Reflexiones de un viejo teólogo y pensador. Leonardo Boff
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Esto es, para que nosotros podamos estar aquí fue necesario que, en los 13.700 millones de años de la existencia de nuestro universo conocido, todos los factores cósmicos se articularan y convergieran de tal forma que fuera posible la complejidad, la vida y la conciencia. En caso contrario no existiríamos ni estaríamos aquí para reflexionar sobre tales cosas.
Por tanto, todo está relacionado con todo: cuando recojo un bolígrafo del suelo entro en contacto con la fuerza gravitacional que atrae o hace caer todos los cuerpos del universo. Si, por ejemplo, la densidad del universo en los diez segundos posteriores a la expansión/explosión no hubiese mantenido su nivel crítico adecuado, el universo no habría podido ser constituido: la materia y la antimateria se habrían anulado y no habría cohesión suficiente para la formación de las masas y, por tanto, de la materia.
Constatamos un minucioso cálculo de medidas, sin las cuales las estrellas no se habrían formado ni habría surgido la vida en el universo. Por ejemplo, si la interacción nuclear fuerte (que mantiene la cohesión de los núcleos atómicos) hubiese sido un 1% más fuerte, jamás se habría formado el hidrógeno que, combinado con el oxígeno, nos dieron el agua, imprescindible para los seres vivos. Si hubiese sido mayor, por poco que fuera, la fuerza electromagnética (que confiere cohesión a los átomos y moléculas y les permite los enlaces químicos) quedaría descartada la posibilidad del surgimiento de la cadena del adn y, por tanto, de la producción y reproducción de la vida.
Como dijo el físico británico Freeman Dyson (1923- ): “Cuanto más examino el universo y los detalles de su arquitectura, más evidencias encuentro de que el universo sabía que un día, más adelante, íbamos a surgir”1.
En cada cosa encontramos el todo, las fuerzas interactuando, las partículas articulándose, la estabilización de la materia realizándose, nuevas relaciones surgiendo y la vida creando órdenes cada vez más complejos. En cada cosa podemos encontrar registrada la marca divina y de la naturaleza, una firma que trasmite mensajes que a nosotros nos toca descifrar.
La verificación de ese orden del universo hace surgir sentimientos de asombro y de veneración en científicos como Einstein, Bohm, Hawking, Prigogine, Swimme y otros. En todas las cosas hay un orden implícito que es invadido por la conciencia y el espíritu desde el primer momento. Como enfatizaba David Bohm, discípulo predilecto de Einstein, ese orden implícito remite a un orden supremo subyacente. La conciencia y el espíritu indican que hay una conciencia más allá de este cosmos y un espíritu trascendente.
Cómo emerge Dios en el proceso cosmogénico
¿Cómo explicar la existencia del ser? Qué había antes del universo en expansión y del big bang? Hablamos del muro de Planck, último límite que nos impide ver el otro lado de las cosas. La ciencia no puede decir nada acerca de eso, pues parte del universo ya constituido. Pero el científico, como ser humano, no deja de plantearse tales preguntas. Max Planck, quien formula la teoría cuántica, escribió: “La ciencia no puede resolver el misterio último de la naturaleza, porque, en definitiva, nosotros mismos formamos parte de ella y, por tanto, del misterio que intentamos desvelar”.
Sin embargo, el silencio de la ciencia no ahoga todas las palabras. Hay aún una última palabra que viene de otro campo del conocimiento humano: de la teología, de la espiritualidad y de las religiones. En ellas, conocer no es distanciarse de la realidad para desnudarla en todas sus partes. Conocer es una forma de amor, de participación y de comunión; es descubrir el todo más allá de las partes, es descubrir la síntesis previa al análisis. Conocer significa descubrirse dentro de la totalidad, interiorizarla y sumergirse dentro de ella.
