Escultura Barroca Española. Las historias de la escultura Barroca Española. Vicente Méndez Hermán
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El aumento de encargos hechos por parroquias, particulares, cofradías y comunidades religiosas llegará a provocar el colapso en la marcha puntual del obrador, siendo necesaria la continua incorporación de colaboradores. En la segunda década del siglo destacan Juan López, Pedro González o Pedro de Sobremonte (†1629) —a quien veremos trabajando en la provincia de Cáceres tras independizarse del maestro[120]—; estos aumentan en la década siguiente, con una amplia lista de procedencia muy dispar, entre los que destaca Francisco Fermín, autor del Yacente de Zamora (Fig.8), el navarro Miguel de Elizalde —primer marido de su hija, quien llegará a casar hasta en cuatro ocasiones—, o el asturiano Luis Fernández de la Vega.
En el taller de Fernández era frecuente el uso de fuentes y modelos procedentes de las colecciones de grabado de Alberto Durero, Cornelis Cort o los hermanos Wierix, junto a las estampas de libros contemporáneos, como las que ideó Juan de Jáuregui para el del jesuita Luis del Alcázar de 1614. En la actualidad, esta línea de investigación es, sin lugar a dudas, una de las más sugerentes[121]. Esta serie de modelos le serviría al maestro para hacer la serie de dibujos y bocetos en cera o arcilla, que sus oficiales se encargaban de desbastar y ejecutar siguiendo sus directrices. Fernández se reservaba especialmente la hechura de la cabeza y de las manos, aunque hubo ocasiones, como en el relieve central del retablo mayor de la catedral de Plasencia, dedicado a la Asunción de Ntra. Señora, en las que el cabildo puso especial acento en que la obra saliera enteramente de su mano (Fig.11). Además, como artista religioso y devoto, es sabido que para sus obras empleaba los escritos de san Ignacio de Loyola, fray Luis de Granada, el padre Luis de la Puente, las Revelaciones de Santa Brígida y la Biblia como fuente de inspiración.
Fig. 11. Gregorio Fernández y los hermanos Juan y Cristóbal Velázquez, retablo mayor de la catedral de Plasencia, ultimado en 1632.
Como escultor que es de la madera, según ha señalado en varias ocasiones el profesor Martín González, Gregorio Fernández apura su talla hasta alcanzar detalles del más logrado verismo. Las partes desnudas de sus obras delatan el conocimiento que tenía de la anatomía, al precisar venas, la hinchazón de la carne, etc., con especial acento en las manos y rostros, ya que en ellos recae la expresión de unas tallas que han de ser veristas, según exigencias de la clientela. A esto coadyuva la policromía, para la que contó con la colaboración de diversos pintores: su amigo Diego Valentín Díaz —a quien se atribuye el retrato del escultor conservado en el Museo Nacional de Escultura, ejecutado hacia 1623—, los hermanos Francisco y Marcelo Martínez (Descendimiento de las Angustias), Jerónimo de Calabria, Pedro Fuertes, etc. La policromía cobra especial relevancia en las tallas de efecto doloroso, al disponer de grandes regueros de sangre, heridas o carne necrosada. Para las carnaciones, el maestro prefiere el mate.
3.3.2.La producción escultórica
Uno de los rasgos que definen la producción de Fernández es el hecho de haber creado una serie de tipos escultóricos, cuyo éxito entre la clientela pronto dio lugar a un mayor número de contratos con el afamado maestro y a su proyección en la amplia serie de copias que se harán de los mismos: Cristo atado a la columna, Ecce-Homo, Cristo yacente, la Piedad, representaciones marianas como la Inmaculada o la Virgen del Carmen, además de la gran santa andariega, Teresa de Jesús, por citar un ejemplo del culto de dulía.
