Terroristas modernos. Cristina Morales

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Terroristas modernos - Cristina Morales Candaya Narrativa

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y él se entendían y salió a pasear. Estaba contento, se movía con rapidez, se sentía dueño. Había comido, había echado una siesta, tenía una casa y una cita con una mujer. Iba a hablarle a Julia Fuentes, iba a cogerla de la mano, iba a llevarla a cenar.

      José Vargas es indemne a la noche cerrada. La escarcha empieza a humedecer los cristales y él no se encoge. Los coches de caballos con prisa o con enfermos le salpican barro y él sólo parpadea. Cómo voy a llevar a una monja a cenar vestida de monja, se burla, resopla. Desde hace un rato piensa que con lo que le cuesta la cena tiene para una gitana flaca, pero no se decide. Es el dinero, piensa. Siempre que tiene dinero se sume en algún tipo de reflexión vital. Los ricos celebran el dinero gastándolo, los pobres celebramos el dinero pagando, piensa. Si yo le hubiera dado su parte a Cuesta la habría usado para comprarse una camisa igual de asquerosa que la que tiene ahora, y Mateo para pagarle a un médico y a un boticario que le dirían que se va a morir sin remedio, como su padre. Los dos habrían quedado igual de desgraciados. Mensualidad o conspiración, se había preguntado José Vargas esa mañana delante de la bolsa. No tuvo que hacer cuentas. Al peso supo que no le llegaba.

      11

      Castillejos se levanta esbelta. Lo nota. La clavícula más marcada, como una percha de la que colgara el cuerpo. Las muñecas frágiles, las puntas de los dedos afiladas, las uñas cortantes, más firme el descenso del cuello, los pezones rígidos portando el camisón, el vientre plano de haber comido poco. Mete la mano por debajo de la ropa y lo acaricia. El cuerpo de Castillejos es un trazo. Sus movimientos son pequeños y ciegos, la rodea un aire denso. La habitación es clara y tiende al azul. No sabe si ha dormido mucho, ni sabe si está cansada por no haber dormido o es que no se ha terminado de desperezar de un sueño largo. Mira de cerca los objetos, toca el borde del lavabo y se asoma un rato a la ventana. Recorre la extensión de tejados, una llanura seca. La detienen los reflejos de los tragaluces de las buhardillas. Los supera como de una zancada un charco. Las buhardillas se le hacen endebles, de juguete. Un tragaluz parece un recortable de papel que se dobla por las esquinas y se adhiere al tejado con una pestaña. Los tejados parecen de cartón. Las cúpulas y los campanarios parecen decorados de un teatro de marionetas. Castillejos se acuerda de su teatrito y sus figuras pero no recuerda dónde los tiene guardados o si los tiene su hermano el mayor pero todavía pequeño, si él seguirá jugando, y piensa en que la ha abandonado y por primera vez le da pena. Unos mosqueteros, unos mariscales, unas princesas. Todavía a veces los saca y los monta en el suelo, pero ya no se pone a jugar. Sólo los observa y tararea una cancioncilla que se inventa, y de improvisar se le saltan las lágrimas como ahora mismo. Siempre inventa la misma cancioncilla y siempre llora. No sabe si vestirse, debe vestirse, va a vestirse, se queda como está pero debo vestirme, piensa. Catalina Castillejos es dueña de su turbación. Se cruza de brazos y así se queda.

      Percibe el espacio distinto a ayer. Encuentra el hogar en el sitio del hogar y piensa ahí dormí anteanoche. Encuentra el sillón en el sitio del sillón y piensa ahí se sentó el capitán Plaza anteanoche, ahí ha dormido hoy. Encuentra la cocina y piensa es la cocina de la jarra de leche. Recrea el golpe, la sangre, el desmayo, el anís. La complace estar ubicada. En su mente formula la oración me abandonaron, estoy en una casa, estoy bien con el batín de raso y los tirabuzones deshechos, porque en ese momento ha descubierto, volcado junto a un armario, un espejo grande cubierto de polvo. Lo ha cogido y ha pasado la mano por la superficie, y se ha sacudido la suciedad dando suaves palmadas. Se ha visto la boca hinchada y ha dado un respingo. Ha dirigido las yemas de los dedos al archipiélago de heridas de los labios. Eso ha sido en ese momento, porque ahora está formulando en su mente la oración estoy en una casa, me abandonaron, estoy bien con el batín de raso, y así, inventariando sus circunstancias, cae en la cuenta de que es domingo y de que debería aprovechar que Vicente Plaza va a la iglesia.

      Él dudaba si ofrecerle su brazo. Al final lo hizo llamado por su antigua instrucción de noble. Castillejos lo tomó sin apoyarse y tuvo el puño cerrado todo el camino. Se han soltado al cederle Plaza el paso en la puerta, y Castillejos, con suave reprimenda, le ha dicho ya va por el credo, y ha desenfundado el misal.

