Terroristas modernos. Cristina Morales

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Terroristas modernos - Cristina Morales Candaya Narrativa

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y se dejaba conducir por los brazos del mesonero niña, me espantas la gente. La llevó adentro, la sentó en una banqueta poco visible, le dio una manta y le soltó sus cosas a los pies. Esperas a que escampe y te vas.

      Se hundía en las yemas de los dedos las varillas despuntadas de uno de sus corsés. Recordó la letra del cliente de Ciudad Real, tan amplia, tan bien separada, una caligrafía francesa que ella alabó. El de Ciudad Real cerró la compra por mi simpatía y por lo guapa que iba esa mañana. Recordó lo rojo que se puso su hermano y lo que le temblaron las manos cuando le pidió que le apretara el corsé, y ella tenía que decirle más fuerte, hombre. Ese recuerdo le espabiló un hijo de puta, a ver lo que eres capaz tú de vender con esa cara de malfollao, putero de mierda, te ahogues en aceite, masticó. Vio entonces a Vicente Plaza viéndola. Levantó la cabeza y vio a más hombres mirándola. Se le acercó uno y desde la mano cuajada de anillos le preguntó cuánto. Castillejos enderezó la espalda y apretó el corsé contra el corsé. Si quieres un anillo vas a tener que ser buena, ¿eh? Castillejos hizo una bola de sus cosas, se deslizó hasta el extremo de la banca y Vicente Plaza se le plantó delante. ¿Adónde vas? La pregunta se estampó en la frente de Castillejos como un sello: adónde voy. Yo te doy más, continuó Plaza. La hizo retroceder en la tabla de madera, se sentó a su lado y al otro le dijo vete. Eh que yo he llegado antque te vayas, ordenó Plaza, y el hombre obedeció quejoso. Se habrán creído estos bandoleros violaviejas¡que te estoy escuchando, te estoy escuchando! ¡A joderla!, replicó. ¡Cuestión de minutos!, se rio Plaza, y atrajo las risas de otras mesas. Hablar no hablas, pero maldices como el demonio, le dijo Plaza a Castillejos. Igual que un músculo se pone tenso, Castillejos puso la mente compacta: chaquetilla y dolmán desabrochados, colbac tiñoso, fajín flojo, peste a vino, cartuchera vacía. ¿Te vienes o no? Mente compacta: cartuchera vacía. Respondió sí con la cabeza.

      Quítate eso de encima, por lo que más quieras, dijo Vicente Plaza sacándose las botas, ya en su silla, en su casa, en un tercer piso. Castillejos no supo dónde soltar la manta. Buscó la mirada de Plaza para que le indicara pero sólo le encontró la nuez prominente proyectando su pequeña sombra en la piel tersa. Posó la manta en el suelo, frente a sí y junto al baúl, a modo de frontera. Plaza vio el abrazo quieto de Castillejos entre el bulto de ropas y su cuerpo y le dijo suelta eso, está hecho un asco. Ven. Castillejos sumó el hatillo a la vana trinchera. Lo hizo despacio, se quedó en su sitio. ¡Ven!, gritó Plaza, y subió una pierna al reposabrazos. Castillejos miró directamente al centro del pantalón, el centro del pantalón miró directamente a Castillejos. Avanzó sobre el crujido de la madera. Llegó. Más, dijo Plaza. Volvió el agrio olor a vino. ¿Estás temblando? ¿No te gusto? Cuando la agarró por la cintura, cuando iba a besarla, Castillejos estornudó. Plaza bufó un torrente de aire y se limpió el moco de la cara. ¿Tienes la sífilis? Castillejos retrocedió, aturdida, a punto de llorar, culpándose la boca. ¡Que si tienes la sífilis! No señor no, respondió, y rodó la primera lágrima. Vicente Plaza se restregó la mano en la pechera, se levantó tirando la silla y desapareció en lo hondo de la casa. No me haga usted daño, me voy ahora mismo, suplicaba Castillejos, y los estornudos interrumpían su ruego a la oscuridad. Me iré ahora mismo señor no me haga daño, repetía, cada vez más ininteligible, hasta convertirse en un rezo señor por favor no me haga daño, se arrodillaba en el suelo, cruzaba las manos. Apareció una luz y un chisporroteo. Ven, la llamó. ¡Señor, señor, por favor! ¡Que vengas! Castillejos anduvo pesando los talones, pisando la llorera. Plaza avivaba la lumbre en cuclillas y se dejó caer con el culo. Quítate esa ropa, está chorreando. Vas a ponerte mala. La voz de Vicente Plaza era siseante, firme en algunas sílabas y luego imprecisa, doblada. La llama creció hasta descubrir un salón desordenado a pesar de sus pocos muebles, una mesa, un canapé. Duerme donde quieras. Cierras la puerta cuando te vayas. Se le resbaló un codo al intentar levantarse, ronroneó, se levantó al fin. Entró en la oscuridad, regresó con las cosas de Castillejos y las tiró a sus pies. Cierras la puerta cuando te vayas, repitió, y desapareció por último.

