Terroristas modernos. Cristina Morales

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Terroristas modernos - Cristina Morales Candaya Narrativa

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Vargas le dijo en el umbral de la puerta que quería tratar con él un asunto de importancia, le propuso salir a dar un paseo porque su mujer estaba en casa y la casa sólo tenía una pieza. José Vargas respondió la calle no es segura y las mujeres no tienen entendimiento para esto. Cuesta dio un paso atrás diciendo Ana Luisa, un amigo de la guerra. José Vargas entró y dijo señora. La casa oscura olía a caldo de pollo.

      Hasta ministros, Arnaldo, hay hasta ministros, decía, y Arnaldo Cuesta se rascaba la barba. ¿Y cuánto tiempo hace que no montas a caballo? ¿No tienes ganas? En la cara de Cuesta se izó media sonrisa y dijo decían que era buen jinete. José Vargas le devolvió el gesto diciendo matabas franceses pero curabas las heridas de sus caballos. Arnaldo Cuesta rio hacia abajo y dijo una vez nos comimos uno. ¡Y lo que sufriste, Arnaldo!, exclamó José Vargas zarandeándole. ¡Todo Trujillo de fiesta porque cenábamos el caballo del enemigo y a ti la pena no te dejaba tragar! Ana Luisa Gil meneaba el puchero y las ráfagas calientes que recorrían la estancia excitaban a José Vargas, hablaba más efusivo. Pues tú podrías dirigir la caballería, dijo, y Arnaldo Cuesta respondió ese caballo sirvió a los invasores y a nosotros sin traicionar a ninguno. De eso sólo son capaces los animales. José Vargas dio un golpecito en la madera y repitió dirigir una caballería, ¿eh?, ¡cualquier cosa!, arqueando las cejas, arremetiendo con su mirada a Cuesta. Me gustaría, dijo, y con el pecho quemado preguntó ¿llegará el dinero pronto? El pequeño oleaje del puchero se detuvo. Esa misma noche se premiará a los fieles con dinero y con los bienes que haya en palacio. Dos mil reales lo menos, Arnaldo, concluyó Vargas. Arnaldo Cuesta dijo es arriesgado. Sí. Por eso he venido en busca tuya. Arnaldo Cuesta se rascó la barba más fuerte y provocó una nevada de partículas. Ofreció su mano nerviosa a José Vargas, que la recibió y la aplacó con su mugre tibia.

      Arnaldo Cuesta ordenó a su esposa sírvenos. Ana Luisa Gil retiró el cocido del fuego y lo puso en el centro de la mesa. Trajo dos platos y dos vasos que colocó cuidadosamente. Los tres guardaron silencio mientras llenaba y vaciaba el cucharón y volcaba el tonelillo de vino. Dejó un pequeño círculo blanco en el fondo de la olla, dio cuatro pasos hasta la cama, se sentó y bebió la sopa en cuatro sorbos. Se enjuagó la boca con ellos antes de tragarlos. Se dejó el cacharro caliente en el regazo, pegado a la barriga, mientras su marido y José Vargas almorzaban. Cuando terminaron retiró los platos y los llevó a la tina del agua. Antes de sumergirlos rebañó con el dedo un resto de tocino.

      Mateo Arruchi se sacudió las manos en los pantalones levantando una nube de harina. Al abrazarse, José Vargas envolvió con la capa su cuerpo delgado, como si lo acunara o lo devorara, y le dijo estás guapo, ¿eh? Cuando se separaron, Mateo Arruchi lo había impregnado de polvo blanco y pidió perdón, perdón, ha sido la alegría que me has dado, padrino, y diciéndolo lo palmoteaba para limpiarle. Vargas le agarró las manos. Cómo va el negocio, preguntó. Arruchi se bajó las mangas de la camisa y se apoyó en el mostrador. No llega trigo. Ya va el bollo grande por tres reales y medio. Vamos, que yo puedo comer porque el patrón es bueno. José Vargas miró al fondo. Dos hombres colorados trabajaban apresuradamente y en silencio. Estamos con un encargo de pasteles, aclaró Arruchi. En su voz brillante, en el recinto claro y perfumado de masas frescas o tostadas, la palabra pasteles adquirió el poder de una invitación, una tenaza para los deseos. José Vargas se acercó a Mateo Arruchi, lo cogió de un hombro y con un temblor le susurró están dando tres mil reales a quien simpatice con una trama contra el gobierno. Uno de los tahoneros gritó Mateo, despacha rápido y vente. Arruchi le dijo a Vargas espérame, salgo en media hora. Fue detrás del mostrador, se agachó y sacó un pan redondo y rugoso. Ten, es de la hornada de esta mañana, dijo dando un saltito, y remangándose de nuevo entró en la panadería. José Vargas le guiñó con esfuerzo, arrancó un pico de la corteza y lo mordisqueó. Salió, atravesó la plaza y se sentó en la fuente seca. Agarró el pan con las dos manos y dio un gran bocado. Se aflojó la cuerda de la cintura y deslizó la arandela de una cantimplora. Dio un trago largo al marrasquino y, para enfriar la garganta, volvió a hurgar en la miga y a engullirla.

