Terroristas modernos. Cristina Morales

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Terroristas modernos - Cristina Morales Candaya Narrativa

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y saca, sujetándola por el cañón con dos dedos, una pistolita, y la deja cuidadosamente en el centro de la mesa, con el mismo estudiado gesto a mediodía y a medianoche. Plaza y Vargas sacan sus cuchillos. Plaza lo tira, Vargas se incorpora un poco y lo pone junto a la pistola. Plaza eructa y dice para enseñarme una pistola no me tienes que causar tanta molestia. Vargas se quita el pañuelo de la cabeza, se rasca y lo orea. Dice disculpe y Lasso le responde no se excuse. Está usted en su casa. Al mediodía Lasso está más nervioso que a medianoche y Plaza se lo dice: pasmarote, atontado, y al inquirirle más nervioso lo pone. Le pica la frase en los labios cuando está a punto de pronunciarla y entonces se la traga de nuevo y divaga no es mal sitio Madrid, cada vez tiene más vida, se empiezan a abrir comercios, y finalmente Fernando séptimo es un ingrato, hace una pausa y respira hondo. Lo dice de pie, con las manos sobre la mesa, ¡un ingrato!, y la golpea. Vargas mira los puños de Lasso, Plaza se balancea en la silla. Nosotros le hemos devuelto el trono y nos lo agradece relegándonos o pasándonos por garrote. Diego Lasso había ensayado el discurso frente al espejo: mirar a los ojos y no bajar la cara, le aconsejó Richart. ¡Un ingrato! Al repetirlo los ojos se le humedecen y el mentón le tiembla. Eso ya te lo he dicho yo mil veces, responde Plaza, ¿me puedo echar más vino? Yo no me meto en política, responde Vargas, a lo que Lasso responde usted combatió en la guerra como yo. Usted es un verdadero político. Un político de las villas y del campo, de los caminos, de los humildes. Usted ha hecho política para las viudas vengando la muerte de sus maridos, ha hecho política para los niños quitándose el bocado para alimentarlos, y lo mismo le dice a Plaza, pero tuteándolo, y este se atraganta con el vino de la carcajada que le entra. ¿Desde cuándo te juntas con poetas? ¡Militar y poeta como Garcilaso de la Vega! Desde ahora te llamas, en vez de Diego Lasso, Diego Garcilaso, ¡claro, lo llevas en el apellido!, y se ríe repitiendo Diego Garcilaso Diego Garcilaso.

      ¿Usted combatió?, le pregunta Vargas. ¿Dónde? Castilla la Vieja, responde Lasso. Teniente de húsares. En qué le puede servir un desgraciado sin oficio como yo a un teniente. Usted es un hombre de valor, José. Le cuesta mirar a los ojos pero recuerda a Richart diciendo míralos a los ojos. Levanta la cabeza hasta contactar con los ojos claros de José Vargas que lo interrogan o los opacos de Vicente Plaza que se burlan a la vez que Lasso dice, subiendo paulatinamente el volumen hasta hacerse redondo, focalizado, teatral, vamos a poner en planta la constitución. Ah, no, Dieguito, ninguno de los dos es un Porlier, le dice Plaza. A ti todavía te quedan seis años para morir con veintisiete, y yo ya hace ocho años que los pasé y perdí la oportunidad de ser mártir. Publicaremos la constitución que nos hará felices. José Vargas se apunta con la barbilla al pecho y dice señor Lasso, cómo me va a hacer feliz un libro si no sé leer. No hay que leerla para comprenderla, José. ¿Acaso hay que ser un doctor para comprender que la nación española eslibrindependiente y no es, no es…? Lasso tamborilea con las uñas en la madera. La vergüenza le calienta las mejillas igual a mediodía que a medianoche, pero a medianoche piensa cuanto más lo repito más se me olvida, e intenta recordar pellizcándose suavemente el entrecejo, hasta que exclama no es ni puede ser patrimonio de ninguna familia ni persona. José Vargas responde lo que yo comprendo, señor, es que mientras un servidor estaba en Hinojosa tirando rocas desde lo alto de una peña a un escuadrón de franceses, el diputado que escribió eso estaba exiliado cenando con los primos de los mismos franceses. Vicente Plaza se ha quedado en silencio, perplejo, y su respiración se define perfectamente entre el griterío que viene de fuera. Esa concentración reconforta a Lasso, que va a decirle sí, tú lo comprendes, y la mirada que Plaza le dirige es severa, a punto de devolver la hermandad, pero en lugar de eso, declama: En tanto que de rosa y dazucena se muestra la color en vuestro gesto, y que vuestro mirar ardiente, honesto, con clara luz la tempestad serena.

      La respuesta de José Vargas dibuja en Lasso una sonrisa apretada de pudor, y acto seguido va a la alacena y saca un plato de jamón y queso que perfuma el cuarto y sube la temperatura. Vicente Plaza se rellena la copa diciendo y en tanto quel cabello, quen la vena del oro sescogió, y Lasso no saca el plato de jamón y queso porque, se dice, es un maldito arrogante, por qué me tuvo que salvar la vida un maldito arrogante del que sin embargo admira su arrogancia, admira su pelliza de lana roída y de cordones deshilachados y de puños de astracán pelones, y piensa ese es el abrigo que quiero.

