Reflexiones de un viejo teólogo y pensador. Leonardo Boff
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Descifrar esta última realidad corresponde a la tarea del pensamiento filosófico y teológico, buscarle un nombre que venerar, o muchos nombres, sin que por ello podamos definir su naturaleza de misterio, cognoscible y siempre por conocer. Son solo señales que nos indican en qué dirección debemos pensar y qué actitudes debemos cultivar para poder captar su presencia misteriosa y amorosa.
Junto a la indagación sobre qué es el ser humano está inseparablemente la pregunta acerca de la última realidad a la que nos referimos antes.
Quienes profesan la fe cristiana lo denominan simplemente Dios. Otros le dan otros nombres: Tao, Shiva, Alá, Olorum y Yahvé, pero se trata en todos los casos de la misma y última realidad. Los nombres cambian, pero ella está siempre presente desafiándonos. Ambos, ser humano y dios, somos un misterio, cada uno a su manera, inseparable y mutuamente implicados.
El teólogo y la sabiduría
El teólogo que entiende solo de teología acaba no entendiendo ni siquiera de teología. Por naturaleza, la teología es un discurso globalizante, pues tiene la osadía de pensar todas las cosas y articularlas a la luz de Dios. Solo conseguirá dialogar mínimamente con los diferentes saberes actuales, en la medida de sus posibilidades, si se toma esa tarea en serio durante toda su vida. El premio será un espíritu sapiencial.
El verdadero teólogo que busca las raíces debe convertirse en un sabio poco a poco. No es que yo haya alcanzado ese punto; eso sería mucha arrogancia (la hybris de los griegos), pero intenté abrirme a ella, buscando la sabiduría que tanto elogia la Biblia, especialmente el libro de la Sabiduría.
El sabio se hace sensible al sentido del misterio, a la grandeza y miseria humanas. Se hace capaz de leer la realidad como símbolo de un misterio que traspasa toda la realidad y también habita en su propia vida. Por eso existe una sacralidad propia de la sabiduría.
Es tarea del sabio discutir los fines, y no solo perderse en los medios. En esa dimensión emerge su postura ética y espiritual, fundamental para todo pensador. Él es el guardián de los grandes ideales de la humanidad; no se preocupa tanto del cómo, sino que se interroga principalmente acerca del porqué, donde la verdad se esconde.
Solo el pensador puede ser un mártir como Sócrates y tantos otros y otras en la historia de la humanidad, en testimonio de una verdad que no es posesión de nadie sino instancia que juzga a todos, incluido él mismo.
El pensador no está presente solo en el ámbito de la cultura ilustrada. Pensar es un atributo de todo ser humano, por lo que existe también el pensador popular que, dentro de la gramática simbólica y narrativa, contempla el sentido de la realidad y la expresa con igual fuerza y, no pocas veces, hasta con más vigor que el pensador clásico.
En la actualidad, junto con la movilización popular surgen los pensadores populares como medios naturales de comunicación de los deseos y luchas de los oprimidos, del cuestionamiento del tipo de sociedad bajo la que estamos sufriendo, y para manifestar qué otra sociedad queremos y cómo preservar los valores que aún no han desaparecido de la cultura popular.
Evidentemente, como cualquier otro agente social, el pensador también ocupa su lugar. En una sociedad de clases como la nuestra, con profundas desigualdades, tiene también la función de denunciarla y anunciar su superación gracias a la creación de la justicia social.
Sin embargo, el pensador no se deja consumir plenamente en una determinación de clase; su compromiso es con la verdad que debe ser pensada y testimoniada, por encima de cualquier conveniencia, “oportuna o inoportunamente”. La ignorancia y la masacre no ayudan a nadie, y perjudican a todos.
Hay además una instancia que no cabe dentro de los intereses de los grupos sociales que desempeñan su papel en la gran obra de la vida. Estos grupos no producen la verdad ni pueden interpretarla a gusto durante mucho tiempo, pues dicha instancia los juzga. La verdad suprema no es juzgada por el veredicto de la historia, sino que es ella quien juzga a la misma historia. Pensar la verdad de esa manera es la valentía del pensador, especialmente de aquel que asume el oficio de teólogo.
Por eso su posición social es incómoda, pues no se puede reducir totalmente a los criterios de un lugar social, religioso o eclesial. Su auténtico lugar es el de filosofar, tan propio de la tradición del pensamiento occidental: siempre repensando los propios fundamentos, cuestionando sus presupuestos, constatando el círculo vicioso de todo pensar y ser capaz de transformarlo en círculo virtuoso que retome permanentemente las viejas cuestiones, que se vuelven nuevas al ser siempre resituadas, como el sentido de la vida y el misterio de toda existencia. En otras palabras, el pensador comprueba que él, a pesar de todas las determinaciones de la condición humana, no se agota jamás en ellas, sino que alcanza y conserva la universalidad. Por eso, hay cuestiones que sencillamente son humanas, y no propias del estatuto de la clase burguesa o proletaria, hegemónica o subalterna.
La existencia del pensador siempre nos hace replantearnos cuestiones fundamentales:
Qué es el ser humano?
Qué puede y no puede?
A qué está llamado?
Se trata de un apéndice del proceso cosmogénico?
O bien, posee su propia irreductibilidad?
No es, más bien, ese por quien el universo se percibe a sí mismo?
Cuál es la misteriosa luz a través de la cual vemos la luz?
Qué tipo de discurso produce normalmente el pensador?
Él transita por varios campos del saber e intenta ecologizarlos. Su discurso constituye, en el buen sentido de la palabra, una mezcla semántica. Une los discursos, combina los juegos lingüísticos porque sabe que todos están unidos entre sí, en una indescriptible red de relaciones, como con tanta insistencia enfatiza el papa Francisco en su encíclica Laudato Si’ (2015).
En ese sentido, todos los discursos están al servicio de la comunicación de lo humano universal. Como su oficio lo sitúa en el nivel de las cuestiones fundamentales, a veces filosofa como un filósofo, otras evoca como un poeta o raciocina como un científico, o advierte como un moralista, y otras universaliza como un humanista, o asume un tono sacerdotal, e incluso extrapola como un místico. Su discurso es el de todo maestro del espíritu: enseña, advierte, proclama, profetiza, conservando el tonus firmus en las cuestiones relativas al sentido de los sentidos, sin el que la vida pierde su dignidad y el mérito de ser vivida.
Cada generación posee sus grandes sabios. Llegan a ser grandes por la fidelidad que conservan en la escucha al espíritu de su tiempo. Son sus testigos, como flechas dirigidas a lo alto. Muchos que caminan por el valle elevan la mirada y, gracias a ellos, buscan también la cima de las montañas, donde lo alto es aún más alto. Es una señal que apunta hacia las causas que dignifican al ser humano y por las que vale la pena vivir, sacrificarse y dignamente morir.
El teólogo: un ser casi imposible
Tras todas estas reflexiones debemos confesar humildemente que hacer teología es una tarea casi irrealizable. No es como ver una película o ir al teatro. Es algo muy serio, pues se ocupa de la última realidad, del principio que origina todo ser y no es un objeto tangible como los demás.
Por eso la búsqueda de la partícula “Dios” en