E-Pack HQN Jill Shalvis 1. Jill Shalvis
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–Solo una –dijo Kylie–. ¿Puedes darme otro?
No tuvo que pedírselo dos veces. Joe la besó al instante, deslizándole los dedos entre el pelo para poder inclinarle la cabeza adecuadamente. Era un gesto de control, pero a ella solo se le ocurría pensar que Joe, normalmente tan cuidadoso y contenido, no tenía nada de control en aquel momento.
Y eso le gustó.
Kylie no sabía cuánto estaba durando aquel beso, porque era literalmente como estar en el cielo. ¿Quién iba a pensar que aquel hombre podía comunicarse por su medio favorito, el silencio, de un modo que ella aprobara por fin?
Cuando empezó a faltarle el aire y estaba a punto de desnudarlo, consiguió retirarse.
–¿Alguna otra pregunta? –inquirió él. También le faltaba el aire, lo cual fue más que gratificante para Kylie.
Ella negó con la cabeza, en medio de su aturdimiento.
A él se le suavizó la mirada, y le acarició el labio inferior con el dedo pulgar.
–Y, para que lo sepas, Gib es un imbécil.
A ella se le había olvidado Gib por completo. Se mordió el labio y se quedó mirando al hombre que había conseguido que se le olvidara todo con aquella boca tan habilidosa. Y con su cuerpo sexy. Y con sus manos tan sabias…
–Necesito que te marches ya –murmuró.
Él la miró de nuevo y se giró hacia la puerta. Sus movimientos no eran tan precisos como siempre, y Kylie se preguntó si estaba tan anonadado como ella.
–Te vas a casa, ¿no? –le preguntó–. A acostarte, dado que tienes que madrugar tanto.
Él hizo una pausa y siguió andando sin responder.
–Mierda, Joe. Después de todo esto, ¿me vas a dejar aquí y a interrogar a otro aprendiz sin mí?
Él se volvió a mirarla, ya más calmado.
–Ahora hay un límite de tiempo. Menos de dos semanas.
–Pero tú tienes que levantarte muy pronto, a las cuatro de la madrugada.
–No te preocupes. Ya soy todo un hombre.
Ella no tenía ninguna duda de eso.
–Voy contigo. Puedo ayudar.
–Mira –dijo él–, no te ofendas, pero lo haré más rápido yo solo. Te llamo después…
–Ni hablar. Dame dos minutos –dijo ella, y se fue hacia su habitación para recoger algunas cosas que podía necesitar. Sin embargo, antes se dio la vuelta y le quitó las llaves de los dedos.
–Eso no me va a detener –dijo Joe.
–No, pero hay una cosa que sí: si no me llevas, no voy a ponerme a trabajar en el espejo de Molly.
Él se frotó la nuca y bajó la cabeza. Se miró los zapatos, y ella no supo si era para calmarse y no estrangularla o solo para contar hasta diez. Kylie corrió hacia su habitación, metió algunas cosas de su armario en una bolsa y volvió rápidamente.
–Te quiero –le dijo a Vinnie–. Sé bueno. No me esperes despierto. Llegaré tarde.
Dos minutos después, estaban en la furgoneta de Joe. Él tenía una respiración relajada y profunda, y una mirada vigilante. Había recuperado la calma y la frialdad.
Ella, no.
–¿Adónde vamos?
–A Castro.
Aparcó en Market Street. Cuando bajaron del coche, ella se detuvo en el paso de cebra con los colores del arco iris y lo miró.
–¿No me vas a decir que me quede en el coche?
–¿Para qué, si de todos modos vas a venir conmigo?
Cierto. Caminaron juntos por una empinada acera hasta que llegaron a un edificio estrecho de seis pisos. En el portal, Joe apretó el botón del ascensor, pero el ascensor no llegó.
A Kylie le pareció mucho mejor, porque tenía terror a los ascensores. O, más bien, a los espacios pequeños y cerrados. Tenía claustrofobia.
–Vamos a subir andando –dijo.
–Son seis pisos –dijo él, mirando sus botas.
Eran botas de trabajo, pesadas y con la punta de acero. Eran estupendas para el taller, pero no tanto para subir seis pisos.
–No me importa. De todos modos, hoy necesito hacer ejercicio.
Por supuesto, justo en aquel momento llegó el ascensor y Joe le sujetó la puerta para que pasara primero.
Maravilloso.
–Esto no es buena idea –dijo ella.
Las puertas se cerraron con un clic muy sonoro, como el de la tapa de un ataúd y así, tan fácilmente, quedaron encerrados en la pequeña cabina. Joe tenía cara de diversión y la estaba mirando con aquellos ojos tan azules, llenos de calidez y de curiosidad.
–¿Estás bien? –le preguntó.
–Claro. Sí. Sí.
–Si lo dices una vez más, puede que te crea.
Ella abrió la boca, pero no dijo nada, porque, en aquel momento, el ascensor dio un tirón y comenzó a subir. A paso de caracol.
–¿De verdad? Podíamos haber subido mucho más rápidamente por las escaleras.
Y, entonces, el ascensor se quedó parado de golpe, con un chirrido.
–Oh, mierda –jadeó ella, antes de poder contenerse y, de un salto, se arrojó a los brazos de Joe.
Él la abrazó.
–Si querías otro beso, solo tenías que pedirlo.
–Te ruego que no hables –gimió Kylie, y bajó la frente hasta su pecho–. Solo sácame de aquí.
Él la miró.
–Eres claustrofóbica.
–Puede ser. Solo un poco.
Sin embargo, también era una persona adulta, así que se zafó de sus brazos y se giró para mirar las puertas, ordenando mentalmente que se abrieran.
Creía que Joe iba a hacer una broma o a reírse de ella, pero notó que él le tomaba la mano con la suya, tan cálida y tan grande. Como no era orgullosa y hacía un buen rato que había perdido la dignidad, se aferró a ella como si fuera su salvavidas.
–Un segundo