Fruto prohibido. Rebecca Winters
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Fran se dirigió al coche aturdida por la noticia. Tenía una enorme sensación de pérdida.
Para cuando se disponía a salir hacia Los Ángeles, dos días después, estaba furiosa consigo misma por haber permitido que el recuerdo de aquel hombre interfiriese en su trabajo.
Mientras subía a uno de los dos aviones contratados para el coro, decidió que debía olvidarse de todo aquel asunto y concentrarse en su trabajo.
Aquel viaje no solo iba a ser una gran aventura para ella, sino que podía ser muy importante para su carrera. Así que no iba a poner en peligro su trabajo por un simple monje.
Al llegar a Los Ángeles, una multitud recibió con gran entusiasmo al coro.
Como era una fan del mismo, Fran había asistido a bastantes de sus conciertos. Había ido a escucharlos los domingos durante años y conocía muchas canciones del repertorio. Algunas de ellas la emocionaban enormemente.
Había una canción en particular con la que siempre lloraba, acompañada del resto de la audiencia. Después había un silencio emocionado antes de que todos se levantaran y rompieran en aplausos. Para Fran ese silencio respetuoso era la demostración de una admiración mucho mayor que la propia ovación.
Ya por la noche, fue al concierto con su cámara, preparada para tomar algunos retratos de los asistentes. Quería hacer una fotografía que expresara la magia de la noche. Barney confiaba en ella. Si lo hacía bien, sería la portada de la revista, algo que Fran todavía no había conseguido. Aquella podía ser su gran oportunidad.
La canción que esperaba llegó poco después del intermedio. Había obtenido permiso para poder ponerse cerca de la orquesta y así, además de no molestar a nadie, podría hacer fotos frontales.
El director del coro levantó la batuta. Cuando todo el mundo se quedó en silencio, las sopranos comenzaron a cantar suavemente. La evocadora música llegó inmediatamente al alma de Fran. Y lo mismo les ocurrió a los demás espectadores.
Fran empezó a tomar fotos, de manera que cuando el grueso del coro comenzó, su cámara se detuvo en un rostro que irradiaba felicidad.
Era una mujer de unos sesenta años, de pelo gris y expresión dulce. Sus rasgos podían ser de Europa del este.
Las lágrimas rodaban por sus mejillas rosadas y sus ojos parecían transfigurados por la música.
Fran tragó saliva y tomó una docena de fotos, una detrás de otra. No había necesidad de buscar en otro sitio. Algo le decía que esa mujer era lo que ella esperaba descubrir entre el auditorio. Ella reflejaba perfectamente los sentimientos de los demás.
Quizá Fran pudiera encontrar algo mejor en Australia, pero lo dudaba. Era un momento único e iluminador y sintió que el vello de la nuca se le erizaba.
Arrastrada por una extraña fuerza que no sabía de dónde provendría, comenzó a sentirse ansiosa por que el concierto acabara y se pudiera aproximar a la mujer. Detrás de aquel rostro tenía que haber una historia especial y Fran quería llegar a conocerla. No solo para el artículo, sino también para satisfacer su propia curiosidad.
Después de que el coro cantara la última canción, la audiencia aplaudió unos cinco minutos. Nadie quería que se acabara el concierto.
Con pasos decididos, Fran se sumergió en la muchedumbre y se dirigió hacia la mujer. Mientras la gente hacía comentarios sobre lo que acababan de escuchar, Fran se aproximó a ella.
–Fue un concierto maravilloso, ¿verdad?
La mujer, cuyo rostro estaba humedecido por las lágrimas, echó la cabeza hacia atrás.
–Ha sido tan maravilloso como cuando los vi hace años en Alemania.
–¿Los vio en Alemania?
–Oh, sí. Hace muchos años. Cuando yo era pequeña y vivía en Berlín este, mi madre me dijo que si alguna vez tenía oportunidad de hacerlo, debía marcharme a un lugar donde pudiera encontrar a Dios. Yo entonces no la entendí. Luego, años después, salí del país. Volé con mi familia a Frankfurt y allí escuché por primera vez esta música. Después, fuimos a vivir a Zurich y volví a escucharlos. Allí fue donde encontré a Dios. No puede imaginar lo que fue –añadió, moviendo la cabeza.
Pero Fran sí que podía imaginárselo. Incluso había capturado la expresión de éxtasis de la mujer con su cámara.
–Gracias por contarme su historia –susurró Fran–. Trabajo para una revista de Utah y he tomado algunas fotos esta noche. Algunas son de usted. ¿Le importaría que se publicaran?
–En absoluto.
–Gracias –murmuró Fran mientras veía a la mujer alejarse y reunirse con su familia.
Fran, con los ojos también húmedos, se dio la vuelta y se encontró cara a cara con un hombre que podía ser el gemelo del monje al que había entrevistado en Salt Lake, aunque con el pelo más largo y con corbata y traje.
¿No había leído ella que todos teníamos un doble?
Desde luego, aquella noche parecía tener algo de irrealidad. Primero la mujer y luego aquel rostro de un hombre que pertenecía ya a su pasado y que había tratado en vano de olvidar.
Enfadada consigo misma por quedarse mirándolo, apartó los ojos y trató de pasar a su lado.
–¿Señorita Mallory?
Fran se quedó inmóvil. Aquella voz le resultó familiar.
–Si cree que soy una aparición, le aseguro que no es así.
Ella se dio la vuelta, confusa.
–Cuando llevé las revistas al monasterio, uno de los monjes me dijo que ya no vivía en el monasterio, pero no sabía que estaba usted en Los Ángeles.
–Me fui un día después de su última visita.
–No puedo decir que esté sorprendida. No le pegaba estar allí.
–Tiene razón.
Una vez más, la sinceridad de él la desarmó.
–¿Se escapó?
El hombre asintió ligeramente.
–Se puede decir así.
–¿Puede un monje hacer eso? –gritó, aunque en voz baja–. Quiero decir, ¿no hay ciertas formalidades que tienen que cumplirse para dejar la orden?
–Hay un sinfín de formalidades, incluyendo una petición de dispensa del Papa de Roma.
La información que Fran tenía acerca de la vida de los religiosos no era mucha. Lo poco que sabía lo había visto a través de las películas. Y dudaba que Hollywood hubiera hecho alguna vez una película sincera sobre la verdadera angustia que esa decisión implicaba.
–¿Ha… ha sido excomulgado?
–No, que yo sepa.