El gran despertar. Julia Armfield

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El gran despertar - Julia Armfield

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la ilusión de haberse librado solo con agua y queso vegano. Durante la pausa para fumar varios miembros del grupo lo habían oído golpear la pared y habían roto la cerradura para dejarlo salir. La chica había admitido que probablemente no iba a ir más.

      –A los que no pueden tratarlos bien no habría que permitir que tengan –dijo Leonie al terminar la historia, y me ofreció una galleta de coco. Me miró con escepticismo cuando dije que le convenía no pensar que eran perritos.

      Leí un artículo de una mujer en duelo por la pérdida de su inconsciente. Era un artículo anónimo, pero tenía ese dejo evidente de femineidad típico de las enteradas. La autora hablaba de su sueño antes de que se llamara con mayúscula: el alivio de la ausencia, la textura particular de la lengua y el peso de la cabeza tras una noche de dormir bien. Dormir me daba un tiempo libre de mí, una especie de tregua deliciosa. Sin ese paréntesis me volvía demasiado confianzuda conmigo, me ganaba un autodesprecio viscoso. Se había publicado en el diario de Leonie y observé la envidia que le daba leerlo, los nudillos blancos de apretar los bordes de la página. La autora describía el olor a humo y miel de su Sueño, narraba cómo se movía por la casa: Ráfagas, arranques, agitadas idas y vueltas. Lanza pelotas de tenis contra la pared como hacen en las películas de presos, da puntapiés a las patas de las sillas. Leonie me preguntó a qué olía mi Sueño y le dije: cáscara de naranja y papel fotográfico. Raros aromas talismánicos –el cargamento de mandarinas que me daba mi madre para el viaje a la ciudad, las fotos de nuestra vieja casa que mi madre me envía por correo–. Algo más tarde, de vuelta en la habitación después de haber encendido la tetera, encontré a Leonie parada junto a mi Sueño, que estaba hurgando en las cajas con diarios viejos y talones de entradas que yo guardaba debajo de la biblioteca. Sin notarme, se le acercó todo lo posible y ladeó la cabeza aguantando el aliento. Miré aquello varios segundos; miré cómo mi Sueño meneaba la cabeza, irritado, pero no lograba apartarse. Siempre sin respirar, por una fracción de segundo ella le apoyó la cabeza en el cuello y yo imaginé la sensación de cristal frío y húmedo de condensación contra su piel.

      Los trenes de la mañana estaban repletos de cuerpos a la vez sólidos y espectrales. Me fui acostumbrando a ir de pie mientras mi Sueño se abría paso a golpes hasta un asiento; a las filas de Sueños cruzados de piernas, a la gente de cara grisácea apiñada alrededor de las puertas, apoyando la pesadez. Pasaba la hora del almuerzo vagando por la ciudad, mirando a la gente arrastrar los pies de cafés a bodegas, entre los vahos grasientos de carne cocida y sándwiches de huevo. Me sentaba en escalones o bancos municipales a comer los trozos de tarta de zanahoria que mi madre me mandaba de casa envueltos en papel de aluminio y hablar por teléfono con mi hermano. A mi alrededor todo el mundo relucía de extenuación. Una tarde dejé el almuerzo completamente de lado para deambular por una de las catedrales de la ciudad escuchando el calmo rumor de un ensayo del coro, las asordinadas voces de los coristas quitándose de la boca las manos obturadoras de sus Sueños. Me imaginé a mi madre ahuecando la mano detrás de la oreja en la quietud del campo, predicando sin cesar sobre los ruidos fantasmas de la ciudad, el movimiento sin fin. La catedral centelleaba. Pulsación de cuerpos y casi cuerpos.

      Una noche, apoyada en mi heladera, Leonie me leyó una carta. Llevaba puestos los lentes de lectura. En las últimas semanas estaba usándolos más a menudo, estuviera o no leyendo. Evitaban que los ojos se le cansaran en seguida, dijo, admitiendo por una rara vez que en efecto sentía un cansancio. Para ella esa vigilia antinatural era difícil. Si durante el día levantaba la vista de su escritorio veía la ciudad pasar por la ventana, lo juraba, como si la ciudad o ella corriesen muy rápido hacia un lado.

      Nuestra relación se ha vuelto una lucha –decía la carta–, y es por el Sueño de mi marido. A veces me despierto de noche y le veo una expresión que da miedo. Dice que ciertas noches se inclina e intenta hacer que mi Sueño salga de mí para estar despiertos juntos. Otras veces pienso que debo ser la única persona dormida en la ciudad, y sin embargo estoy todo el tiempo cansada, lo que en sí mismo él considera una especie de traición.

