Reflexiones de un viejo teólogo y pensador. Leonardo Boff
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La importancia de los sueños
Doy mucha importancia a los sueños, soñados con los ojos cerrados por la noche y con los ojos abiertos de día. El discurso psicoanalítico, especialmente de C. G. Jung, da enorme importancia a los sueños, pues vienen de lo más profundo de nosotros mismos. El sueño es la palabra del inconsciente personal y colectivo, especialmente los grandes sueños que tienen que ver con nuestra propia identidad más radical y con nuestro destino en la vida.
Para la Biblia del primer y segundo testamentos, el sueño es una forma por la que Dios se comunica con su pueblo, con los jueces y los profetas. Los patriarcas reciben mensajes en sueños (Gén 15,12-21; 20,3-6; 28,11-22; 37,5-11; 46,4). Los jueces, que eran líderes populares (Jue 6,25), y reyes (1 Re 3), y especialmente los profetas (1 Sam 3,2; 2 Sam 7,4-17; Zac 6,25; Dn 2,7; Jl 3,1), también recibían en sueños mensajes divinos. Me siento incluido en las palabras del profeta Joel: “En los últimos días, los ancianos soñarán sueños y los jóvenes tendrán visiones” (Jl 3,1; He 2,14-17). Espero ardientemente que los jóvenes que me lean tengan visiones esperanzadoras para el futuro de la vida y de nuestra madre Tierra, seriamente amenazadas por agresiones de todo tipo debidas a la irracionalidad de nuestra civilización, que no conoce límites ni respeta ningún ser.
En el Segundo Testamento, José, esposo de María y padre social de Jesús, no pronunció ni una sola palabra, apenas tuvo sueños (Mt 1-2). Como obrero, hablaba con sus manos callosas. Por eso es el patrono de los trabajadores anónimos, a quienes nunca se da publicidad pero viven los valores evangélicos. Fue fundamental, como padre cuidador y proveedor de la sagrada familia, protegiendo al hijo de la sanguinaria voluntad de Herodes, huir al exilio egipcio. San Pablo tuvo sueños nocturnos que le mostraban el camino a seguir (He 16,92; 18,9; 23,11; 27,23).
El gran sueño de Israel era poseer una tierra donde manara leche y miel (Ex 3,15-18). Nadie proyectó un supremo sueño mejor que el profeta Isaías, en el siglo viii antes de Cristo:
Miren, yo voy a crear un cielo nuevo y una tierra nueva; de lo pasado no haya recuerdo ni venga pensamiento, más bien gocen y alégrense siempre por lo que voy a crear; miren, voy a transformar a Jerusalén en alegría y a su población en gozo; me alegraré de Jerusalén y me gozaré de mi pueblo, y ya no se oirán en ella gemidos ni llantos; ya no habrá allí niños malogrados ni adultos que no colmen sus años, pues será joven el que muera a los cien años, y el que no los alcance se tendrá por maldito. Construirán casas y las habitarán, plantarán viñas y comerán sus frutos, no construirán para que otro habite, ni plantarán para que otro coma; porque los años de mi pueblo serán los de un árbol y mis elegidos podrán gastar lo que sus manos fabriquen. No se fatigarán en vano, no engendrarán hijos para la catástrofe; porque serán la estirpe de los benditos del Señor, y como ellos, sus retoños. Antes de que me llamen yo les responderé, aún estarán hablando y los habré escuchado. El lobo y el cordero pastarán juntos, el león como el buey comerá paja. No harán daño ni estrago por todo mi Monte Santo —dice el Señor— (Is 65,17-25).
Ese sueño es inmortal y, como todo sueño o utopía, de alguna manera anticipa el futuro que vendrá.
El sueño inmortal de Jesús
El mayor de todos los sueños es el de Jesús: el Reino de Dios ya presente entre nosotros. Los gestos liberadores de Jesús muestran signos de su presencia, como curar enfermos, limpiar leprosos, devolver la vista a los ciegos, resucitar a su amigo Lázaro, multiplicar panes y peces para una multitud hambrienta, calmar las revueltas aguas del lago de Genesaret y perdonar pecados (Lc 7,21-22). Entonces habrá libertad para los presos y liberación para los oprimidos (Lc 4,18s) y surgirá un mundo en que los pobres, los hambrientos y los sedientos, los que lloran y sufren serán bienaventurados (Lc 12,20). Al final, “habrá un cielo nuevo y una tierra nueva y Dios mismo enjugará las lágrimas de los ojos. Ya no habrá muerte ni pena ni llanto ni dolor. Todo lo antiguo ha pasado” (cf. Ap 21,1.4-7).