Como fiel testigo del cambio de centurias entre los siglos XVI y XVII, su producción va a estar sujeta a una lógica evolución, que en su caso es más plausible dadas las especiales cualidades de maestría que tenía con el manejo de la gubia. A grandes rasgos, se distingue a un primer Gregorio Fernández, continuador en cierto modo de la tradición del romanismo del siglo XVI, resultado de la influencia recibida de Francisco Rincón —naturalismo— y Pompeo Leoni —la serena perfección clásica—, del que incorpora a sus obras la gracia rítmica de los perfiles y el movimiento curvilíneo. El segundo Gregorio Fernández se revela a partir de 1615, tras su giro decisivo hacia el naturalismo y una vez que incorpora definitivamente los elementos que definen desde entonces su quehacer artístico: la fuerza de la expresión, el patetismo y el plegado. A medida que avanzaba el segundo decenio del siglo, los pliegues envolventes y redondeados de los escultores romanistas, o los mórbidos junianos, dan paso a otros muy angulosos, quebrados en grandes dobladuras y con profundas oquedades de potente claroscuro, similar a lo que entonces se estaba dando en pintura y que se relaciona con la tradición del influjo flamenco de la segunda mitad del siglo XV[122]. De este modo, “conseguía modelar con más intensidad la figura, que se hacía más rotunda y masiva, y crear una cierta inestabilidad emocional en el espectador, contrapuesta al sosiego emanado de las ejemplificadoras imágenes del clasicismo contrarreformista”[123]. Uno de los grandes difusores de este tipo de plegado en Castilla será precisamente Gregorio Fernández, que en sus obras finales hará más evidentes las angulosidades, hasta el punto de ser denominados pliegues a percusión, pues en verdad parece que se hubieran obtenido tras golpear una chapa metálica o tela encolada.
Para abordar el estudio de la amplia producción del escultor, Martín González dividió su trayectoria en seis períodos a través de los cuales transita la evolución de su plástica[124]. En la primera etapa (1605-1610) todavía tenemos a un Fernández contemporáneo de Rincón, lo que es necesario considerar por las posibles colaboraciones. No obstante, la primera gran obra de envergadura que saldrá de su obrador será el retablo mayor de la iglesia de San Miguel en Valladolid (1606), cuyo patronazgo ostentaba el municipio; de la arquitectura se hizo cargo el ensamblador Cristóbal Velázquez. La mayor parte de la copiosa obra escultórica se conserva, si bien el mal estado que presentaba la parroquia a finales del XVIII aconsejó su traslado a la que habían dejado libre los jesuitas, de modo que el retablo mayor actual surge de la fusión de los conjuntos originales que tenían ambas iglesias en sus testeros. Las figuras que se conservan muestran conexiones evidentes con la etapa manierista. Son obra personalísima del escultor los cuatro Apóstoles, como ya señalara en su momento Agapito y Revilla, y en ellas es patente el alargamiento del canon o el contrapposto; las de san Pedro y san Pablo figuraron en la exposición de las Edades del Hombre celebrada en Arévalo en 2013. La elegancia de san Miguel (Fig.12), obra diseñada según los estilemas manieristas y en relación con la producción de Pompeo Leoni, evoca para Urrea el grupo escultórico de Carlos V dominando al furor (Museo Nacional del Prado), original del broncista milanés[125].
Fig. 12. Gregorio Fernández, San Miguel, 1606. Valladolid, iglesia de San Miguel y San Julián, figura central del retablo mayor.
Gregorio Fernández también inicia en esta etapa la serie dedicada a Cristo yacente con el que guardan en clausura las monjas del convento de Santa Clara en Lerma (Burgos), muy relacionado con el Yacente del convento vallisoletano de San Pablo. La diferencia entre ambos estriba en el modelado, más suave en el primero y de tipo hercúleo en el segundo, de desnudo ya naturalista. El tema constituye una particularidad dentro de la obra del artista. La figura de Cristo se segrega del Santo Entierro, lo que ya era frecuente en Castilla desde la Baja Edad Media, mas la amplia serie que crea el autor es suficiente para contribuir a su popularización, de modo que será muy imitado. El citado de Lerma es el primero de la serie, y servía como receptáculo para la reliquia de la sangre de Cristo que la reina doña Margarita de Austria regaló al convento[126].
La creciente fama que el taller empieza a cosechar dentro y fuera de Valladolid avala la gran actividad que se documenta en el período comprendido entre 1611 y 1615, donde ya el artista recoge y potencia el testigo del giro que había experimentado hacia el naturalismo en la etapa precedente. La actividad se ejemplifica a través de los retablos que contrata. El mayor de la catedral de Miranda do Douro —que inicia en 1610— constituye una de las obras más espléndidas de