Reflexiones de un viejo teólogo y pensador. Leonardo Boff

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Reflexiones de un viejo teólogo y pensador - Leonardo Boff Reflexiones teológicas

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reptiliano (de las reacciones instintivas), el límbico (de las emociones) y el más reciente, de hace 7 u 8 millones de años, el neocortical (del lenguaje y de la ordenación de los conceptos).

      El ser humano es portador de una psique tan ancestral como el cuerpo, que le permite ser sujeto, psique habitada por todo tipo de emociones y estructurada por el principio del deseo, con arquetipos ancestrales y rematada por el espíritu, que es aquel momento de la conciencia por el que se percibe a sí mismo y se siente parte de un todo mayor, que lo hace permanecer siempre abierto al otro y al infinito. Es capaz de intervenir en la naturaleza, cuidando o dilapidándola y, así, capaz de hacer cultura, de crear y captar significados y valores y preguntarse sobre el sentido último del todo y de la Tierra, hoy en su fase planetaria, rumbo a la noosfera por la que mentes y corazones convergen en una humanidad unificada, habitando todos juntos la casa común, en el sueño ya mencionado por el papa Francisco y otros teólogos.

      Nadie mejor que el matemático y filósofo Pascal (1623-1662) para expresar el ser complejo que somos: “Qué es el ser humano en la naturaleza? Un nada ante el infinito y un todo ante la nada, una unión entre la nada y el todo, pero incapaz de ver la nada de donde viene y el infinito que le atrae”.

      En él se cruzan los tres infinitos: lo infinitamente pequeño, lo infinitamente grande y lo infinitamente complejo (Teilhard de Chardin y Morin). Por ser todo ello nos sentimos enteros pero incompletos, y aun naciendo, pues nos reconocemos llenos de virtualidades que quieren venir por nada, pero aún no llegaron. Estamos siempre en la prehistoria de nosotros mismos.

      No podemos olvidar un dato fundamental de la condición humana. No es un defecto de creación, sino de su naturaleza. El ser humano es diabólico y simbólico, cruel y tierno, caos y cosmos, sapiens y demens; es decir, tiene inteligencia y sabiduría y, simultáneamente —subrayemos esto: simultáneamente— tiene también excesos y actos de demencia.

      Esa realidad compleja y contradictoria pertenece a la estructura del universo y de cada ser. Venimos de un inconmensurable caos (el big bang), y la evolución/expansión/auto-creación/auto-organización es una forma de poner orden en medio de ese caos. Pero no es solo caótico, sino también generador de nuevos órdenes, de donde viene el cosmos (belleza y armonía).

      Como todo tiene que ver con todo y está ininterrumpidamente envuelto en redes de relaciones, el ser humano emerge también como un ser de relaciones totales.

      Por ser descriptivos, y sin querer definir la naturaleza humana, ella emerge como un nudo de relaciones que miran en todas direcciones: hacia abajo, hacia arriba, hacia dentro y hacia fuera. Es como un rizoma, un bulbo con raíces en todas las direcciones. El ser humano se construye en la medida en que activa ese complejo de relaciones totales.

      El desafío permanente es dirigir y mantener bajo control el tipo de relaciones que practicamos. Pueden ser destructivas y constructivas, pueden causar maleficios y beneficios. Por eso es importante el proyecto ético de base que orienta nuestra vida: como todo tiene que ver con todo y todos los seres son interdependientes, la criatura humana emerge también como un ser de relaciones totales.

      El ser humano, por ser un nudo de relaciones, se caracteriza además por surgir como una apertura ilimitada: abierto a sí mismo, al mundo, al otro y al infinito. Siente en sí una pulsión infinita que le trasmite el sentimiento de vacío; de ahí su permanente insatisfacción. No se trata de un problema psicológico que pueda ser curado por un psicoanalista o un psiquiatra; es su marca distintiva, ontológica y, como ya hemos dicho, no un defecto. Esa falta de plenitud reclama una plenitud, fuente de su permanente esperanza.