Sueños como pesadillas
Todos los pueblos tienen sus sueños, que los empujan a trabajar en búsqueda de su realización. Hemos tenido, y aún tenemos, el sueño del capitalismo, de una sociedad de la abundancia. Se consiguió para un pequeño grupo a costa de dos perversas injusticias: la injusticia social de los millones y millones de pobres y miserables y la injusticia ecológica con la devastación de la naturaleza. Ese sueño, aunque continúe, está poniendo en riesgo las bases físico-químicas y ecológicas que sostienen la vida. Por su parte, la utopía socialista buscó una sociedad igualitaria, pero impuesta de arriba hacia abajo, anulando la identidad de cada individuo. Ese sueño costó la vida a millones de personas y se perdió en la historia.
Pero si no queremos estancarnos y hundirnos en el pantano de los intereses de las minorías poderosas y dominantes sobre las grandes mayorías populares tenemos que alimentar sueños.
La mayoría de esos sueños maximalistas terminó en una pesadilla, o lo que es lo mismo, en sueños con fatales consecuencias, especialmente para los pobres y marginados. Toda pesadilla viene del inconsciente, con imágenes de acontecimientos trágicos, de personas que nos atacan o situaciones con riesgo vital que nos meten miedo y producen angustia. Las pesadillas nos hacen despertar sobresaltados. Por ejemplo, durante el juicio de Jesús en el tribunal, la mujer de Pilatos le dijo: “No te metas con ese inocente, que esta noche en sueños he sufrido mucho por su causa” (Mt 27,19).
Los sueños buenos y prometedores
El gran sueño de Pierre Teilhard de Chardin (1881-1955) era anunciar la nueva fase de la historia, la noosfera, esto es, una humanidad unida de mente corazón habitando el mismo planeta. Enfatizaba que “el tiempo de las naciones ya pasó; lo que importa es construir la Tierra”.
¿Cuál es el sueño de la teología de la liberación? Que todos, empezando por los más pobres y oprimidos, puedan librarse de todo lo que les oprime externa e internamente y vivir como hermanos y hermanas en justicia, solidaridad, respetuosos con la naturaleza y la madre Tierra, en un gran banquete, disfrutando con moderación compartida de los buenos frutos de la gran y generosa madre Tierra. Muchos fueron perseguidos, presos, torturados y muertos en América Latina por intentar realizar ese sueño. Pero el sueño verdadero y bueno nunca muere. La esperanza nos garantiza que un día se realizará.
¿Y cuál es el gran sueño del papa Francisco, compartido también por la Carta de la Tierra y tantos ecologistas? Lo expresa bien en su extraordinaria encíclica Laudato Si’: sobre el cuidado de la casa común (junio de 2015) en esta frase:
Todo está relacionado, y todos los seres humanos estamos juntos como hermanos y hermanas en una maravillosa peregrinación, entrelazados por el amor que Dios tiene a cada una de sus criaturas y que nos une también, con tierno cariño, al hermano sol, a la hermana luna, al hermano río y a la madre Tierra (n. 92).
O cuidamos de la madre Tierra, nuestra casa común, y nos damos la mano para trabajar juntos y en solidaridad, o formaremos el cortejo de quienes se dirigen a su propia sepultura.
Por eso vemos qué importante y urgente es alimentar sueños buenos que nos lleven a prácticas transformadoras y alimenten continuamente nuestra esperanza.
Ya en el atardecer de nuestra vida, queremos transmitir ese sueño a los jóvenes que vienen tras nosotros. A ellos les toca llevar adelante el sueño de Jesús, del papa Francisco, de la teología de la liberación integral y de tantas personas que también alimentan el sueño de una humanidad mejor. Esos jóvenes tienen que ser protagonistas de un futuro mejor para nosotros mismos, para la naturaleza y para la madre Tierra.
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