Terroristas modernos. Cristina Morales

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Terroristas modernos - Cristina Morales Candaya Narrativa

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con el anís, para las heridas de dentro, dice Plaza, y le alcanza la botella. Castillejos se recoge el pelo detrás de las orejas, posa la abertura en el labio inferior y da un traguito, aprieta los ojos, tose de nuevo. No lo tragues, métete un buche largo pero no tragues, le dice Plaza. Espera, te traigo un cacharro, espera, y de un salto se levanta y trae del dormitorio la palangana donde flotan islotes de saliva y leche. Castillejos chupa la botella y estira el cuello. Con los ojos apretados agita el líquido dentro de la boca, un poco más, dice Plaza. Se le salen dos hilillos por los labios apretados, y dos lágrimas. Se vuelca sobre la vasija y escupe rosado y dulzón, salpicándose a ella y a Plaza, y regurgita. Venga, vomita, la anima. Con una mano le sujeta el barreño y con otra la melena, pesada de sudor y de algo de barro seco y de perfume que todavía emana. Desciende una flema temblorosa hasta sumergirse en el mejunje, y Castillejos eructa. ¿Ya? Agua, responde ella. Vicente Plaza suelta la palangana y la melena, se vuelve a levantar y trae un botijo. Le ayuda a beber sosteniendo la base e inclinándolo. Castillejos se aferra a las asas, se atrae el pitorro a la boca y engulle el agua sonoramente, se le derrama por el pecho y dirige el botijo y la mano de Plaza para que le moje la frente, la dirige de nuevo para seguir bebiendo. Ya, respira Castillejos con gozo de saciedad. Gracias. Su sonrisa está agotada pero alcanza a enseñar los dientes vueltos marrones, y brilla Castillejos empapada.

      Vicente Plaza se levanta y dice no tengo nada para comer. Ya lo sé, responde Castillejos, y también se levanta. Hace frío, dice Plaza, y ella asiente. Vamos a un café. No tengo dinero. Ya lo sé, responde Plaza, y Castillejos piensa en la mantilla que no encuentra en su baúl, pero no dice nada. Cámbiate y vamos a un café. Vicente Plaza recoge la toalla del suelo, engurruñada y apestosa, y dice en el dormitorio hay unos trapos. No son tan exquisitos como esto pero están limpios. Y una jarra de agua entera. La tiro, ¿no? ¿El qué?, pregunta Castillejos. La toalla, dice Plaza, ¿o quieres lavarla? No no, sí, si… ya de exquisita tiene poco. Castillejos coge el baúlte ayudo, pregunta Plaza, y ella se acuerda de la mantilla. Pesa poco, responde ella, y se mete en la habitación. Aunque retiene el chorro para que no se adivine lo que está haciendo, Vicente Plaza la oye orinar. El tintineo en la escupidera se extiende unos segundos largos y en su discurrir Vicente Plaza presencia el salón oscureciéndose y la tarde invernal recostándose como plomo sobre las casas. Aísla en el silencio las percusiones de la orina contra el recipiente y de los coches contra los adoquines, pero luego sólo la orina y luego sólo las bisagras del baúl, el trajín de las capas de ropa ajustándose al cuerpo de Castillejos, el cepillo rascando los nudos del pelo, su tos. Ve a su hija cuando creciera o a su esposa cuando se conocieron. Reconoce los gestos domésticos de una mujer: el roce de su trasiego, su gratitud hacia los muebles, el gesto altivo frente a la desatención. Enciende unas cuantas velas y se abotona hasta arriba la camisa. Tira la toalla de Castillejos por la ventana, se abrocha el dolmán y se pone la pelliza a un hombro. Pasa la mano por encima del pantalón y aprieta la bolsa de dinero. Espera de pie, atento, imaginándola. Castillejos abre la puerta y Plaza la reconoce: una mujer bonita. Vicente Plaza, capitán de húsares de Castilla la Vieja, visitador y comandante general de rentas, cesante, claro. Natural de Cebico de la Torre, Valladolid, que no me he presentado, dice, y reverencia escuetamente. Catalina Castillejos de Alhamar, dice Castillejos en una corta flexión de rodillas, y duda si añadir propietaria de doce hectáreas de olivos. Tasa las ventajas y los inconvenientes de su presentación. Propietaria de doce hectáreas de olivos, resuelve. Vicente Plaza acaba de descubrir su acento acatarrado y difícil. Mucho gusto. Igualmente. Castillejos se balancea en el sitio, poniéndose un poco de puntillas y rebotando en los talones. ¿Cómo se encuentra su labio? Ella se lo toca y reprime una mueca dolorida. Mejor, gracias. A Plaza lo asalta la culpa y mira a los lados para evitar la mirada de Castillejos, aunque esa mirada no contiene ni reproche ni abatimiento sino un destello ansioso. ¿Y usted? Mejor, mejor, responde. Me alegro, dice ella, que también siente vergüenza y por eso mira abajo, aunque tampoco hay insulto en la mirada de Plaza. Pero porque sus ojos se rehúyen tienen que masticar el remordimiento a la vez que los bizcochos, tiene Castillejos que censurarse la gracia que le hace que Plaza se rasque la cabeza y extraiga unos trocitos de cerámica diciendo es caspa rebelde, aunque no se reiría mucho porque le tiraría la raja del labio. Castillejos anda ocultándose la boca y Plaza siguiendo los movimientos del camarero, haciendo como que despioja el colbac y frotando su insignia. Castillejos rechaza la invitación de Plaza de pedir algo más y ante su negativa Plaza tampoco repite. Vuelven a casa temprano y hambrientos.