      Mazapanes, padrino. El tahonero es buena persona y nos da los dulces que salen mal, dijo Mateo Arruchi abriendo el paquetito. José Vargas cogió una flor con los pétalos hundidos y animó a Mateo Arruchi a acompañarle. Ahora que te vas a juntar con masones tienes que comer y beber como ellos, y le ofreció licor. Mateo Arruchi dijo no con vergüenza, pero gracias. Es que mi barriga… No me sienta bien el azúcar. Unos cólicos terribles, dijo, y le entró angustia al pensar que iba a ser un conspirador enfermizo, que en mitad de la operación iba a sentir la llama en la vesícula y se le iba a caer el cuchillo con el que amenazara a un lacayo. Con el dinero que nos den te operarás esos dolores, le dijo José Vargas acariciándole el pelo, y al tacto descubrió algunos gránulos de masa seca en los mechones. ¿Y tú qué harás con el dinero que te den, padrino?, preguntó Mateo Arruchi emocionado, sosteniendo la caja de mazapanes mientras José Vargas los manoseaba antes de seleccionar una paloma con el buche reventado. Yo volveré a Trujillo, compraré tierras y ganado y me casaré con tu madre, se sonrió Vargas a la vez que apuraba la cantimplora. La tiró por detrás de su hombro y sonó hueco al caer en la fuente. Mateo Arruchi se agitó y los mazapanes brincaron. Sus músculos finos se endurecieron porque la garra hirviente empezaba a arañarle el lado derecho. Bajó la vista y calló un momento. Luego musitó entonces me busco dos amigos y se lo cuento. José Vargas se levantó despacio, se puso las manos en los riñones y se estiró. Sí, Mateo. Que no se conozcan, dijo Arruchi levantándose también. No, dijo José Vargas. ¿No que no se conozcan o no que sí se conozcan? Que no se conozcan, respondió Vargas, y que sean valientes como tú y de corazón puro y amantes de la patria. Le entró hipo. Aunque casi me mata por desertor, yo quería a tu padre. Extendió una mano y Mateo Arruchi le devolvió la caja. Él estaría orgulloso de ti, le dijo José Vargas, y le dio un beso en la sien y una palmada en la nuca. Mateo Arruchi sintió sus dedos pegajosos por el marrasquino, por los dulces y por la saliva de habérselos chupado, y dijo padrino, lo voy a hacer bien.

      Vargas hizo el camino de vuelta a casa basculando de un pie a otro y comiendo mazapán. Observaba los edificios, los objetos y las personas con una vehemencia inconsciente. Se detenía delante de un caballo e intentaba sostenerle la mirada, acariciaba las columnas, perseguía a los perros callejeros, apoyaba la frente en las paredes. Cuando ya llevaba un minuto en la puerta de la casera cogió la bolsa de dinero y sacó un puñado de monedas. Entonces llamó tan suavemente que ni él mismo oyó el golpe. La casera no se enteró hasta que José Vargas perdió el equilibrio y cayó de medio lado en la puerta. Lo llamó borracho y ateo y le dijo no le da vergüenza en una casa decente, presentarse a molestar. José Vargas había detenido los ojos en sus pechos grandes que eran uno solo, un terraplén hacia el suelo. Permaneció inmóvil y desconcertado porque no recordaba qué había venido a hacer a la puerta de la casera hasta que de entre la regañina distinguió la palabra mensualidad. Mensualidad, repitió Vargas. La mensualidad, sí señor, la mensualidad, continuó ella con energías renovadas y más azul la vena de encima de la ceja, si la culpa la tengo yo por no haberle llevado a usted ya al corregidpues si no lo ha llamado usted antes será que por algo que no quiere llamarlo, ¿no?, la calló por primera vez en su vida José Vargas. Elevó la mano en la que se agolpaban las monedas, cogió con la otra la mano de la casera y la puso boca arriba. Ella, súbitamente silenciada, la fue ahuecando conforme José Vargas depositaba una moneda y otra y contaba veinte, cuarenta y cincuenta, sesenta, ochenta y cien enero, y doscientos febrero y cien más marzo, y así no tenemos que vernos hasta abril, señora, dijo. Se levantó la capa, abrió la bolsa y metió las monedas que sobraron. La casera frotó algunas, golpeó con ellas el dintel y antes de cerrar dijo a más ver. Volvió el griterío de niños y la voz mandando a callar con amenazas del demonio, la inquisición, el garrote y los franceses.

      José Vargas bajó al primer piso, agarró la llave que pendía de la cuerda y acercó la pelvis a la cerradura. Dentro hizo lo mismo para cerrar. Se arrancó el pañuelo de la cabeza, arrojó la capa y las botas. Como la escupidera estaba debajo del ventanal orinó mirando a la calle, enmarcado en el vidrio. Se subió los pantalones y se tiró bocabajo en el jergón. Durmió profundamente hasta que el sol dejó de caldear el cuarto. El atardecer de febrero dejaba la ciudad en duermevela, en una inercia moribunda de carruajes

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