Escultura Barroca Española. Las historias de la escultura Barroca Española. Vicente Méndez Hermán
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Otro de los tipos escultóricos que se definen ahora es el de la Inmaculada, a lo que contribuyen los encargos de los conventos franciscanos. Al igual que los anteriores, también será uno de los temas de mayor popularidad de Gregorio Fernández ante el fervor inmaculista existente en España[136], que pide imágenes para el culto. La serie de representaciones de este tema nos muestra a una Virgen con el rostro juvenil, cuyos largos cabellos caen por ambos lados y por la espalda, dispuestos de forma simétrica, jugando además con su ondulación. Las manos se disponen plegadas, orantes, dentro del quietismo y recogimiento que caracteriza su representación, y que es ejemplo de modestia y candor. La imagen apoya sobre un trono de ángeles o sobre la figura del dragón, símbolo del demonio vencido. Y en torno a ella, una aureola de rayos que contribuyen al efecto de conjunto, además de los plegados con los que van dotados el manto y la túnica de María. Destaquemos la belleza con la que ejecuta la Inmaculada destinada a la iglesia salmantina de la Vera Cruz, encargada en 1620. No obstante, el tipo ya lo había empezado a trabajar desde los inicios de su carrera, como así lo demuestra la Inmaculada del convento de Santa Clara de Palencia, de hacia 1610[137].
A esta primera etapa corresponde también el Nazareno conservado en la iglesia de Santa Nonia, en León, que se le atribuye, y que el escultor habría entregado hacia los últimos años de la década de 1610, y estaría en relación con el Nazareno, no conservado, que hizo para el citado paso del Camino del Calvario[138].
En el arco temporal comprendido entre 1621 y 1625, Gregorio Fernández se afianza en el naturalismo. El taller registra ya una creciente actividad, con un amplio abanico tanto de clientela como de producción escultórica, con presencia en el País Vasco —a donde había llegado a instancias de los franciscanos—. Una obra admirada de este momento es la Sagrada Familia de la vallisoletana iglesia de San Lorenzo (1620), siguiendo la línea que ya iniciara en el citado conjunto del monasterio de Valbuena. Fue un encargo de la Cofradía de San José, que tenía el cometido de velar por los niños expósitos. En 1624 trabaja en el relieve del Bautismo de Cristo destinado al convento del Carmen Descalzo de Valladolid, y al que ya nos hemos referido (Fig.1). El maestro alcanza su plenitud, haciendo el más perfecto de sus relieves, a juicio de Martín González, para quien “se dan armónica cita el culto al desnudo, la potencia de los ropajes, la unción del tema, la monumentalidad de los personajes, junto a un virtuosismo nada excesivo”. Continúa asimismo su actividad para las cofradías penitenciales, y en plena culminación de su carrera contrata el paso del Descendimiento (1623) para la vallisoletana iglesia penitencial de la Vera Cruz, un verdadero alarde de composición dentro del género[139].
En esta etapa ejecuta dos de las obras más hermosas de su producción, el Ecce-Homo del Museo Diocesano y Catedralicio de Valladolid (hacia 1621) (Fig.4), y el Crucifijo de la iglesia del convento de monjas Benedictinas que se alza en San Pedro de las Dueñas (León), una obra fechada entre 1620 y 1625. En ambos casos, el maestro continúa trabajando en los tipos iconográficos. En el Ecce-Homo, Cristo se representa de pie, en el instante en que es presentado al pueblo por parte de Pilatos y tras haber sufrido la flagelación. En la composición de la pieza es clara la referencia al Doríforo de Policleto, lo que subraya aún más el intencionado equilibrio con el que ha sido concebida. Destaca el conocimiento anatómico del escultor, que hace un verdadero estudio, y su capacidad para situarla en el espacio con el enriquecimiento de puntos de visión al que da lugar el atemperado movimiento con el que se dota. Como ya veíamos, el paño de pureza es de tela de lino encolada; fue retirado durante la restauración, lo que permitió ver plenamente que se trata de un cuerpo desnudo y comprobar que Gregorio Fernández se recrea en la belleza del mismo. Recordemos que la obra fue concebida para ser vista con el perizoma, y nunca en su plena desnudez. Lo mismo ocurre con el Santo Ángel de hacia 1611 conservado en el Museo Diocesano y Catedralicio de Valladolid; con el Cristo del paso del Descendimiento perteneciente a la vallisoletana iglesia penitencial de la Vera Cruz, contratado en 1623; o con el Yacente de la iglesia jesuita de San Miguel y San Julián en Valladolid, del período 1631-1636.
