Fruto prohibido. Rebecca Winters
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–Por cierto, no me ha dicho usted cómo se llama.
–Eso no es importante –dijo él, abriendo la puerta del coche de ella.
Fran se subió.
–Lo único que he hecho, al concederle esta entrevista, es cumplir con la voluntad del padre Ambrose.
Fran se notaba bastante nerviosa. No sabía si ese hombre se habría dado cuenta de la atracción que había despertado en ella.
Si trabajaba en la tienda de recuerdos, seguramente se habría fijado en que muchas mujeres se sentían atraídas por él. ¿Sería por eso que él se estaba mostrando tan groseramente?
Sin atreverse a mirarlo, arrancó y se alejó, consciente de que se había sonrojado. Pero cuando tomó la curva para salir a la carretera, no pudo evitar echar un vistazo al espejo retrovisor, para descubrir que él ya no estaba allí.
Capítulo 2
CÓMO era mi papá, tía Maudelle?
–No lo sé. Tú madre salía con muchos hombres, y lo único que sé es que él no estuvo presente cuando naciste.
–Yo fui la causa de su muerte, ¿verdad?
–Pero no fue a propósito. Y ahora deja de hacer preguntas y acaba de fregar los platos. Estoy cansada y tengo ganas de irme a la cama. Mañana tenemos que ir a misa.
–¿Qué es una misa?
–Una fiesta que se celebra en la iglesia.
–Pero a mí no me gustan las iglesias.
–No tienen por qué gustarte para que vayas.
–¿Y por qué no?
–El deber y el placer son dos cosas completamente diferentes. Eso te da carácter.
–¿Qué es el carácter?
–Hacer algo que no te apetece.
–¿Y entonces para qué lo voy a hacer?
–Porque Dios lo manda.
–¿Y quién es Dios?
–¿No lo sabes?
–No, pero sé quién es María.
–¿Y quién es?
–La mamá de Jesús. Él tenía la suerte de poder verla todo el tiempo.
–¿Quién te ha contado eso?
–Pierre. A mí me gustaría poder ver a mi mamá.
–Bueno, pero no puede ser, así que no debes pensar más en ello.
–Muy bien.
Andre se despertó muy inquieto. Había tenido una pesadilla y estaba sudando. Miró su reloj y vio que eran las cuatro y media de la mañana.
Se levantó del camastro del cuarto de huéspedes del monasterio, echó agua fría en un barreño y se lavó la cara. Luego, se pasó las manos por el pelo.
Por primera vez en su vida, no había soñado que perdía a su padre, solo a su madre. Así que estaba extrañado. Como extrañado y dolido estaba también por el silencio de su tía Maudelle durante todos aquellos años. Nunca le había hablado de su padre.
Aunque después de hablar con su padre, se daba cuenta de lo mucho que su tía debía de haber sufrido. Porque cuando él le decía que echaba de menos a su madre, ella debía de sentirse herida, ya que estaba poniendo todo su esfuerzo en ser como una madre para él.
Así que por una parte, hubiera preferido que ella no le hubiera confesado finalmente la verdad. Pero ya era tarde para decirle a su tía que sentía no haberla comprendido.
¿No había un antiguo adagio que comparaba la ignorancia con la dicha?
Pues hasta que su tía le confesó la verdad, él, si no dichoso, sí que había llevado por lo menos una vida agradable. Había recibido una educación y había elegido su modo de vida.
Pero de pronto, se encontraba atado a un trozo de tierra sin dueño, en medio de ninguna parte.
Porque si antes de saber la verdad, no tenía una verdadera sensación de identidad, después de conocer a su progenitor esa sensación había casi desaparecido.
Él y su padre eran dos personas completamente opuestas.
Su padre era un hombre sencillo que vivía del trabajo que hacía con sus manos. Amaba la naturaleza y podía vivir sin una mujer a su lado. Además, creía en Dios.
¿Cómo podía Andre ser su hijo?
¿Y cómo podía ser su madre una mujer que había estudiado solo la primaria, que había vivido toda su vida sin aspirar a nada, obligada a asistir a misa todas las semanas y cosiendo vestidos para las personas ricas?
Por lo que le había dicho su padre, ella había sido una muchacha muy bonita que tenía numerosos pretendientes, pero tuvo la mala suerte de enamorarse de un hombre que quería ser monje.
Todo aquello carecía de sentido para Andre. Seguramente, así se sentirían muchos niños cuando descubren la identidad de sus progenitores.
Se secó el rostro con una toalla y notó su barba incipiente. Tenía que afeitarse, ya que iba a verse con la señorita Mallory a las nueve. Una vez que diera el visto bueno a su artículo, tomaría un taxi para el aeropuerto.
Por muy bien que se hubieran portado los hermanos con él, no dejaba de ser un extraño allí, y ya era hora de marcharse.
Había pensado que le gustaría volar hasta Los Ángeles y desde allí, viajar a Alaska, lugar que siempre había deseado conocer. En su estado de ánimo, le apetecía ver las soleadas aguas del océano Pacífico.
Después de vestirse, salió a reunirse con los hermanos en los campos de labranza. Eran las cinco y ellos ya estaban trabajando. Tres o cuatro horas de trabajo físico le vendrían bien a su estado de ánimo, mejor que un libro. Al menos, así no tendría que pensar.
Durante sus numerosos viajes, Andre había conocido a muchas mujeres misteriosas y exóticas. E incluso había llegado a relacionarse con varias de ellas, pero desde que había llegado a ese monasterio, no había vuelto a pensar en ninguna, salvo en esa señorita Mallory. Aunque seguramente era solo porque sabía que tenía que ver el artículo.
Cuatro horas después, la mujer entraba en la tienda de regalos con una carpeta debajo del brazo. Andre descubrió disgustado que había estado esperando ansioso la llegada de ella y que su pulso se había acelerado nada más verla.
Ella no era la mujer más bella que hubiera conocido nunca, pero tenía algo diferente. Incluso bajo la luz tenue que los alumbraba, rebosaba salud.
–Buenos