      En la segunda fila de baldosas de mármol Castillejos dobla una rodilla y se persigna. Tras ella, Vicente Plaza se descubre y hace lo mismo más rápido. Todas las cabezas y casi la del cura se giran porque las espuelas de Vicente Plaza están arañando el suelo, marcando un ritmo de enormes cascabeles, como un rico y lento carruaje. También Castillejos se da la vuelta y lo mira pero sin censura, y con los labios gesticula no hay sitio. Diego Lasso ha visto a Vicente Plaza y lo saluda por encima del hombro. Plaza recoloca los omóplatos y pisa más fuerte.

      Castillejos se pone al lado de Lasso y, al lado de Castillejos, Plaza, quien mira al techo y a los lados y perezosamente se suma a la oración qui ex Patre Filióque prócedit, negando de incredulidad con la cabeza y aplanando los picos de la escarapela. Al otro lado de la iglesia identifica la chaqueta de dragón de Francisco Esbri, todavía amarilla brillante, y cuando está a punto de atravesar el pasillo e ir a buscarlo un pudor molesto lo hace esperar a que acabe el credo. Se inclina para llamar a Lasso desde la mejilla izquierda de Castillejos, y Lasso se inclina a la altura de la mejilla derecha. Qué sorpresa verlo en misa, capitán. Vicente Plaza susurra he visto a Esbri. Voy a decirle lo de la conspiración ¡ssh!, exclama ahogadamente Lasso. ¿No te dije que yo no puedo conocer a tus ángulos? Castillejos pega los codos al cuerpo porque Vicente Plaza y Diego Lasso se van acercando más el uno al otro y la comprimen, la miran de reojo, y ella intenta no perderse en la página. ¿Que no puedes conocer qué? ¡Los ángulos tuyos! ¡Yo no puedo conocer a Esbri!, susurra Lasso. ¿Cómo que no conoces a Esbri, atontado? El espartero del sitio de Valencia, el que se juntó con los dragones. Diego Lasso contiene la rabia cerrando los ojos y después dice no le digas nada de mí a Francisco Esbri, ¿estamos? Resurrectiónem mortuórum et ventura saéculi amén, dice Castillejos, y ha terminado de rezar antes que nadie. Bueno, que te quedes con esta, dice Vicente Plaza, que voy a lo de los ángulos. También me ha parecido ver a Garcés, y en ese momento Diego Lasso se tapa los oídos y vuelve a ponerse recto, y así aprovecho y hablo con los dos hoy mismo, concluye Plaza, añade ¿pero qué te pasa? Y sale del banco. Anda pegado a la pared de hornacinas huecas. Castillejos ha abstraído el eco de las espuelas del pedimos a nuestro señor Jesucristo por la pacificación de las Américas y la condenación de los traidores, te rogamos, óyenos, y se ha sentido por segunda vez en dos días abandonada, pero ahora piensa esto es una aventura, esto es una novela, y hasta el hambre la estimula. Se une a la plegaria con energía y sonríe a Diego Lasso te rogamos, óyenos. Diego Lasso también ruega animado. No se puede creer que Vicente Plaza lo invite a una puta tan fina.

      José Vargas está sentado en la penúltima fila. El aire que ha movido Vicente Plaza al pasar por su lado le ha devuelto un olor a tierra y a hierro que lo ha sacado del ensueño del latín te ígitur, clementíssime Páter, y ha retomado su inspección. Por los huecos que quedan entre las cabezas busca conocidos. Ya ha descartado a unos cuantos porque van con niños y a otros porque van solos. A otros porque se han dado cuenta de que los estaba mirando. A otros porque fueron amigos y los conocen bien. Finalmente, pegado a la capilla expoliada, ve las espaldas de Arnaldo Cuesta y de su mujer que se contraen para la consagración del pan.

      Castillejos enfoca y desenfoca la cordillera de nudillos del reclinatorio. Mira arriba con la boca entreabierta como en señal de súplica, pero lo que está es observando los techos planos, las columnas cuadradas, las paredes desconchadas y los lienzos ennegrecidos, y se pregunta dónde está la grandeza del Señor. Cuando divisó el edificio al final de la calle ya pensó que lo mismo podía ser una iglesia o un granero, con esos ladrillos pequeños y oscuros y la campana al descubierto. Le dan pena las pequeñas imágenes de escayola, la penumbra de los candelabros y las vidrieras y el retablo dorado pero sin brillo, echado hacia delante como si pendiera de una puntilla mal clavada. Le resulta todo tan accesible: los santos son muñecos, la forja es de pasta, el celebrante una marioneta, los fieles una serie repetida de hileras recortables, y ella está en una de esas hileras; la iglesia entera de cartón. Madrid le parece fácil. Vicente Plaza va hacia Francisco

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