En realidad, solo conocemos bien lo que amamos. El físico David Bohm, que también fue un místico, afirmó: “Podríamos imaginar al místico como alguien que está en contacto con las espantosas profundidades de la materia o de la mente sutil, lo llamemos como lo llamemos”. Nosotros lo llamamos Dios.
A partir del asombro surgió la ciencia como un esfuerzo por descifrar el código oculto de todos los fenómenos. De la veneración deriva la mística, la teología y la ética del cuidado y de la responsabilidad universal. La ciencia pretende explicar cómo existen las cosas, tal como afirmaba L. Wittgenstein (1889-1951) en su Tractatus. La mística se extasía por el hecho de que las cosas son y existen; venera a aquel que se revela y se vela detrás de cada cosa y del todo; busca experimentarlo y establecer comunión con él. La matemática es para el científico lo que la meditación para el místico y la reflexión reverente para el teólogo. El físico busca la materia hasta su última división posible, hasta la última y definitiva posibilidad de detectarla, llegando hasta los campos energéticos y al vacío cuántico (principio que da origen a todos los seres). La mística y la teología, realizadas con el debido celo, captan la energía que se densifica en muchos niveles hasta revelarse como el misterio de Dios y el Dios del misterio.
Hoy día cada vez más científicos, sabios, teólogos y místicos se encuentran en el asombro y veneración ante el misterio y el universo. Ellos saben que ambos nacen de una misma experiencia de base y apuntan en la misma dirección: al misterio de la realidad, conocido racionalmente por la ciencia y experimentado emocionalmente por la espiritualidad, la mística y la teología. Todo converge hacia aquel que no tiene nombre, provisionalmente llamado por los cosmólogos como la “energía de fondo”, el “abismo que alimenta todo”, la “fuente que da origen a todos los seres”.
¿Cómo podríamos trazar la imagen de Dios que irrumpe de la reflexión cosmológica contemporánea? Surge de la “cadena de remitentes” que la investigación tiene que elaborar: de la materia nos remitimos al átomo, a las partículas elementales; de estas partículas, a la energía de fondo, llamada también vacío cuántico, que de vacío no tiene nada pues en él se encuentran todas las virtualidades y potencialidades del universo. Esta energía es la última referencia de la razón analítica. Todo sale y vuelve a ella. Es el océano de energía sin márgenes, el continente de todos los posibles contenidos, de todo lo que puede suceder. Tal vez también sea el “gran atractor” cósmico, pues el conjunto del universo está siendo atraído por un misterioso punto central.
Pero la energía de fondo sigue perteneciendo al orden del universo, aunque tenga las características que atribuimos a Dios: innombrable, infinita, origen de todo. Qué pasó antes del tiempo? Qué había antes del antes? Es la realidad atemporal, en el absoluto equilibrio de su movimiento, la totalidad de simetría perfecta, la energía sin fin y la fuerza sin fronteras. Es Dios en su misterio.
En un “momento” de su plenitud, Dios decide crear un espejo en el que verse a sí mismo. Crea compañeros de su vida y de su amor.
Crear es decaer, esto es, permitir que surja algo que no sea Dios ni tenga sus características exclusivas (plenitud, simetría absoluta, vida sin entropía, coexistencia de todos los contrarios). Algo decae de aquella plenitud original. Por tanto, decadencia tiene aquí una comprensión ontológica (pertenece a la estructura de lo real), no ética.
Dios crea ese pequeño punto, billonésimamente menor que la cabeza de un alfiler. Es transmitido a su interior un flujo inconmensurable de energía. Ahí están todas las probabilidades y posibilidades en abierto. Nace una onda universal. El observador supremo (Dios) las observa y, entonces, hace que algunas se materialicen y se armonicen entre sí. Otras colapsan y vuelven al Reino de las probabilidades. Es la energía de fondo.
Todo se expande y, entonces, explota. Surge el universo en expansión. Más que un punto de partida, el big bang es un punto de inestabilidad que, debido a las relaciones de todo con todo,