Reflexiones de un viejo teólogo y pensador. Leonardo Boff
Чтение книги онлайн.
Читать онлайн книгу Reflexiones de un viejo teólogo y pensador - Leonardo Boff страница 9
Para los cristianos, creer en un solo Dios que es comunión trinitaria lleva a pensar que toda la realidad contiene en su seno una marca propiamente trinitaria. Las personas divinas son relaciones subsistentes, y el mundo, creado según el modelo divino, es una trama de relaciones (Laudato Si’, nn. 239-240).
Ahora bien, las intuiciones místicas y las tradiciones espirituales de la humanidad ya expresan esta reflexión. La esencia de la experiencia judeocristiana se articula en este eje, el de un Dios en comunión con su creación, un Dios personal, una vida que, según la fe cristiana, se desvela en tres vivientes: el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo.
El principio dinámico de auto-organización del universo está actuando en cada una de las partes y en el todo. Sin nombre y sin imagen. Como ya hemos dicho, Dios es el nombre que encontraron las religiones para sacarlo del anonimato e introducirlo en nuestra conciencia y en nuestra celebración.
Es un nombre de misterio, una expresión de nuestra reverencia. Él está en el corazón del universo. El ser humano lo siente en su corazón bajo la forma de entusiasmo (en filología, “entusiasmo” en griego significa tener un dios dentro). Lo vemos integrado en su interior como hijo e hija. En la experiencia cristiana decimos que él se acercó a nosotros, se hizo pobre entre los pobres para que nadie se sintiese excluido.
Ese es el sentido más profundo de la encarnación del Hijo del Padre que bajó a nosotros para llevarnos a la casa que él preparó para cada uno desde toda la eternidad.
El anhelo fundamental del ser humano no está solo en saber de Dios de oídas (cf. Job 42,5), sino en experimentarlo. Hoy día es la mentalidad ecológica, especialmente la ecología profunda e integral, la que abre mayores posibilidades para realizar dicha experiencia de Dios. Se sumerge en aquel misterio que lo abarca todo, lo penetra todo, resplandece en todo, lo soporta todo y lo acoge todo.
Pero para acceder a él no hay un solo camino y una sola puerta. Esa es la ilusión occidental, especialmente de las iglesias cristianas con su pretensión de monopolizar la revelación divina y los medios de salvación. Dios siempre se dio y se da a todos, en todo tiempo y lugar, pues todos son hijos e hijas queridos: “Muchas veces y de muchas formas habló Dios en el pasado” (Heb 1,1).
Para quien ya ha experimentado alguna vez el misterio que llamamos Dios, todo es camino, y cada ser se convierte en sacramento y puerta para el encuentro con él. La vida, a pesar de las tribulaciones y de las difíciles combinaciones de caos y cosmos y de dimensiones diabólicas y simbólicas a las que hicimos referencia en el capítulo 2, se puede transformar en una fiesta y en una celebración para toda la eternidad.
Dios como Trinidad, comunión de divinas personas: el cristianismo
Muchas religiones afirman el monoteísmo, la existencia de un único Dios creador y sustento de todos los seres. El judaísmo y el islam afirman con vigor la existencia de un único Dios. La fe cristiana no niega esta afirmación, pero dice que se trata de un monoteísmo pre-trinitario. El cristianismo afirma la trinidad de Dios —Padre, Hijo y Espíritu Santo—, dando origen a un Dios-comunión-amor-comunicación gracias a las relaciones eternas entre ellos.
La fe cristiana llegó a esta afirmación gracias a Jesús de Nazareth, que llamaba a Dios con el dulce apelativo “abba”, “mi querido papá”. Quien llama a Dios Padre se siente su Hijo. Jesús llegó a decir: “El Padre y yo somos uno” (Jn 10,30) o “Quien me ha visto a mí ha visto al Padre” (Jn 14,9). Además, actuaba en él una fuerza divina que le hacía curar enfermos, liberar personas psicológicamente presas (en aquel momento se decía que estaban endemoniados) e incluso resucitar muertos. Él era el portador de esa fuerza divina, que fue identificada con el Espíritu Santo. Ellos constituyen la santa Trinidad: Padre, Hijo y Espíritu Santo.
