no puede emigrar. El señor Renovales me informa de que su familia de usted quedó bastante mal parada tras la guerra, me describe su precaria tesitura, no lejos de la que él mismo sufre. Madrid ha dejado de ser la capital

      ¿Renovales de Arcentales, Renovales de Arcentales…?, se inquirió, sin ver una cara, Yandiola.

      imperial que era para convertirse en un barrizal hediondo. ¡Con cuánto pesar he de dar la razón a los viajeros europeos cuando, a la vuelta de sus andanzas, comentan en los salones que España es el norte de África! En esos momentos la sangre me hierve, precisamente, como la de un abencerraje, y me entran ganas de responderles que quienes destrozaron nuestras iglesias, nuestros

      El trescientos treinta y nueve, no el dos, caray, pensó Yandiola. El que yo informé fue el trescientos treinta y nueve. El pensamiento se le sembró en los labios y habló: Nadie se acuerda del artículo trescientos treinta y nueve.

      jardines, nuestros conventos, nuestros mercados, nuestras escuelas, nuestros cuarteles, nuestros caminos y nuestros puentes fueron los franceses, quienes echaron sal en nuestros campos fueron los franceses, quienes envenenaron nuestros ganados y nuestras fuentes fueron los franceses. Y he aquí la miseria del exiliado, señor Yandiola, y es que uno tiene que callarse las verdades porque está de prestado, porque nunca sabe si su anfitrión es adicto a los Bonaparte o a los Borbones, porque nunca se sabe quién es de fiar y quién espía, y espía de qué facción, y lo que es más importante: porque nunca sabe uno si ha matado al hijo o al hermano o al padre o al nieto o al sobrino del francés con el que está hablando.

      No dejaba de sorprenderme en los primeros tiempos de mi emigración que el gobierno de Luis XVIII tratase con mucha más consideración a los afrancesados, seguidores de las usurpaciones de Napoleón y su familia contra la casa de los Borbones en todos los reinos que ocupaba en Europa, que a los que habíamos peleado a favor de ella y contra las usurpaciones de los Bonaparte. Y por otra parte, franceses hay también, y de alta categoría, que me aseguran que varios de los afrancesados españoles se prostituyen para Luis XVIII y para Fernando VII, haciéndose pasar por constitucionales, para espiar y delatar todo cuanto averiguan en materia de nuestras relaciones a un lado y a otro de los Pirineos.

      Y en esas estamos, señor Yandiola: usted de un lado de los Pirineos y yo del otro, así como mi sobrino, como el brigadier Renovales, como el Conde de Toreno, como Blanco White, como Calatrava y Quintana y Martínez de la Rosa, como Argüelles y O´Donnell, y tantos y tantos otros héroes de la patria, renombrados o anónimos, estando bajo el amargor del exilio o bajo la opresión del ingrato Fernando, debemos figurar entre los grandes hombres de la Revolución. Pero eso sólo se hará visible para la Historia si es usted capaz de sacar de su pecho un último impulso de valor y audacia y unirse a la conspiración que desde nuestros bastiones en las capitales del exilio y en Madrid se está planeando para restablecer la Constitución, remover los parásitos del Gobierno y constituir uno mejor, de hombres más elevados. Me proponen a mí entre esos hombres, y aunque creo que soy el menos idóneo y que mis carencias son tan grandes como las de cualquier español nacido en estos tiempos, me congratularé en prestar mis humildes habilidades para servir al destino de la nave hispánica, si bien ese destino ya está marcado desde 1812 y es imparable.

      No le quepa duda que, si nuestra empresa llega a buen puerto, otro de esos nuevos gobernantes será usted. Se me asegura, y yo no lo niego, que es usted de espíritu armonioso y de una sensibilidad en asuntos de Estado comparables a los de un Pericles o un Cicerón, y eso es algo raro en este siglo que, a su corta edad, ya ha sido sometido a sátrapas y a lobos con piel de cordero que abundan en las naciones que se llaman democráticas. No es de extrañar, por tanto, que llegado a sus dieciséis años, el siglo diecinueve estalle en una voluptuosa y rebelde adolescencia, como el joven que ha sido maltratado por sus padres en la infancia y en cuanto alcanza raciocinio suficiente se rebela contra ellos, abandona el hogar y marcha en busca de los placeres que la vida le negó. Esas admirables ansias de libertad necesitan, no obstante, de unos buenos tutores que las encarrilen, porque si algo podemos decir en descargo de los franceses es que nos han enseñado que la fuerza de la libertad es tan grande que puede acabar con ella misma.