      Se empeña ella en limpiar el estropicio de la cocina a pesar de que Plaza le dice no, mujer, no importa, de verdad. Es verdad que no le importa porque a Vicente Plaza le disgusta su casa y se congratula de sus pequeños accidentes, contemplar cómo se arruina. Pero después de insistir Castillejos, ya remangándose el vestido, poniéndose de rodillas en el suelo y pidiendo un paño, Vicente Plaza experimenta la antigua tibieza de la servidumbre femenina. La deja limpiar y mientras tanto le prepara la cama de su habitación y vacía la escupidera por la ventana. Le enseña la estufa y le indica el carbón está casi todo quemado pero algo calentará. Plaza enciende la chimenea y da unos golpes a los cojines del canapé. Conforme se desviste va doblando las prendas del uniforme o extendiéndolas, sorprendido de reencontrarse con esa vieja costumbre.

      9

      Aunque viven entre dos iglesias y detrás tienen una parroquia, las tres parejas de campanas que llaman a misa de las doce no despiertan ni a Domingo Torres ni a Juan Antonio Yandiola. Cuando las campanadas se extinguen Torres empieza a roncar, y son los ronquidos lo que despierta a Yandiola. Se tapa la cabeza con la almohada, se pone de cara a la pared, luego chasquea insistentemente la lengua. Entra en una duermevela agotadora que hace suyos los golpes en la puerta. Sólo cuando se vuelven violentos se levanta con el corazón loco, y para hacer las dos varas que separan su cama de la puerta tiene que saltar por encima de los dos sillones nuevos y tiene que chocarse con las dos estufas nuevas. Domingo Torres da un espasmo de sueño profundo y sigue durmiendo.

      Un hombre apuesto y bien abrigado dice hola. La respiración abrumada de Yandiola responde buenos, días, perdón, no le, entretengo, más, y tiende la mano. ¿Mensaje, verdad?, añade. El hombre asiente y pregunta ¿es usted el señor don Domingo Torres? Yandiola recoge la mano tendida y se la mete por la pechera del camisón. El cambio de temperatura del cuarto caldeado y líquido al rellano frío y seco le ha despertado también la piel. Eh… No, responde. El señor don Domingo Torres, por favor, dice el mensajero. Yandiola se gira hacia el interior del cuarto y ve el bulto bajo las mantas. Está indispuesto. Puedo dárselo yo. Le agradezco, responde el mensajero, pero debo hacer la entrega personalmente. Yandiola mira al mensajero unos segundos, se gira de nuevo hacia el interior del cuarto y grita señor don Domingo Torres, señor don Domingo Torres, y el bulto ronronea apenas. Domingo es que no se levanta los domingos, sabe usted, le dice Yandiola al mensajero, y cruza los brazos y se reclina en el quicio de la puerta. El mensajero se acerca a Yandiola y dice disculpe, señor… Yandiola, dice Yandiola. Señor Yandiola, retoma el mensajero. Me hace el favor de despertar a su amigo Domingo aunque sea domingo. Yandiola bosteza en su cara y musita Do Domingo, y luego alza un poco la voz, Domingo. El mensajero respira con resolución, dice con su permiso y traspasa el umbral de medio lado. Sortea ágilmente los muebles de la habitación atestada. Se sube en los dos sillones, salta por encima de las dos consolas, eh, cuidado con rayarlo, advierte Yandiola sin efusividad, hasta que el mensajero alcanza el catre. Grita ¡señor don Domingo Torres!, y la cabeza de Torres aparece por el lado opuesto de la cama qué berridos, qué pasa, dice ahogado en bostezos. El mensajero lo destapa y pone delante de él una pequeña valija. El señor don Domingo Torres es usted. Ay, sí, qué frío, responde. Disculpe que le moleste en domingo y en su casa, pero no podía esperar a entregarle el mensaje mañana en la imprenta. Es urgente. Domingo Torres mira al mensajero pero no atiende. Dice gracias, se abraza al paquete y se vuelve a tapar. El mensajero salva otra vez los obstáculos del mobiliario, pasa por encima de las piernas de Yandiola y masculla a los buenos días. Yandiola empuja la puerta para cerrar de un portazo pero se le queda entornada y tiene que volver, girar el pomo y encajarla.

      Torres trastea el cofrecillo abollado y Yandiola oye las monedas amortiguadas por las tres capas de cobertores. Una mano de Domingo Torres

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