Escultura Barroca Española. Las historias de la escultura Barroca Española. Vicente Méndez Hermán
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Fig. 13. Gregorio Fernández, Cristo desclavándose de la cruz para abrazar a San Bernardo, contratado en 1613. Valladolid, retablo mayor del convento de las Huelgas Reales.
En el retablo de la iglesia de los Santos Juanes, de Nava del Rey (Valladolid), se empleó a fondo durante los años 1613 y 1624, aunque la envergadura de la obra le obligaría a seguir trabajando durante más tiempo a fin de concluir el rico conjunto de relieves y tallas exentas que pueblan la arquitectura. La traza la diseñó el arquitecto real Francisco de Mora por especial empeño de los patronos, quedando a cargo de su ejecución el ensamblador Francisco Velázquez, quien terminaría traspasando el contrato a su padre Cristóbal y a su hermano Juan Velázquez —el diseño de este retablo sería ampliado para ejecutar el mayor de la catedral de Plasencia—. Y para el monasterio cisterciense de Valbuena (Valladolid) realizó los relieves con la Sagrada Familia y la Virgen ofreciendo leche a san Bernardo hacia 1615, y es muy probable que formaran parte de un retablo desaparecido[128].
En la imaginería de los santos también prodigan los tipos que fija el maestro, fruto de los procesos de beatificación y santificación de los que se resuelve la incorporación de nuevas figuras a los altares. Santa Teresa es una de las primeras, beatificada en 1614. Seguramente el escultor creó un prototipo con la imagen que se conserva en el santuario vallisoletano de Ntra. Sra. del Carmen Extramuros, hacia 1615 (Fig.14), lo que vendría justificado por tratarse de una obra destinada a un convento de Carmelitas Descalzos, interesados por tanto en difundir el culto a su reformadora. Sin embargo, y como bien señala Urrea, la talla que hizo el mismo Fernández entre 1624 y 1625 para el convento del Carmen Calzado, y que hoy se conserva en el Museo Nacional de Escultura, alcanzó un mayor éxito en cuanto a su repetición. El libro y la pluma que porta son símbolos de su condición de mística doctora; su mirada se dirige hacia lo alto para indicar que es presa de la inspiración divina. El hábito es el propio de una monja carmelita descalza, con su manto blanco y su velo, del que están ausentes las quebraduras que luego populariza; en el caso de la citada imagen del Museo Nacional de Escultura y las de su serie, el hábito se caracteriza por los alfileres con los que parece estar prendido, de lo que resulta una gran plasticidad, derivada a su vez de las dobleces a las que da lugar[129].
Fig. 14. Gregorio Fernández, Santa Teresa, c.1615. Valladolid, Santuario de Ntra. Sra. del Carmen Extramuros.
Junto a Santa Teresa, Gregorio Fernández también representó —entre 1610 y 1622 aproximadamente— las imágenes de san Ignacio de Loyola, san Francisco Javier y san Francisco de Borja para los colegios jesuíticos de Vergara (Guipúzcoa), Oña (Burgos) y Valladolid. En muchas ocasiones, y con la finalidad de conceder una plasmación real a estas figuras, hubo de servirse de retratos, lo que demuestra la tendencia realista hacia la que camina el escultor, como bien señalara en su momento el padre Hornedo[130].
La aportación de Gregorio Fernández al género escultórico del paso procesional resulta decisiva a través de las obras que realiza desde 1612 para las cofradías penitenciales de la ciudad del Pisuerga. En ellas continúa evolucionando a partir del paso que había creado su maestro Francisco Rincón, consistente en componer escenas con varias figuras de tamaño natural, y en madera. No debemos olvidar que es muy posible que colaborara con Rincón en el paso de la Exaltación de la Cruz, ya que en esa etapa era oficial de su taller (Fig.10).
En 1614 concertó el paso Camino del Calvario, hoy conservado en el Museo Nacional de Escultura, en el que fija el modelo de lo que será la escena a partir de este momento. Prima el carácter de la representación, destinado a impactar en las gentes de la calle, que admiran y meditan al paso de la procesión; la novedad radica en la multiplicación de las figuras en aras de una mayor teatralidad para conmover a los fieles. Los gestos de los sayones están potenciados para aumentar el sufrimiento de Cristo, y también con la finalidad de caricaturizarlos. Martín González llamaba la atención sobre el Cirineo, un hombre vestido a la moda campesina —decía—, y que toma la cruz de Cristo con sus robustos y voluntariosos brazos[131].
La etapa se cierra con una obra magistral, el Cristo yacente del Pardo que realiza entre 1614 y 1615 por encargo de Felipe III, quien lo regaló al convento de Capuchinos (Fig.2). Al ser una pieza destinada en principio a la sola contemplación de la familia real, se entiende la calidad que presenta. El cuerpo desnudo de Cristo se ha tallado de forma conjunta con el lecho. En la cabeza se plasma un patetismo extremo, de angustiosa evidencia cadavérica, con los ojos de cristal entreabiertos y la boca también abierta, mostrando los dientes de marfil. Los mechones del pelo se disponen de forma ondulante sobre la almohada. La obra conlleva además un estudio anatómico perfecto, si bien la evidente estrechez de los hombros responde a un recurso sin duda voluntario dada la obligada visión lateral que eligió para acercar más la cabeza al espectador. La encarnación es mate, muy fina, y hay poca sangre, la propia de las heridas de manos, pies y costado. Para Ricardo de Orueta, “en los yacentes […] se acaban las atenuaciones de expresión y los matices. Estas estatuas no expresan más que una cosa: muerte”[132]. La veneración de este Yacente dará lugar a los encargos que ejecuta durante el siguiente período, destinados a los conventos de la Encarnación y de San Plácido, en Madrid, ambos fechables entre 1620 y 1625.
Fernández ha dejado atrás el manierismo en favor de un claro naturalismo con el que abre el tercer período de su producción (1616-1620), y se pone de manifiesto en el paso de la Piedad que realiza en 1616 para la Cofradía de las Angustias, hoy en el Museo Nacional de Escultura (Fig.15). Destaca la Piedad en sí, propia de la iconografía del maestro y de una exultante sobriedad castellana. A ambos lados se disponen los dos ladrones, que son al mismo tiempo una espléndida lección de anatomía y también de comprensión sociológica de los personajes: desesperación (Gestas) y bondad (Dimas). Se trata de un tema que evoluciona desde Juan de Juni, aunque el tipo arranca del gótico alemán, y a través de Flandes llega a España a mediados del siglo XV[133]. Los elementos que definen su representación son dos: la Virgen con los brazos levantados, y la incrustación del cuerpo exánime de su Hijo en el regazo, que llega a parecer que está colgado de su pierna derecha. El modelo más cercano para Fernández fue el que hizo Francisco Rincón para la fachada de las Angustias en Valladolid (1605). Y como hábil maestro que es, dará lugar a una gran variedad de formas a la hora de representar la Piedad, con el cuerpo de Cristo a izquierda o derecha mientras que la Virgen puede levantar dos brazos o uno solo. Será también un modelo muy copiado.
Fig. 15. Gregorio Fernández, Paso de la Piedad (detalle), 1616. Valladolid, Museo Nacional de Escultura, realizado para la Cofradía de las Angustias.
Dentro del ciclo de la Pasión, Fernández ultima en este período el tema de Cristo atado a la columna, que ya había nacido en la etapa anterior. Tenemos un ejemplo singular en la vallisoletana iglesia penitencial de la Vera Cruz, que ya estaba hecho en 1619 dentro del paso del Azotamiento