Terroristas modernos. Cristina Morales

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Terroristas modernos - Cristina Morales Candaya Narrativa

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para cogerlo y abrazarlo y romper a llorar, alguien llama a la puerta. Duda si es Vicente Plaza golpeando alguna puerta interior de la casa, pidiendo permiso para pasar, o si es alguien desde fuera. Llaman de nuevo, más fuerte y con más insistencia y su voz acompaña a los nudillos: Vicente, soy yo. Castillejos intenta apretarse los cordones del corsé agitándose como si quisiera echar a volar, pero sólo consigue darse pellizcos en la espalda. También se quiere poner las medias y recoger sus cosas, todo al mismo tiempo, y en eso tropieza con la silla y con el fuelle de la chimenea. Te estoy oyendo, sal, dicen desde el otro lado, y sube el volumen. ¡Mi capitán, son más de las diez! Castillejos congela la mirada en el recodo por donde se metió anoche Vicente Plaza y espera que salga y no se acuerde de ella y la eche. ¡Vicente, joder!, dicen, y golpean con el puño. ¡Vicente! Ya voy, joder, ya voy, responde Plaza desde su habitación. Castillejos se pega a la pared y se abraza al corpiño abierto. Plaza camina con los hombros ligeramente hacia atrás, lleva el torso desnudo y se está colocando una navaja oxidada dentro del fajín, y no repara en Catalina Castillejos. Ya voy, hostias. Descorre los dos cerrojos y al darse la vuelta la ve. Dice ah, tú, y vuelve a su habitación.

      Diego Lasso entra y Castillejos hunde de inmediato la barbilla. Lasso echa uno de los dos cerrojos y le habla a Plaza desde el salón. ¿Desde cuándo te traes las furcias a casa? Desde que no me da la gana pagarle al Cosme un cuartucho para una chupadita. Al oírlo se le agudiza el frío a Castillejos, como si Vicente Plaza le estuviera acariciando la nuca con la navaja. Se relame los labios, succiona dentro de la boca y pasea la lengua por el paladar buscando un sabor ajeno o una pista, pero traga saliva y sólo se cerciora del dolor de garganta. Date prisa. Ya sabes cómo se pone Preciados los sábados por la mañana. No me gusta estar fuera de casa con tanta gente merodeando. Vicente Plaza se pasea por la habitación remetiéndose la camisa, canturrea. ¡Que te des prisa! Tu puta madre, Dieguito. Contento tienes que estar de esperarme a mí un sábado. Se da el visto bueno en el espejo y va al salón, sobrepasa a Lasso y se balancea hasta Castillejos. Apestas, Vicente. Pues cómprame perfume francés, gilipollas. ¿A que a ti no te parece que apeste? ¡Dilo alto que se entere el teniente de húsares de Castilla la Vieja! No señor no apesta usted, dice Castillejos con una sola bocanada de aire. ¿Ves? Una dama de esta categoría no se habría dignado a venirse conmigo si no oliera a rosas. Vicente, vamos, dice Lasso, y Vicente Plaza pone un pie detrás de otro, dobla las rodillas, ladea la cabeza y exclama en falsete a sus órdenes, mi teniente. Así se queda y explica así se saluda cuando uno huele a rosas y continúa niña, qué modales son esos, saluda al teniente Lasso que nos honra con su levita deshilachada y sus botas de suela de esparto. Castillejos se separa de la pared, se queda un paso por detrás de Vicente Plaza y saluda. Ahí no van las manos, guapa, le indica, de qué corte de Napoleón te has escapado. Plaza se yergue y descubre los cordones embrollados en la espalda de Castillejos. Señor es que se me cae el corsé si estiro los brazos. Plaza declama ¡oh! ¡La dama necesita ayuda para vestirse! ¡Haga el favor, don Diego, de prestarnos su doncella! Diego Lasso chista una sonrisa y dice vamos tarde. Plaza desliza un dedo por la espalda desnuda y sale. ¿Ahí la vas a dejar?, pregunta Lasso. Total, si lo único que puede robar es leche, responde Plaza. Castillejos escucha la cerradura tragándose los pestillos, suelta el aire y deja caer los brazos.

      5

      Domingo Torres no hizo ruido al entrar salvo el crujir de la madera, pero el crujir de la madera forma parte del silencio de estas casas. Soltó una montaña de papeles en la mesa, los de arriba estaban ondulados y sus letras borrosas por la lluvia. Buscó el tabaco alrededor de Yandiola y Yandiola dio un espasmo de dormido. Al moverse, las gafas y la caja de tabaco cayeron al suelo. La línea de fractura que ya asomaba por una de las lentes se alargó hasta chocarse con la montura y el cristal se desprendió en los dedos de Domingo Torres. Intentó encajarlo ejerciendo una leve presión, imprimió huellas dactilares de tinta en el cristal. Mejor no limpiarlo, pensó. Sujetó las circunferencias con las dos manos y las posó en la mesilla. Se llevó la palmatoria y el tabaco a la mesa, acercó la silla y se sentó de espaldas a Yandiola. Se quitó las botas y las medias y se agarró los pies desnudos, cruzó los dedos de las manos con los dedos de los pies. La levita le tiraba de las mangas y el pantalón de la entrepierna, y los ronquidos de Yandiola lo arrullaban.