      En términos biológicos somos seres carentes. No poseemos ningún órgano que garantice nuestra subsistencia. Tenemos que activar nuestra red de relaciones en todas direcciones. Por esa razón somos esencialmente seres sociales que, con los demás, construimos el habitat común. Las civilizaciones nacieron de ese impulso relacional de los seres humanos, red de relaciones totales.

      Pero tenemos un límite, que es la finitud de la vida. Nos cuesta acoger la muerte como parte de la vida y el drama del destino humano que ella implica. A través del amor, del arte y la fe presentimos que la muerte no es un final, sino una invención de la propia vida para transfigurarnos por medio de ella. Y sospechamos que en el balance final, un pequeño gesto de amor verdadero e incondicional vale más que toda la materia y energía del universo juntas.

      Por eso solo podemos hablar, creer y esperar en una última realidad a la que somos atraídos como prolongación del amor, en forma de infinito.

      Forma parte de la singularidad del ser humano no solo aprehender una presencia viva, misteriosa y amorosa, que sobrepasa todos los seres y con la que entretejer un diálogo de amistad y de amor, sino que además intuye que ella corresponde al infinito deseo que siente en sí mismo, infinito que es bueno y en el que puede descansar.

      Esa última realidad no es un objeto entre los demás, ni una energía cualquiera entre otras. Si fuese así, podría ser detectada por la ciencia, y no sería la experiencia oceánica que no cabe dentro de ninguna fórmula. Esa realidad aparece como aquel soporte cuya naturaleza es misterio, que lo sostiene todo, alimenta y mantiene la existencia. Sin ella, todo volvería a la nada o al vacío cuántico de donde irrumpió.

      Esa realidad es la fuerza por la que el pensamiento piensa, pero que no puede ser pensada. El ojo que lo ve todo, pero que no puede verse a sí mismo. Es el misterio siempre conocido y siempre por conocer indefinidamente. Recorre y penetra hasta las entrañas de cada ser humano y del universo entero.

      Podemos pensar, meditar e interiorizar esa misteriosa realidad, subyacente a todas las realidades. Y en ese mismo camino debe ser concebido el ser humano.

      Quién es y cuál es su último destino son respuestas que se pierden en lo incognoscible, siempre de alguna forma cognoscible, que es el espacio del misterio conocido y por conocer indefinidamente. Por eso, como seres humanos somos una ecuación que nunca se cierra y que siempre permanece abierta.

      Hay que añadir aún un dato proveniente de la nueva cosmología. Todos los seres son expresión de este universo. Como su situación natural no es la estabilidad, sino el cambio, hoy se habla de cosmogénesis, no simplemente cosmología, pues todo está en su génesis aún, en proceso de nacimiento.

      El ser humano es el punto por el que el universo llega a sí mismo, se piensa y celebra la grandiosidad de su proceso. Como la Tierra está dentro de ese movimiento cosmogénico, el ser humano surge como esa porción de la Tierra que en un determinado momento de complejidad y altísimo orden comenzó a sentir, a pensar, a amar y a venerar. Él es Tierra como atestigua el Primer Testamento y afirma también la encíclica ecológica del papa Francisco (n. 2).

      Por esa razón el término “hombre” procede de humus, tierra fecunda, y el Adam bíblico significa en hebreo tierra arable y fértil. La Tierra es la Pachamama de los indígenas o nuestra gran Madre. Somos un fragmento de ella, aquel en que irrumpió el espíritu, y podemos llegar a identificar esa energía misteriosa, poderosa y amorosa que lo invade todo y sostiene todo: la fuente originaria de todos los seres.

      El padre de la ecología norteamericana, el antropólogo y teólogo Thomas Berry (1914-2009) describió bien uno de los doce principios para entender el universo y nuestro papel en él: “Para la comunidad humana, el universo, el sistema solar y el planeta Tierra, en sí y en su emergencia evolutiva, son la principal revelación del misterio fundamental a partir del cual existen todas las cosas”.

      Esa afirmación acerca del misterio fundamental que

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