El gran despertar. Julia Armfield

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lengua alrededor de los que más nos gustan.

      –Yo creo que si antes de la fiesta bajo dos kilos podría gustarle a Adam Tait.

      –¿Y Toby Thorpe? ¿Oyeron si Toby Thorpe va a estar?

      –Pero en serio, ¿les pareció que el otro día en el bowling Luke Minors me miraba, o era el espejo de atrás?

      –No me fijé. Yo prefiero a Sam Taylor.

      Escucho estas conversaciones con dos dedos en la boca, comiéndome las uñas casi hasta los nudillos. No tengo puestos los guantes, las piernas me tiemblan contra el radiador y cada diez minutos o quince siento que me voy a dormir de repente. Las cosas de mi periferia me alteran más que de costumbre: el enjambre de motas de polvo, las alfombras que rozan las paredes.

      –Sabes, oí que Mark Kemper le decía a Toby Thorpe que para él tú eras interesante.

      Tardo un momento en darme cuenta de que esto iba dirigido a mí. Levanto una mano, con ronchas como quemaduras, alzando una ceja para acompañarla.

      –Pon la cara que quieras –se me advierte–. Yo solo repito lo que oí.

      +

      Hay fotos de mi abuela en el armario de la cocina. Una piel de membrana, los ojos ahí como enganchados.

      Mi madre afirma que tengo los genes de mi abuela, que tarde o temprano nos llega a todas. Dice que ella cosechaba mucha menos compasión que yo.

      –Tu abuela era un animal de juerga –me dice, aunque la expresión habitual es fiestera–. De noche volvía a casa con anteojos robados en pubs, posavasos, bolsas de papas fritas. Se traía hombres desagradables.

      –¿Y el abuelo dónde estaba? –pregunto de memoria.

      –A esas alturas el abuelo ya no andaba por acá –responde ella como de costumbre, con una voz de haberse agarrado los dedos con una puerta.

      Me muestra fotos de su álbum encuadernado en pana verde. Mi abuela con peladas botas de terciopelo y una peluca de oropel. Con una copa de vino en un brindis de boda, los labios rojos como masticados hasta el fin. Los dientes, dice mi madre, eran implantes de porcelana, algo que me cae mal porque en las últimas semanas yo tuve que conformarme con un alambre que sujeta seis vaciados de resina.

      –Le habrías gustado mucho, estoy segura –me dice mi madre, como si la gente no diese por sentado que a los nietos por lo menos hay que tolerarlos.

      +

      El Miércoles de Ceniza caminamos todo el día alrededor de la escuela con la frente pintada de purpurina de plata. A la entrada de la capilla hundimos los dedos en la pila, bien para dejar que el agua gotee por los nudillos y el aire borre rastros, bien para lamernos las palmas con aire ausente.

      Para el sábado hay planeada una fiesta; garabateamos las invitaciones en cartoncitos de color: Vengan al evento Anti Cuaresma – Chicas bienvenidas – Chicos esperados.

      En los baños las chicas se depilan las cejas y fantasean con las conquistas del sábado.

      –Dios Santo, desde febrero que no como nada. A Adam Tait se le va a caer la mandíbula.

      –Tú estás loca. ¿Crees que Toby Thorpe va a ir?

      –Ni siquiera sé quién es.

      Me siento en el lavabo del rincón y dejo a mis compañeras probar en mí su maquillaje, aunque debajo del uniforme la piel se me cae a pedazos y a mi madre se le ha dado por envolverme en vendas para mantener mis partes centrales donde deben estar.

      –Voy a acostarme con Luke Minors –chilla una, y el eco rebota en las baldosas–. Me importa un comino. De veras, juro que lo hago.

      Estamos frenéticas de hambre, de ganas, del arrepentimiento de estas fechas. Nos reímos como hienas, estirando las cabezas.

      +

      El sábado, antes de que yo vaya a la fiesta, mi madre cepilla una peluca que estuvo guardando en un sombrerero; oscuro nailon ensortijado con un rótulo de Inflamable que ella despega de la corona. Me arregla la cara con lápiz de labios y delineador, y para enderezarme los ojos añade astutas tiras de cinta adhesiva debajo de la peluca.

      –Ya está. Lista para la alfombra roja.

      La fiesta resulta una especie de invasión: un apiñamiento en los rincones de una casa desconocida. Llegamos en taxis o coches compartidos, transportadas por padres con toques de queda estrictos y sin idea de qué esperar. La casa es del amigo de un hermano y está toda iluminada con lámparas de papel y sembrada de ceniceros y boles de plástico con papas fritas.

      Me doy cuenta de que siento cosas entre los huesos, de que veo borroso y doble. Bailo con mis amigas pasando por alto que la piel se me desgarra y desintegra bajo el vestido.

      El derrame de chicos crece como un tintineo de cubitos de hielo, fundiéndose sobre nosotras con cada canción. Con la camiseta manchada de sudor, Adam Tait le habla a una chica que conozco pero que no me acuerdo cómo se llama. Al siguiente tema la arrastra fuera del gentío y yo me quedo preguntándome de dónde la conozco y por qué parece que se me alargaron los dedos. Pienso en mi abuela, que bebió su boda de una copa de vino, y bebo todo lo que me ofrecen. La música es verde radiante, blanco radiante, eléctrica. Una chica vacía de un trago, su vaso de vino, chilla «¡Hereje!» y cae al suelo cloqueando risas. Algunos chicos se escabullen con chicas y yo me encuentro pensando en cómo me pica la peluca, en la furia con que quiero sacármela. Tengo la lengua agria de algo espeso y líquido, visión triple, con luz baja cuádruple.

      A mi lado una amiga me recita sílabas que no significan nada y me hacen reír y retorcerme los brazos, un gesto de apariencia extrañamente involuntaria.

      –¿Qué? –digo, demasiado fuerte, y ella sacude la cabeza señalando por sobre mi hombro a un chico que baila en un rincón.

      –Mark Kemper.

      –¿Quién?

      –Mark Kemper. El que le dijo a Toby Thorpe que le pareces interesante.

      En la cocina, las chicas beben cerveza en vasos de papel y discuten groseramente. Una ha besado al novio de otra y se avecina una pelea. Alrededor de la heladera una sarta de chicas con crucifijos a juego bebe traguitos de whisky, mientras debajo de la mesa de desayuno duerme enroscada otra chica con el pelo lleno de oropeles.

      Yo me mordisqueo los bordes de los dedos, preguntándome cuándo fue que el gusto a sal se volvió más ácido. Alguien me pasa una cerveza y la bebo, agradecida de apretarme contra los cuerpos que me rodean. Debajo del vestido mi piel está como en una batidora. Siento las piernas partidas por la mitad, articuladas; una separación y un corrimiento, como si los huesos estuvieran saltando de sus ranuras.

      –Ahí está de nuevo, mira. –Alguien me codea en la espalda; una cabeza asiente hacia el chico que parece haberme seguido a la cocina.

      +

      Antes de la fiesta mi madre me mostró fotos de ella a mi edad: una parpadeante chica tallada a navaja, de piel clara y extrañamente varonil.

      –Era más parecida a ti de lo

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