      Si proclamamos la constitución la vida cambiará. A Vicente Plaza le dice tú cobrarás tus haberes, y a José Vargas usted podrá ingresar en el ejército con el mismo rango que le otorgó el general Cuevas. Sargento primero, si no me equivoco. José Vargas cierra los ojos mientras mastica el jamón. Cuando lo traga sonríe y responde sargento primero, sí. O ascender incluso a teniente. Como usted. Sí, como yo. Usted ascendería entonces a capitán por lo menos, señor Lasso. Al oír eso, Lasso piensa capitán como Vicente Plaza, con su pelliza de lana azul y cuello y puños de astracán y cordones de oro, pelliza que Plaza se quita y tira al suelo porque el vino empieza a acalorarlo. Si yo cobrara mis haberes me tendrían que dar los sueldos desde noviembre de mil ochocientos trece hasta agosto de mil ochocientos catorce, que suman dos mil doscientos reales. Eso es, Vicente, asiente Lasso. No, eso no es, Diego: es dos mil doscientos reales, un ascenso a coronel sin pasar por teniente coronel, una docena de condecoraciones, una esposa y una hija. Ahora sí que saca Lasso el plato. De cualquier forma, dice José Vargas jugueteando con un dado de queso, yo siempre sería su subordinado, y se lo mete en la boca. Seremos amigos ante todo, José, responde Lasso con un aspaviento que casi apaga la vela. Pero usted no ha ido a buscarme porque necesite amigos, porque ni usted necesita amigos ni yo necesito rangos. Vicente Plaza coge aliento y el olor del queso y el vino le expande los poros de la nariz. Con la boca llena le dice a Lasso bien, mi querido Diego, ahora que eres literato y de los finos conocerás ese poema que dice para puta y en chancletas, mejor me quedo quieta. Sí, Vicente. Será en beneficio nuestro y de la patria, suelta Lasso la frase como el niño desganado al que le toman la lección, y Plaza sigue masticando y abre la boca para responder en beneficio nuestro y de la patria yo la invito a mi casa y nos la beneficiamos si ella quiere. Empezaremos por cuatrocientos reales, les dice a Vargas y a Plaza, y conforme se avance en la… el asunto, se corrige Lasso, porque no debe mentar la palabra conspiración hasta estar bien seguro de sus prosélitos. Conforme se avance subiremos a quinientos más. Además, cuando el golpe se haya estabilizado, se entregarán sesenta mil reales de recompensa a los más fieles. A ver los cuatrocientos, reclaman ambos con la misma premura: segunda señal de excelencia triangular. Diego Lasso saca del bolsillo interior de la levita una bolsa de cuero que deposita en la mesa, amortiguando el tintineo de las monedas. Vicente Plaza la menea al lado de la oreja. José Vargas tira del lazo y mira dentro. Si no consiente usted ahora, no puedo seguir hablando. A Vicente Plaza le dice bueno, qué. Sí, dicen ambos: tercera señal que descubrirá Lasso haciendo memoria en la cama, y por ser la tercera coincidencia se emocionará tanto que se levantará a orinar.

      Repara por primera vez en la cicatriz de la frente de José Vargas, que baja hasta la sien y que impregna de fatalidad todos sus gestos. En esa posición en la que está Lasso, cerca de la vela por la noche o frotándose los dedos por la mañana, susurra sorprenderemos al rey para que jure la constitución. Agravando el tono y deslizando su mirada de un ojo a otro de su interlocutor, no deja que ni Plaza ni Vargas lo interrumpan. Se entregarán armas y caballos a los oficiales de cuerpos francos, a cuyo frente estarán dos o tres generales, y se unirán muchas tropas. Hay que apoderarse de la guardia de escolta del rey, bien en una casa particular donde suele concurrir… y en ese instante no puede reprimir a Plaza: ¡En lo de Pepa la malagueña! ¡Shh!, le regaña Lasso. ¡Las paredes son de papel! Eso lo puedes decir en voz alta y sin secretos, que lo sabe todo el mundo. A su majestad la única Pepa que le gusta es Pepa la malagueña. ¡Sssh!, insiste Lasso brincando en la silla, pero le ha hecho gracia y ahora es él quien se reprime la sonrisa, lo blancos que son los dientes de Lasso, se sorprende Vargas, porque a medianoche Lasso recuerda el chiste y vuelve a reírse, pero tampoco se atreve a reproducirlo porque no quiere sustraerle seriedad al tema, porque tiene razón Vargas en que él no va buscando amigos sino compinches. Pepa tiene las gitanas más gustosas de Madrid, dice Plaza, y remata un día de estos te llevo.

      En una casa particular o bien en el paseo, retoma Lasso. Donde se decida nos reuniremos y cuando se ordene nos encontraremos con la partida de guardias de corps, que no van a ofrecer ninguna

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