Reflexiones de un viejo teólogo y pensador. Leonardo Boff

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Reflexiones de un viejo teólogo y pensador - Leonardo Boff Reflexiones teológicas

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      Antes de arriesgarnos a hablar de Dios debemos preguntarnos cosas sobre el ser humano. Sin él, la

      pregunta acerca de Dios pierde sentido. Si perdemos el ser humano, perdemos la senda que nos conduce a la realidad última.

      Él es quien, mirándose a sí mismo, a la historia, a la naturaleza y al universo estrellado, se pregunta:

      ¿Quién puso todo eso en movimiento? Preguntas como esa son inevitables. Poco importa la creencia que tengamos o no tengamos, o la visión del mundo que asumamos, pues ambas se imponen forzosamente al espíritu humano.

      El ser humano en el proceso antropogénico

      A fin de cuentas, quiénes somos nosotros, pequeños seres sensibles, pensantes y amantes, sobre un pequeño y viejo planeta perdido en la inmensidad del espacio sideral?

      Cuando nos planteamos radicalmente preguntas como esta, todos nos volvemos filósofos y teólogos, aunque no utilicemos esos nombres.

      Pero hay quienes se toman esas preguntas como oficio de reflexión para su vida. Se hacen filósofos, pensadores y teólogos de las más diferentes tendencias.

      Teniendo en cuenta todos los conocimientos que ya han acumulado las ciencias, nos preguntamos, tal vez con perplejidad: al final, quiénes somos como seres humanos?

      El universo preparó todos los factores y encontró un sutil equilibrio entre todas las energías, informaciones y formas de materia para que emergiese el ser humano, portador de autoconciencia y de la percepción del misterio. Pero para ser lo que es hoy, sapiens sapiens, tuvo que recorrer un largo camino. Así como hay una cosmogénesis, hay también una antropogénesis, la génesis del ser humano, hombre y mujer, a lo largo del proceso evolutivo del universo, de nuestra galaxia la Vía Láctea, y de la Tierra. Él es el final de un camino que comenzó hace más de 13 millones de años.

      Hace 75 millones de años, al final del Mesozoico, surgieron los más lejanos ancestros del ser humano, los simios. Eran pequeños mamíferos no mayores que un ratón. Vivían en lo alto de árboles gigantes, alimentándose de insectos y de flores, temblando de miedo a ser devorados por los dinosaurios mayores.

      Tras desaparecer los dinosaurios hace 65 millones de años, esos simios pudieron evolucionar sin impedimentos. Hace 35 millones de años ya los encontramos como primates, que formaban un tronco común del que salieron los chimpancés y otros grandes simios por un lado, y nosotros, los seres humanos, por otro. Vivían en las selvas africanas, adaptándose a los cambios climáticos, en algunos momentos de lluvias torrenciales, en otros de tórridas sequías.

      Hace 7 millones de años hubo una decisiva bifurcación a causa de una enorme depresión terrestre, el valle del Rift, que atraviesa de norte a sur buena parte de África. Por un lado, en la parte más alta, quedaron los grandes primates chimpancés y gorilas (con los que tenemos 99% de genes comunes) en las selvas húmedas y ricas en alimentos, y por otro, en la parte baja, surgieron las sabanas y regiones secas, y los australopitecos, ya en camino de la hominización. Por vivir en un hábitat escaso de alimentos tuvieron que desarrollar más el cerebro y usar solo dos piernas para poder ver más lejos.

      Entre 3 o 4 millones de años, en la depresión del Afar etíope, el australopiteco tenía características humanoides. Hace 2,6 millones de años surgió el homo habilis, que ya manejaba instrumentos (piedras pulidas y palos) como una manera de intervenir en la naturaleza. Hace 1,5 millones, ya andaba sobre las dos piernas, y el homo erectus era capaz de realizar una elaboración mental. Pero mucho antes, hace 330 millones de años, ya había surgido el cerebro reptiliano, que regula nuestros movimientos instintivos como el latido del corazón, el pestañeo y las reacciones defensivas ante algo que puede herirnos. Y después, hace 220 millones, surgió el cerebro límbico, común a los mamíferos y a nosotros, que responde por nuestro universo interior de sentimientos, cuidados, amor, deseos y sueños.

