Fruto prohibido. Rebecca Winters
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–¿Vergüenza? –dijo verdaderamente enfadado–. ¡No lo entiendes! ¿Por qué iba a esconder algo tan milagroso como mi propia carne a los hermanos con los que he trabajado todos estos años? Les he dicho que cuando yo me haya ido, tú podrás quedarte aquí el tiempo que quieras. Esta puede ser tu casa siempre que así lo desees.
El anciano respiraba fatigadamente.
–Yo no he sido un hombre de mundo. No puedo dejarte una tienda o una granja. No tengo nada. Pero puedo darte un lugar tranquilo donde reposar a solas y meditar. Creo que solo te falta una cosa para ser un gran hombre. Pienso que lo has aprendido todo menos el significado de la vida. Quizá ese lo encuentres aquí algún día y luego sabrás disfrutar de la paz que has estado evitando durante tanto tiempo.
Andre, maravillado por la sabiduría de su padre, tomó la frágil mano que se tendía hacia él. Cuando oyó el sollozo de su padre, no pudo evitar estremecerse y llorar con él.
–¿Andre? –susurró el anciano poco después–. Sé lo que hay en tu corazón. Aparte de la confusión y la rabia que puedas sentir contra mí, tu madre y tu tía Maudelle, sé que tienes preguntas que hacerme. Yo trataré de contestarlas lo mejor posible, pero debes prometerme algo a cambio. ¡Prométeme que no dejarás que tu vida se guíe por la rabia y la amargura de ahora en adelante!
Su padre le estaba pidiendo un imposible, pero en aquella situación no pudo hacer otra cosa que prometer lo que creía que no iba a poder cumplir.
Fran no podía creerse que estuvieran ya a mediados de mayo. El viernes era la fecha límite para entregar los artículos que saldrían en julio y todavía tenía que ir a Clarion para visitar a algunos de los descendientes de los primeros judíos que se asentaron allí.
–Por la línea dos, Fran.
–No puedo en este momento, Paula.
–Pero el hombre ha llamado ya cinco veces.
–¿Cómo se llama?
–No me lo ha dicho.
–De acuerdo.
A Fran no le gustaba que la gente no dejara su nombre para que los pudiera llamar después. Debían de creerse que tenía tiempo para estar todo el día contestando al teléfono.
–Aquí la señorita Mallory.
–Por fin, señorita Mallory.
Fran reconoció aquella voz.
Su cuerpo comenzó a temblar de un modo inexplicable y decidió que fuera monje trapense o no, se negaría a ser amable con él. Quizá fuera falta de caridad, pero él había sido muy grosero con ella.
–¿Sí?
–Me lo merezco.
La respuesta hizo que Fran cerrara los ojos con fuerza. Desde luego, ese hombre no correspondía con la idea que ella tenía de un monje.
–Si el abad se ha recuperado lo suficiente como para hacer la entrevista, debería usted hablar con Paul Goates. Es asunto suyo.
–Me han dicho que está de vacaciones. Si sigue interesada en el artículo, venga hoy al monasterio.
La comunicación se cortó.
Ella se quedó con el auricular pegado a la oreja unos segundos y luego dio un grito de frustración antes de colgar.
–Venga hoy al monasterio –repitió, imitando la voz.
¿Quién se creía que era ese hombre?
–¿Hablando sola otra vez, Frannie? Ya sabes lo que eso significa –Le espetó Paul.
Ella se giró en la silla.
–¿Qué haces aquí?
El periodista rubio y bajito parpadeó.
–Pues creo que trabajo aquí.
–Pero si me acaban de decir que estás de vacaciones.
–¿Sí? ¿Por fin me ha dado Barney unos días libres? ¿Ahora que estamos tan cerca de la fecha de entrega de los artículos? Esto es nuevo.
–Ese monje del monasterio acaba de llamar para decirme que tenía que ir a hacer la entrevista hoy mismo, ya que tú no podrías hacerla debido a que estabas fuera.
–Estaba. Ayer –replicó Paul con una sonrisa–. Es evidente que ese monje quiere verte otra vez. Si tú no puedes imaginarte lo difícil que debe de ser para ellos ver a una mujer guapa, yo sí que puedo.
Paul se equivocaba. Al monje en cuestión no le gustaban las mujeres. Lo sabía de primera mano.
–Pues no pienso volver allí. Es tu artículo, Paul.
–Oh, vamos. Dale una alegría al pobre hombre –el periodista le guiñó un ojo–. Además, hoy tengo que ir al Museo de los Dinosaurios para tomar fotos de los fósiles de brontosaurio que acaban de encontrar. Y no te olvides de que ya has tomado fotos del exterior del monasterio. Y son fabulosas, a propósito. Sobre todo, las que has tomado de las montañas con el gran angular.
–Muchas gracias –musitó, preocupada por el repentino cambio de planes.
Casi le daba miedo volver a ver a ese monje, aunque en el fondo la había fascinado. La había hecho sentir cosas nuevas a las que no sabía poner nombre. Además, la entrevista sería con el abad.
En cuanto al monje, rezaría para no tener que hablar con él. Y si por casualidad se encontraban, fingiría no verlo.
Pero una hora después, tuvo que retractarse de sus palabras cuando descubrió que la estaba esperando en el aparcamiento del monasterio. Antes de apagar el motor, notó que su nivel de adrenalina había subido poderosamente.
El monje abrió la puerta del conductor y tomó el bolso con las cámaras. Fran se sonrojó violentamente al notar que el monje miraba sus piernas largas y torneadas donde el vestido se le había subido. Salió rápidamente del coche, observando que él iba vestido de la misma manera que la última vez.
Fran no se había dado cuenta en su primera visita de lo moreno que estaba él. La luz de la tienda era muy débil. Pero a la luz del sol, se notaba que pasaba muchas horas al aire libre. Fran no pudo evitar contener el aliento al observar su bello rostro y su cuerpo duro y musculoso. Avergonzada, apartó los ojos.
–Debe de haber rebasado el límite de velocidad para llegar tan pronto, señorita Mallory.
–Tengo mucha prisa. Esta parada es una de las varias que tengo que hacer durante el día de hoy, pero supongo que para usted ese es otro de mis pecados.
–¿Otro?
–Me imagino que habrá hecho una larga lista.
–¿Por qué iba a hacerlo? –preguntó, cerrando la puerta del coche.
–¿Está el abad