Se entrelazan, se compenetran y se unifican (se convierten en uno) sin dejar de ser distintos y un único misterio. Son distintos para poderse relacionar y comunicarse uno al otro, por el otro, con el otro y en el otro, sin nunca ser el otro. Y así permanecen eternamente juntos.
En el principio no está la soledad del uno (monoteísmo) sino la comunión de los tres (trinidad). El tres no es un número que pueda ser multiplicado siempre o al que poder añadir otro número, como pensaba el filósofo I. Kant (1724-1804), quien no entendió que las divinas personas son únicas, que los únicos no son números y que por eso no pueden ser sumados y multiplicados. Pero sí son relacionales. Por eso se relacionan tan radicalmente y se entrelazan tan completamente que emergen como un único Dios-relación-comunión-amor.
Son él único y mismo misterio realizándose eternamente en la persona del Padre, en la persona del Hijo del Padre y en la persona del Espíritu Santo, misterio este que expresa la unión del Padre y del Hijo del Padre y del Espíritu Santo, que es el nexo de unión entre ellos.
Esto es el monoteísmo trinitario, singularidad de la fe cristiana. Siempre existió, siempre existe y siempre existirá para siempre. Reverente, la inteligencia teológica se rinde al misterio, pues tiene conciencia de que Dios trinidad puede ser aquello que nuestra inteligencia apenas puede alcanzar.
Si Dios trinidad es esencialmente relación, todo lo que él creó estará también en relación de todo con todo. Es un espejo de ese misterio innombrable pero amoroso.
Un teologúmeno: la Trinidad entera viene hasta nosotros
Por “teologúmeno” entendemos una hipótesis teológica que aún no es una doctrina oficial pero tiene una base de sustento teológico seria.
Usamos un dicho muy divulgado entre los teólogos medievales, especialmente de índole franciscana: Deus potuit, decuit, ergo fecit, es decir: “Dios podía, era conveniente, por tanto lo hizo”.
Como nadie puede imponer límites a Dios y él es un ser de absoluta autocomunicación —hacia dentro entre las tres divinas personas y hacia fuera para el universo y los seres humanos—, la anterior afirmación tiene sentido: “Dios podía, era conveniente y por tanto lo hizo”.
Este teologúmeno sostiene una hipótesis: no solo el Hijo del Padre vino a nosotros y se encarnó en nuestra humanidad contradictoria y compleja, sino también el Espíritu Santo.
Afirmar la encarnación del Hijo del Padre en la figura humana de Jesús pertenece a la esencia de la fe cristiana. Esto es aceptado por todos los cristianos sin discusión. Pero para que hubiera encarnación fue necesaria una mujer (Miriam de Nazareth) que acogiera en su seno como criatura suya al Hijo del Padre.
En este momento sucedió algo a lo que la teología prácticamente no prestó atención. El evangelio de Lucas dice de forma explícita que “el Espíritu Santo vino sobre ella y montó su tienda en ella” (Lc 1,35). Se utiliza aquí el mismo verbo en griego (episkidsei, que viene de skené = tienda, morada permanente) que en el prólogo del evangelio de Juan, donde se describe la encarnación del Verbo (eskénosen, que también viene de skené). Dicho de otro modo, el Espíritu vino, no se fue, y estableció su morada permanente en María. Al pronunciar su fiat (Lc 1,38) fue elevada a la altura de lo divino. Por tanto se dice: “el consagrado que nazca llevará el título de Hijo de Dios” (Lc 1,35).
De ello se deduce que la primera persona divina enviada al mundo no fue el Hijo del Padre, sino el Espíritu Santo, que se detuvo en María. Sin su consentimiento (fiat) no habría