      Para completar el proceso, hace 7 u 8 millones de años se estructuró el cerebro neocortical, responsable de nuestra racionalidad y conexiones mentales. En esa secuencia, hace 200.000 años irrumpió en escena el homo sapiens ya plenamente humano, con un tipo de vida social, lenguaje y organización cooperativa para la subsistencia. Finalmente, hace 100.000 años surgió el homo sapiens sapiens moderno, cuyo cerebro es tan complejo que es portador de autopercepción consciente e inteligencia.

      Esta es la base biológica de la percepción consciente de que somos parte de un todo mayor y que captamos esa energía de fondo que llena el universo, llenándonos de respeto y veneración ante el misterio que se revela y se esconde en el mundo, en el cosmos y en cada uno de los seres. Somos conscientes de que un engranaje une y reúne todas las cosas, y podemos entrar en comunión con él mediante ritos, danzas, cantos y palabras.

      Surgido en África —por eso todos somos africanos—, ese hombre comenzará su peregrinación por los continentes hasta ocupar todo el planeta y llegar hasta hoy, cuando comienza el gran regreso a la casa común, dando origen a la fase planetaria de la humanidad y de la propia Tierra.

      A partir del Neolítico, hace cerca de 10.000 años, empezó a vivir de forma organizada, construyendo pueblos, ciudades, estados, culturas y civilizaciones, e interrogándose sobre el sentido de su vida, de su muerte y del universo, como podemos ver en los grafitos y pinturas rupestres. Empezó a organizar su visión del mundo en torno de aquella energía poderosa y amorosa que sustenta y penetra todo, descubriéndose a sí mismo como un ser abierto a la totalidad y habitado por un deseo infinito. El misterio se vuelve más y más sacramental; esto es, se intuye cada vez más en la conciencia humana, que percibe que los hechos son más que meros hechos, descubriendo en ellos más significaciones y valores.

      El ser humano traduce su respuesta al misterio con mil nombres que nacen de la reverencia, del éxtasis y del amor. Se siente inmerso en ese misterio que da sentido a la vida. Se abre al mundo que lo rodea, al otro, a las diversas sociedades, al Todo, a Dios. Nada le sacia. Su grito de plenitud es eco de la voz del misterio que lo llama. Él puede ser un compañero en el amor, oyente de la palabra, anfitrión del misterio percibido dentro de sí. Puede acoger, utilizando el lenguaje de la comprensión cristiana, el Dios-comunión-y-amor, y este Dios se puede comunicar con él.

      A lo largo del proceso de antropogénesis se dieron las condiciones para que sucediera esto. El ser humano es una apertura infinita que clama por lo infinito. Lo busca insaciablemente en todos lados y bajo todas las formas, pero solo encuentra lo finito. ¿Qué infinito vendrá a su encuentro y lo llenará? Un vacío infinito exige un objeto infinito que lo lleve a su plenitud.

      A la luz de esa visión antropogénica, podríamos decir que el ser humano es una manifestación de la energía de fondo, de donde proviene todo (vacío cuántico o fuente originaria de todos los seres). Es un ser cósmico, parte de un universo, posiblemente entre otros paralelos, articulado en once dimensiones (teoría de cuerdas), formado por los mismos elementos físico-químicos y por las mismas energías y por el polvo cósmico que componen todos los seres. Somos habitantes de una galaxia media, una entre dos billones; circulando alrededor del Sol, estrella de quinta categoría, una entre otros 300.000 millones, situada a 28.000 años luz del centro de la Vía Láctea, en el brazo interior de la órbita de Orión. Vive en un planeta minúsculo, la Tierra, considerado como un organismo vivo que funciona como un sistema que se autorregula permanentemente, llamado Gaia, y que nos da todo lo que necesitamos para vivir, nosotros y toda la comunidad de vida.

      Somos un eslabón de la corriente sagrada de la vida; un animal de la rama de los vertebrados, sexuado, de la clase de los mamíferos, del orden de los primates, de la familia de los homínidos, del género homo, de la especia sapiens/demens. Estamos dotados de un cuerpo de 30 billones de células y de trillones de bacterias, renovado continuamente

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