Fruto prohibido. Rebecca Winters
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–Como puede ver, una foto del padre Ambrose abre el artículo. Lo conseguimos gracias a los archivos de la iglesia católica.
–Debe de ser como de hace veinte años. Estaba muy guapo con el hábito. Ha sido usted muy amable al permitirnos hacer este reportaje. Me gustaría regalar al monasterio las galeradas. Así podré… así la revista podrá agradecerle el tiempo que nos ha prestado.
Andre se fijó en el rostro bronceado y los ojos azules de su padre. Solo una mirada a ese joven monje borró de su mente la imagen del hombre que había muerto en sus brazos.
La señorita Mallory estaba en lo cierto.
Su padre había sido un hombre muy guapo. Se veía que había sido alto y tenía un aire distinguido. De pronto, el corazón de Andre se vio inundado por un inesperado orgullo filial.
Ella lo miró con una expresión preocupada en sus ojos verdes.
–¿Está usted bien?
Él se aclaró la garganta.
–Sí –respondió, agradecido por el regalo que aquella mujer le había hecho.
–Por favor… –dijo ella después de dudar un momento–. Lea tranquilamente el artículo. Yo iré a dar un paseo mientras tanto.
Él agradeció que lo dejara solo. Una vez que ella se marchó, leyó el artículo, maravillado por el trabajo que aquella mujer había hecho. Las fotos reflejaban perfectamente la calma y belleza que emanaban de la iglesia y sus alrededores.
Un gran dolor lo invadió al pensar que su padre no podría disfrutar de ese magnífico tributo a su vida y a su contribución al monasterio.
Estaba tan ensimismado al terminar de leer el artículo, que ni siquiera se dio cuenta de que la señorita Mallory había regresado hasta que notó el aroma de su perfume.
–¿Le gustaría cambiar alguna cosa? ¿O quizá no esté de acuerdo con algo? –le preguntó, mirándolo a los ojos.
–No. Estoy seguro de que al abad le hubiera encantado.
–Me alegro. Después de que lo publiquemos, traeré copias para todos los hermanos.
«Pero yo ya no estaré aquí», pensó Andre.
–Seguro que se pondrán muy contentos.
–Bueno, no quiero entretenerlo más. Y además, tengo que volver a mi despacho. Así que… Adiós.
Cerró la carpeta y se la volvió a poner debajo del brazo. Él se fijó en su cuerpo sensual, cubierto por un traje de color amarillo.
Así que, debido al nudo que se le formó en la garganta, ni siquiera pudo responderla. Se limitó a quedarse allí, quieto, como si ese mostrador le sirviera de refugio.
Bueno, así tendría una cosa menos de la que acordarse.
A Andre no le gustaba nada Salt Lake y no pensaba volver nunca.
Fran debería estar preparando su viaje. Iba a cubrir la gira del coro Lake Mormon Tabernacle por Los Ángeles y Australia, pero llevaba unos días impaciente porque saliera el número de julio. Aquella noche se la había pasado en vela, esperando a que amaneciera para llevar ejemplares de la revista a los hermanos del monasterio.
Después de su última visita al lugar, había decidido que enviaría las copias por correo. Le parecía lo más sensato, después de los sentimientos que cierto monje había despertado en ella.
Aunque había algo en su interior que le impedía hacerlo de ese modo.
«Tengo que ver a ese monje por última vez. Tengo que verlo».
Su madre se quedaría muy sorprendida si se enterase de aquello. Incluso ella misma se sentía sorprendida por su comportamiento.
Si se enterara el pastor de su iglesia, diría que aquello era obra del enemigo y que este atacaba donde uno era más vulnerable. Se lo había oído decir muchas veces desde el púlpito, pero nunca se lo había tomado en serio.
Y tampoco quería hacerlo en esos momentos, pero estaba segura de que no era correcto ir a visitar de nuevo al monje.
«Usted no es la primera mujer curiosa que ha venido, intrigada por nuestra decisión de permanecer célibes. Sin duda a alguien como usted, esto le puede parecer incomprensible».
Fran siempre se sonrojaba cuando se sentía avergonzada por algo. Así que al recordar las palabras de él, no pudo evitar sonrojarse.
Aquel monje parecía conocerla mejor que ella misma y lo más humillante era que iba a regresar a la escena del crimen. Y parecía que iba en busca de más de lo mismo. Quizá fuera por masoquismo o, simplemente, porque quería atraer la atención de ese monje célibe.
Aunque había más de cien hermanos en el monasterio, ella solo llevó un par de docenas de ejemplares. No era necesario llevar una copia para cada uno, ya que a los monjes no se les permitía tener posesiones personales. Pero sí quería que tuvieran suficientes ejemplares como para que todos pudieran leer el reportaje e incluso quizá quisieran poner alguno de exposición en la tienda de regalos.
Al llegar al monasterio, vio que había varios coches aparcados fuera, así como un autocar de turistas.
Frunció el ceño. No había pensado en que pudiera haber nadie delante cuando ella hiciera entrega de los ejemplares.
«Lo que quieres es estar a solas con él».
«Eres una estúpida, Francesca Mallory».
Salió del coche y se encaminó a la entrada de la capilla, llevando con ella las revistas.
Como ya se temía, la tienda de regalos estaba abarrotada de gente con gafas de sol y cámaras de fotos. Pudo ver a dos monjes atendiendo a los turistas, pero ninguno era el que le robaba el sueño.
Se sintió descorazonada y esperó a que la tienda se despejara un poco antes de acercarse a uno de los monjes.
–Soy Francesca Mallory, de Beehive Magazine. Le dije al monje al que entrevisté para el artículo sobre el abad Ambrose que les traería varios ejemplares de la revista en cuanto esta saliera.
El hombre se inclinó ligeramente.
–Es usted muy amable –dijo, agarrando las revistas.
Las cosas no le estaban saliendo como ella esperaba.
–¿Podría hablar un momento con el monje al que entrevisté?
–Él ya no está entre nosotros.
Fran se quedó perpleja.
–¿Quiere decir que lo han trasladado a otro monasterio?
–No puedo decírselo.
Sintió un escalofrío por todo el cuerpo.
–Ya me lo imagino. Es solo que siento mucho no poder