      Al aflojarse el corbatín las manos frías le dieron frío y las resguardó entre la camisa y el cuello. Se acercó la vela y cogió el primer papel del montón. Sacó del bolsillo del chaleco el frasco de tinta que traía de la imprenta, sacó un pañuelo y desenvolvió la plumilla, le echó vaho y la frotó. La dirigió al tintero como un tenedor al plato, con apetito, y al introducirla chocó con la tinta helada, como si el tenedor encontrara el plato vacío. Domingo Torres insistió con unos golpecitos, se aproximó al vidrio y lo agitó en el aire. Acercó el bote a la llama y lo balanceó hasta que la tinta acompañó al movimiento. Realizó la operación con un gozo audaz e íntimo. Pensó se congela porque es tinta buena. Las cosas delicadas se congelan. Mojó la pluma y escribió en los márgenes de la hoja: las cosas delicadas se congelan. Se congelan las simientes bajo tierra, se congelan las mariposas despistadas, se congelan los salarios de los militares. Lanzó lejos el bucle de la ese. Separó la pluma del papel y la dejó apuntando al techo. El gesto le recordó el cigarro. A Domingo Torres le gusta escribir cuando tiene muchas ganas de fumar porque la ansiedad lo estimula. Dilata el deseo y escribe hasta que le tiembla el pulso. Ahora escribía así, con los primeros impulsos que le nacían del cogote y con la boca abierta, pisándose alternativamente los pies.

      Yandiola notó a Torres, se estiró y las monedas se chocaron debajo de sus nalgas. Se paralizó y farfulló ¿ya es de noche? Se palpó el cuerpo buscando los anteojos. Sólo está oscuro, apenas han dado las seis, respondió Torres. Yandiola los encontró junto a la ventana y al cogerlos la sección quebrada de la esfera se separó. No recordaba haberlos roto. Domingo Torres arrancó poco a poco la vista del papel, conforme terminaba una frase, hasta colocar la cabeza por encima del hombro para decir se te cayeron mientras dormías. Juan Antonio Yandiola se inquietó. Pensó que también se pudo caer la talega o la carta. Intenté arreglarlos, continuó Domingo Torres, perono importa, lo cortó Yandiola. Estos ya no me hacen nada. Repasó el filo del cristal roto con la vehemencia justa para no cortarse, los limpió con el extremo del camisón. A Juan Antonio Yandiola le gusta mirar la calle sin las gafas puestas. Las formas pierden su perfil, las personas son bultos sin sexo y sin posición, las luces se difuminan. Le sosiega ese mundo simplificado. Desde hace unas semanas no hace otra cosa. Se quita las gafas y mira.

      Pensaba quedarse quieto en la butaca hasta que Domingo Torres saliera o se acostara porque no quería volver a provocar el ruido de las monedas. Le picó la pierna y al ir a rascarse volvió a oírlas. Pensó qué barbaridad lo que suena el dinero y se aguantó el picor. Después de un rato le entró vértigo, una garra al final de la espalda, un temor de viejo. Retiró la mirada de la calle y formuló la sensación en su cabeza antes de decir vivo ocioso pero me sigue afectando el tiempo. Me molesta la división del tiempo que nos hemos inventado. Precisó me molesta la división humana del tiempo. Entonces, dijo Torres sin separase de la escritura, también te molesta el tiempo en sí mismo. El tiempo es una invención. Pues me molesta el tiempo, concluyó Yandiola. No es que no me guste envejecer o que no me gusten los horarios. No es que no me guste que el tiempo pase. Me molesta el tiempo en sí mismo. Me molestan los días, las horas, las estaciones. El movimiento de la Tierra me molesta. Dejó caer un brazo por encima del sillón y se mordió el pulgar de la otra mano. Tampoco es que no lo soporte, añadió. Simplemente me molesta. Domingo Torres apuró el resto violeta para escribir la fecha y rubricar, pero no quedó satisfecho. Empapó de nuevo la pluma, retintó los números y la firma, separó la silla de la mesa y se lanzó a por su cigarro. Dentro de la boca de Juan Antonio Yandiola, detrás, al borde de la garganta, se formaba una sonrisa. Confirmó que el mundo era poca cosa y quería celebrarlo. Dame, Domingo. Torres terminó de liar su cigarro y le voleó la caja del tabaco. Se desabrochó el rectángulo de los calzones y se resguardó la mano fría en los calientes genitales dormidos. Se sentó de medio lado hacia Yandiola y le dijo deberías titular ese libro que no estás escribiendo Revelaciones en Camisón. No lo estoy escribiendo porque no hace falta. Es un libro que se declama, es

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