      Imagino que ya habrá abierto usted la talega que junto a esta misiva le adjunto. Van mil reales que ya son suyos, sin empréstitos ni más condiciones que la condición de liberal, patriota y mártir de la causa que honrosamente a usted me relaciona. Son suyos se una a los planes o no, pero se multiplicarán por tres en un plazo breve si se une. Así pues, si considera usted positivamente la propuesta que le hago, diga a mi emisario “sí” cuando termine de leer esta carta y él le dará una segunda.

      Llegados a este punto de mi narración me aventuro a leerle el pensamiento: no es de extrañar que usted dude de la autenticidad de mis palabras y de la propia identidad del que las escribe. Habrá pensado que esto bien puede ser una trampa que le tiende el Ministerio de Gracia y Justicia para obtener pruebas y acusarlo. Cómo me gustaría no comprender sus recelos, señor mío, pero los comprendo porque yo mismo los padezco de continuo. ¿Qué puedo decirle, amigo mío, para que confíe? Mire cómo pinta mi emisario, mire sus botas, sus ojeras, después de haber cabalgado de París a Madrid habiendo parado sólo dos noches en todo el camino. Pregúntele algo y comprobará que es alemán de Suiza. ¿Cree usted que Fernando puede tener algún suizo a sus servicios? ¿Cree usted que algún suizo va a Madrid si no es para dilapidar sus buenos francos en nuestras pobres tabernas, con nuestras pobres mujeres? Pero sobre todo, ¿cree que las arcas públicas tienen dinero para tenderle una trampa tan cara? ¿Y cree usted que la Corte hace negocios en reales, no ya de plata y de oro, como los que yo le mando, sino de vellón siquiera? Usted como hacendista

      Un hacendista, eso es, un hacendista es el único que puede proponer el artículo trescientos treinta y nueve.

      lo sabe mejor que nadie: la Corona es la primera que está traficando con los napoleones que nos dejaron los franceses, es la primera que quita de la circulación los reales, es la principal especuladora. ¡Apuesto que ni Alagón, ni Elío, ni Macanaz cobran su sueldo en reales, y se tienen que aguantar con Napoleón en los bolsillos por la avaricia de su deseado Fernando! Usted sabe mejor que yo que actualmente sólo hay numerario español en las colonias, y de ahí precisamente nos llega. Tenemos en Lima muchos adeptos a nuestro partido. No se me ocurren más avales, señor, para ganar su confianza.

      Yandiola asiente con flemática resignación: Desde luego que no le compensa al contable del absolutismo ponerme a mí una trampa tan cara.

      Para terminar le ruego que no se demore mucho en tomar una decisión, dos días a lo sumo, ya que el tiempo apremia y el emisario sólo lleva dinero para pasar dos noches en la villa. No tema por el aprecio y las nóminas que de usted hago si al final resuelve negativamente, porque estoy seguro de que sus buenas razones tendrá, si bien me entristecería porque no encontraré en todo Madrid aliado mejor preparado que usted y, además, porque si yo gozara del triunfo de esta trama y no lo hiciera usted habiendo tenido la oportunidad, no me perdonaría jamás a mí mismo no haber sido lo suficientemente persuasivo.

      Reciba los respetos y los mejores deseos de

      Francisco Espoz y Mina

      Se quitó las lentes, se frotó los ojos, parpadeó con toda la cara y dio un sí afónico. Juan Antonio Yandiola y el emisario estaban frente a frente en el umbral de la puerta. El emisario extrajo del zurrón otra carta con olor a cuero. Aún cerrada Yandiola la levantó por encima de la cabeza para ponerla al trasluz, se la acercó y alejó varias veces calibrando la distancia apropiada para su miopía. Observó el dibujo del lacre, lo memorizó y lo rompió. Un papel el doble de largo que el anterior se desplegó como un biombo. Yandiola se puso las lentes y el emisario resopló.

      Me

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