      3

      Estimado señor diputado don Juan Antonio Yandiola:

      No reconocerá ni esta letra ni el lacre que la guarda, y por eso se hace necesaria, antes de avanzar sus intenciones, una presentación y una justificación por mi parte para que pueda usted leerlas confiando en el remitente.

      Soy Francisco Espoz y Mina, general de la División de Navarra, tío del bravísimo comandante del Corso Terrestre de Navarra Xabier Mina El Estudiante,

      >A Juan Antonio Yandiola se le redondeó la cara de sorpresa.

      hoy, como yo, exiliado. He sabido de su paradero de usted gracias a don Mariano Renovales, coronel de los Húsares de Palafox y brigadier de su ejército. Mi relación con el comandante Renovales procede de la guerra,

      ¿Mariano Renovales?, hizo memoria Yandiola.

      pues yo desde Navarra y él desde el Alto Aragón nos codeamos en más de un combate, en más de una emboscada y en más de una fiesta cuando el combate y la emboscada se decantaban de nuestro lado. El coronel Renovales tuvo la fortuna de no tener que exiliarse, aunque llamar fortuna a vivir en Madrid es demasiado decir, dadas las circunstancias.

      Renovales lo conoce a usted desde hace tiempo, porque él es natural de Arcentales y, según puso en mi conocimiento, usted lo es de San Esteban, y pertenecen ambos a dos de las familias más ilustres de las Vascongadas, unidas en abolengo, en negocios y en simpatía. Concretamente me habla el brigadier de una verbena celebrada en el todavía pacífico año de 1807, con ocasión de la feria de ganado de Galdames, de la cual guarda un vivo recuerdo por la grata impresión que le causó su imagen y su carácter de usted, ya erudito a los veintiún años, preparando su viaje a Méjico con una resolución y una madurez impropias de un joven de su edad. Renovales apoyó su candidatura de diputado a Cortes por Vizcaya, admira la labor que desempeñó en Cádiz y sus trabajos hacendísticos, admiración que comparto. Su “Plan de una visita general que convendría practicar en el reino de Nueva España” y su “Informe biográfico reservado anónimo” corrieron primero de mano en mano en Cádiz y de boca en boca en todo el mundo después. Como ve, el carácter reservado que usted quiso imprimirle no fue tal, pero si no fue así se debe precisamente a la elocuencia y a las verdades que el mismo plasma, con las cuales todos los liberales hemos querido ilustrarnos y las cuales hemos querido difundir, y puedo asegurarle que en Francia y en Inglaterra su academia resuena, señor Yandiola, como la de un avanzado economista. Lamento profundamente que no pueda usted gozar del crédito que las naciones extranjeras le brindan, estando como está bajo el yugo y la miseria del absolutismo.

      Sé lo que es vivir constantemente bajo sospecha, señor diputado, sin ser mi delito otro que la defensa de la libertad y la consecución de la justicia debida. Los tres mil quinientos hombres que lucharon bajo mi mando por la independencia de España y por el trono Borbón son tratados a día de hoy como bandoleros y asaltantes y yo mismo soy visto en mi propia tierra y por mis propios vecinos como el rey de los ladrones, en vez de como el rey de Navarra que en otra hora fui, nombrado por esos mismos vecinos.

      Al principio comprobé sorprendido que los franceses lo tratan a uno como abanderado de la libertad, título que ni en sueños había creído merecerme, pero que, visto desde la distancia en la que me encuentro, no es tan desatinado. Tanto usted como yo hicimos posible la carta magna que insufló en los españoles el primer aire de la nueva civilización, usted desde las tribunas y los papeles y yo desde los cerros y las plazas, y aunque el vil Fernando haya arrancado la flor que tímida pero brillantemente empezaba a brotar, la semilla sigue preñada bajo tierra. Sólo hace falta que un grupo de hombres decididos y patriotas la riegue, y con apenas unas gotas aparecerá el tallo. Entre esos hombres está usted, admirado Yandiola. Cádiz era bombardeada por el invasor mientras usted seguía discurriendo sus ponencias para las sesiones futuras, anotando en sus pliegos las arengas de libertad y ese hermoso verso llamado artículo dos: la nación española es libre e independiente y no es ni puede

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