Fruto prohibido. Rebecca Winters

Чтение книги онлайн.

Читать онлайн книгу Fruto prohibido - Rebecca Winters страница 3

Автор:
Серия:
Издательство:
Fruto prohibido - Rebecca Winters Jazmín

Скачать книгу

conocía perfectamente ese tipo de deseo. Si fuera un artista, no sería capaz de resistirse a la tentación de atrapar la imagen de la señorita Mallory en un cuadro. Pero no era un artista y tampoco un monje.

      Hasta el momento, no se había despertado en él ningún talento especial. Huérfano al nacer, fue criado en Nueva Orleans por su tía Maudelle, una mujer amargada, aunque de buen corazón, que trabajaba como costurera.

      Enamorado de los grandes barcos que surcaban el río Misisipi, él se había ido de casa siendo un adolescente para ver mundo. De ese modo, había trabajado en barcos de mercancías haciendo diferentes oficios hasta llegar a ser marino mercante.

      En un momento dado, se había hecho buen amigo de un suizo que hablaba cuatro idiomas con fluidez. Envidiando la habilidad de su amigo, Andre se inscribió en la Universidad de Zurich, donde estudió alemán y francés, junto con historia. Y aunque podía haberse hecho profesor con su título, Andre decidió regresar al mar y a los viajes.

      Se mantuvo en contacto con Maudelle y le enviaba dinero a su tía a menudo. En algunas ocasiones, incluso volvió a Nueva Orleans para pasar unos días con ella de visita. Pero nada podía retener su alma ni refrenar su inquietud. Ni siquiera una esposa. Él pensaba que las mujeres servían para divertirse, pero nada más. Maudelle se desesperaba con su actitud y rezaba diariamente por él.

      Andre se divertía mucho con ella, pero su alegría se había desvanecido un mes antes, cuando un amigo íntimo de su tía le había llamado al barco en el que viajaba por el Bósforo para suplicarle que fuera. Maudelle había caído enferma.

      Después de tomar el primer avión que salía de Ankara, Andre llegó justo a tiempo para ver a su tía en el lecho de muerte. Aunque él no había ido nunca a la iglesia y no tenía creencias religiosas, sabía que su tía era católica practicante. Así que llamó a la parroquia y pidió que fuera alguien a administrarle los últimos sacramentos.

      Mientras la tomaba de la mano y esperaba a que apareciera el sacerdote, Maudelle comenzó a confesarse. Él había oído hablar del arrepentimiento en el lecho de muerte, pero hasta entonces jamás había pensado seriamente en ello. No, hasta que su tía le reveló ciertos secretos que le había ocultado hasta entonces.

      La confesión de su tía hizo que la vida de Andre diera un brusco giro, llevándolo, además, a Salt Lake City, en Utah. Un lugar remoto que habían elegido los primeros mormones en su expansión hacia el oeste en 1840.

      Andre amaba tanto el mar que el verse rodeado por el gran desierto de Salt Lake resultó un verdadero castigo para él. Aunque solo iba a ser una situación temporal y pronto volvería a su trabajo.

      Por momentos, casi dudaba de seguir estando vivo. Solo la fragancia de los melocotones le recordaban poderosamente su mortalidad. Y, por supuesto, ese monje que yacía enfermo en su severa celda al otro lado del santuario. Un monje conocido por todos como el abad. El padre biológico de Andre. Había nacido sesenta y seis años antes y tenía sangre inglesa y francesa en sus venas.

      Según el padre Joseph, el abad llevaba diez años sufriendo ataques de neumonía y la enfermedad lo había dejado en un estado muy frágil.

      Cuando Andre entró en la celda, su padre se volvió hacia él.

      –¿Le has enseñado el monasterio a la periodista?

      –No, le dije que estarías mejor dentro de una semana. Te has pasado toda la vida construyendo este monasterio, así que deberías ser tú quien relatara su historia.

      Su padre levantó la mano.

      –Yo no he hecho nada. Todo ha sido obra de Dios, hijo.

      –Lo que tú digas, padre. De todos modos, esperaremos a que te recuperes y seas tú quien se lo enseñe a la periodista.

      –No creo que pueda hacerlo.

      –No digas tonterías –replicó Andre. Perder al padre que acababa de encontrar finalmente era un golpe demasiado duro para él–. He llamado a una ambulancia para que venga a recogerte. Tienes que ir a un hospital.

      –No –el anciano trató de incorporarse–. No quiero ir a ningún hospital. Nunca me gustaron.

      Algo que Andre debía de haber heredado de él.

      Pero había más cosas.

      –Ahora tú eres mi único consuelo. Acércate. Es una alegría poder hablar con mi hijo. Eres un regalo divino que me llega en el último momento de mi vida.

      Eso debía de ser mentira.

      La repentina aparición de Andre en el monasterio diez días antes, diciendo que era el hijo del abad, había causado un gran impacto. Andre estaba convencido de que la neumonía se había agudizado por su culpa.

      Le daba igual que su padre lo negara. Andre sabía la verdad. Él era el responsable del estado actual del anciano y eso le causaba un gran sufrimiento.

      –No tienes la culpa de nada, hijo mío. De hecho, eres una víctima y mi corazón sufre sabiendo que has vivido sin una verdadera familia a tu alrededor. Si hay un dedo acusador, debería señalarme a mí por haber hecho el amor con tu madre antes de consagrarme como monje. Ha sido la cosa más egoísta que jamás haya hecho.

      Andre echó la cabeza hacia atrás.

      –Según la tía Maudelle, mi madre te tentó, a pesar de tus negativas.

      –Maudelle era la hermana mayor de tu madre. Ella no se casó jamás, ni siquiera conoció a ningún hombre. Los celos que sentía por tu madre la hicieron decir cosas desagradables. No creas sus acusaciones. Un hombre no puede ser tentado si él no lo quiere, hijo mío. Tú has vivido en el mundo y sabes que es cierto.

      Andre lo sabía perfectamente.

      –Tu madre era de procedencia francesa y era una mujer muy guapa. Tu pelo oscuro y tus ojos negros me recuerdan a ella –el hombre sollozó brevemente–. Aunque siempre había querido servir a Dios, la amaba también a ella, y si me hubiera dicho que estaba embarazada, nos habríamos casado. Quizá una parte de mí estaba esperando que así fuera. Le conté que me iban a enviar a Utah, pero ella se quedó callada. Nunca volví a verla ni a tener noticias suyas. Así que nunca me enteré de que había muerto a consecuencia del parto.

      Grandes lágrimas se derramaron por sus mejillas.

      –Así que no te equivoques, Andre –continuó con voz ronca–. Tu madre no era ninguna egoísta. No me confesó su estado porque sabía que yo deseaba consagrarme a Dios. Y tía Maudelle hizo algo todavía más altruista. A pesar de sus celos, te crio y te convirtió en un hombre maravilloso.

      –Pero ni siquiera me bautizó con tu apellido, padre.

      –Eso no fue culpa suya. Estoy seguro de que tu madre lo decidió así para no ensuciar el nombre de mi familia. ¿No lo entiendes? Quisieron protegerme. Pero Benet es un apellido muy bonito. Es el de tu madre y tienes que sentirte orgulloso de llevarlo. !Oh Andre¡ No merezco tanta alegría, pero estoy seguro de que Dios recompensará a Maudelle por haberte criado como si fueras su hijo.

      El anciano miró a Andre con ternura.

      –Estoy muy orgulloso de ti. Has viajado, has hecho muchas cosas diferentes, hablas otros idiomas y has estudiado

Скачать книгу