Fruto prohibido. Rebecca Winters
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–¡En cierto modo sí! Después de su modo de tratarme el primer día en el monasterio, no entendía cómo podía sobrevivir allí.
–Eso quiere decir que ha estado pensando en mí.
Los ojos de Fran soltaron chispas.
–Está malinterpretando mis palabras.
–Me conmueve su preocupación.
Fran no pudo soportarlo más. Era evidente que ese hombre sufría, pero eso no tenía nada que ver con ella.
–Lo siento. He sido demasiado sincera. Es una de mis peores faltas.
–Esa falta me encanta.
Ella tragó saliva.
–No tengo derecho a decirle esto. No sé nada de usted ni de su vida. Simplemente me sorprende verlo aquí.
–¿Cree que no soy capaz de apreciar un concierto?
–Por supuesto que no. El canto gregoriano que escuché en el monasterio fue uno de los más bellos que he oído en mi vida. Pero no era eso lo que yo quería decirle.
–¿Qué quería entonces decirme?
–Creo que no tengo por qué explicárselo. Es una casualidad que hayamos venido los dos a Los Ángeles y es una casualidad aún mayor que coincidamos aquí.
–Yo estaba pensando lo mismo cuando la vi hablando con Gerda.
–¿La conoce? –preguntó sorprendida.
–Nos conocimos hace mucho tiempo. Cuando supieron que iba a estar en Los Ángeles, ella y su familia me invitaron a que viniera con ellos al concierto.
El hombre estudió con ávida intensidad los rasgos de la mujer, que apenas podía sostenerse en pie.
–¿Cómo es que se ha puesto a hablar con ella?
–Estoy aquí trabajando para la revista. Voy a cubrir la gira del coro por Australia. Además del texto, tengo que tomar fotografías que lo apoyen. Esta noche encontré lo que buscaba en el rostro de su amiga. Afortunadamente, me dio permiso para utilizar las fotos.
El hombre pareció sopesar sus palabras. Y ella no pudo evitar preguntarse por qué la miraba con esa solemnidad.
–Ha tenido suerte entonces. Es una persona muy especial.
Fran se preguntó dónde habría conocido él a la mujer y bajo qué circunstancias.
–Ya me he dado cuenta.
–¿Volará a Sydney mañana, entonces?
–Sí, será la primera ciudad que el coro visite en Australia.
–Le gustará.
–¿Ha estado usted allí?
–Sí.
Hubo una pausa.
–¿Vive en Los Ángeles ahora? –quiso saber Fran.
–No.
Fran pensó que no debería habérselo preguntado. Al ser un monje, él tendría que atenerse a ciertas reglas que seguramente le impedirían hablar de sus asuntos personales.
–Estoy deseando visitar Brisbane –dijo ella, tratando de continuar fluidamente la conversación–. He oído que las playas son allí cristalinas y los bosques, una maravilla.
–Todo eso es cierto. Pero haga lo que haga, no deje de visitar Great Barrier Reef. Es espectacular.
–También me han hablado de ello –Fran se aclaró la garganta–. Para alguien que ha vivido siempre dentro de un monasterio, el mundo debe de ser un lugar fascinante.
–Oh, sí que lo es. Y nunca tan fascinante como en este momento.
Si hubiera sido otro hombre, Fran se habría tomado el comentario como algo personal, pero tratándose de un monje arrepentido, decidió pasarlo por alto.
–Rezo por que encuentre lo que busca.
–¿Suele rezar? –preguntó él con gesto divertido.
Ella dio un suspiro profundo.
–Es una manera de hablar.
–O sea, que no reza.
–No he dicho eso.
–¿Qué es lo que trataba de decir entonces?
Fran se estaba cansando de tanta pregunta.
–Yo no soy la que tiene problemas espirituales. Y ahora me tengo que ir, el autobús me estará esperando. Dentro de poco, tenemos que estar en el aeropuerto.
–Adiós de nuevo. Y que se divierta en Australia.
Ella le dijo adiós y se dio la vuelta para marcharse, aunque no podía soportar la idea de que él la dejara marcharse sin llamarla. Tenía el horrible presentimiento de que no volverían a verse jamás.
«¿Qué otra cosa esperabas? ¿Pensabas de verdad que un monje atormentado te iba a pedir que pasases la noche con él?».
«¿Qué es lo que tanto te sorprende, Francesca Mallory?».
«¿Por qué estás dolida? ¿Qué puede significar él para ti o tú para él?».
«¿No sabías que eras una estúpida?».
«¿Cuántas veces he de decírtelo para que te enteres?».
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