En lo que respecta al tema del Crucificado, Cristo en la cruz se representa exánime, falto de vida. La corona de espinas puede aparecer labrada en el bloque de madera (sobre todo en los primeros tiempos) o ser natural. Los pies aparecen sujetos por un solo clavo. Y el paño de pureza se amolda jugando con los profundos pliegues, anudados en un extremo. Ya que se trata de la iconografía que remata el ático de los retablos, se suelen incorporar la Virgen y san Juan, junto a María Magdalena en algunos casos, como el mayor de la catedral de Plasencia. Destaca la imagen citada del monasterio de monjas Benedictinas de San Pedro de las Dueñas (León), fechable entre 1620 y 1621, y el Crucificado de la capilla de los Valderas, en la iglesia de San Marcelo de León, ya del último período (1631). La principal aportación de Gregorio Fernández a este tema fue el carácter lacerante con el que le da forma plástica, abriendo una profunda herida en el costado, del que mana un chorro de sangre, y que se complementa con la que inunda el rostro fruto de las heridas causadas por el hundimiento en la carne de las espinas de la corona.
Junto a los temas de la pasión, el predicamento de los marianos sigue en aumento, y un ejemplo lo tenemos en la iconografía de la Virgen del Carmen. Con claras aportaciones del escultor, es un tema además muy reclamado por la Orden del Carmelo. Destaca el original conservado en el convento de San José en Medina de Rioseco, fechable en el decenio 1620-1630. La iconografía consiste en la figura de María vistiendo el hábito carmelitano, con el Niño en la izquierda y el escapulario que muestra en la diestra[140].
El período de mayor actividad del obrador de Fernández se desarrolla entre 1626 y 1630, lo que conllevará un creciente aumento del número de colaboradores, y el colapso del taller a la postre. En esta etapa contrata los conjuntos de escultura destinados a poblar los retablos mayores de la parroquial de San Miguel en Vitoria, en el que se comenzó a trabajar en 1627 y no se concluyó hasta 1632[141], y el monumental de la catedral de Plasencia (Fig.11), ultimado en 1632 y en el que destaca especialmente el relieve de la Asunción, dentro de un programa iconográfico que resulta muy expresivo de la España de la Contrarreforma[142].
La producción de Gregorio Fernández es tan amplia que llega hasta alcanzar las tierras americanas, donde se conserva el grupo de San Joaquín, Santa Ana y la Virgen, en la iglesia de San Pedro de Lima —ya estaba terminado en 1629—.
Entre las imágenes de devoción está la Piedad, conservada en la iglesia de Santa María de La Bañeza (León), aunque fue un concierto que hicieron los franciscanos del convento del Carmen de esta localidad con el escultor, el cual fue ratificado en 1628. La devoción a la Inmaculada sigue nutriendo contratos como el que establece para ejecutar la magnífica imagen de esta advocación destinada a la catedral de Astorga, y que ultima en 1626[143], o la Inmaculada que entregó en 1630 al convento zamorano de la Concepción, y que es posible que formara parte de la dote con la que profesó en 1630 doña Magdalena de Alarcón[144].
La talla de santo Domingo que hace para el convento vallisoletano de San Pablo en 1624 es una de las más originales del escultor, que concibe al santo en éxtasis activo y le rodea de los pliegues a percusión —característicos de esta etapa— a que da lugar la extrema angulosidad con la que se crean; o el San Isidro Labrador de la parroquial de Santa María en Dueñas (Palencia), de hacia 1628 y con el que Gregorio Fernández crea otro de los tipos iconográficos de mayor popularidad en Castilla[145], correspondiente a un santo labriego.
El último período de la producción del escultor transcurre entre 1631 y 1636, donde el desfallecimiento de sus energías, la acumulación de encargos, obras inacabadas y fallidas —el retablo mayor de la cartuja vallisoletana de Aniago— constituyen los parámetros definitorios de la recta final de su trayectoria. Aún estaban pendientes de ultimarse los retablos mayores de San Miguel en Vitoria