      Leonie vino a sentarse a mi lado y por un largo rato apoyó la cabeza en mi hombro. Qué duro era, dijo, ser comprensiva con todos los que le escribían quejándose de problemas con sus Sueños, cuando al mismo tiempo tenía una amarga conciencia de que unos pocos aún pasaban las noches dormidos en esta ciudad sin descanso. La preocupaba que quizás no hubiera cuenta regresiva a cero, que simplemente algunos estuvieran destinados a no tener un Sueño nunca. A mí me intrigaba, le dije, qué creía ella que se esperaba, que en el mejor de los casos yo a mi Sueño lo consideraba un intruso hostil. Que me tendía en la cama a imaginar que estaba inconsciente, me apoyaba sobre un brazo y después sobre el otro hasta dejarlos insensibles y así al menos disfrutaba de la impresión de dormir en una pequeña parte del cuerpo. Que lo único de mi nueva situación que me gustaba de verdad era la compañía de ella y la ilusión esporádica, a pesar del agotamiento, de que la ciudad me sostenía, como si unas manos pasaran por debajo de mis brazos y me agarraran del torso para mantenerme separada del suelo. Por supuesto, cuando terminé de decirlo ella ya se había dormido en mi hombro y me roncaba suavemente al cuello. En el piso de arriba el cuarteto de cuerdas tocaba un nocturno de Dvorak, un movimiento lento en Si.

      Mi madre llamó para controlar que me alimentara bien y recordarme su advertencia de que iba a pasar algo así. Ella no tenía un Sueño, por supuesto. Muy poca gente tenía fuera de la ciudad. La voz en el teléfono era de una persona bien descansada, excesivamente virtuosa. Me contó que un hombre que vivía a cuatro pasos de ella había ido un día a la ciudad por negocios y regresado con un Sueño que no le pertenecía. Le pregunté qué había sido de la persona robada del Sueño y me dijo que no hiciera preguntas pánfilas. «¿Y qué sé yo de esos espantos? Me imaginaría que la gente se alegra de que se los soplen». Mencionó a mi hermano para quejarse de que nunca le respondía las llamadas. Me preguntó qué estaba haciendo yo de mi vida, si veía a alguien, y yo pensé en contarle sobre Leonie, pero mi Sueño eligió ese instante para quitarme el auricular y colgar.

      Invité a Leonie a la obra de mi hermano y aceptó; por un momento me apoyó la mano en el muslo y hundió las uñas como un gato. Estaba muy dormida, con esa expresión fláccida de boca curvada hacia abajo, y cuando se movió hacia mí olía a agua dura de ciudad. Estábamos comiendo naranjas en el sofá y ella no paraba de ofrecerme gajos aunque yo tenía una sobre un delantal en el regazo. Habían programado la función para las dos de la mañana de modo de capitalizar las excitadas multitudes nocturnas. Animada, Leonie llevó un termo de café y nos sentamos juntas a oscuras en el pequeño espacio inclinado, arriba de un pub, comiendo pasas cubiertas de chocolate y codeándonos cada vez que salía mi hermano. En el escenario, detrás de los actores los Sueños interpretaban lo que parecía su propia obra. Sin diálogo era difícil seguir el argumento, pero las figuras traslúcidas que se movían alrededor de los personajes con una mímica de palabras inaudibles no dejaban de captarme la mirada. Cuando llegamos a casa eran casi las cinco y, aunque se había tomado todo el café del termo, a Leonie se le derretían los ojos en la cara. Le ofrecí entrar pero dijo que necesitaba el protector bucal y se despidió incómoda con un aleteo de los dedos. Menos de una hora después me tocó de nuevo la puerta quejándose de pesadillas. No daban tregua, me dijo, como si todos los sueños que los demás no usaban fuesen a agobiarla a ella llenos de enredaderas devoradoras y trenes vacíos y zonas trastornadas de la Tierra. La dejé dormir en el sofá con mi regazo como almohada y la desperté a las siete, hora de vestirme para el trabajo. Al pasar de un cuarto a otro con el cepillo de dientes en la mano la vi sentada en el sofá, pelando una naranja más y ofreciéndole gajos a mi Sueño.

      Fui con mi hermano a cenar, aunque ahora la gente tendía a comer lo que quisiera en cualquier momento del día o la noche. Él pidió huevos y un vaso de leche, yo una hamburguesa con queso y nos sentamos en una mesa pringosa de azúcar, todavía ocupada por las tazas de café del último cliente, una servilleta sucia de lápiz de labios anaranjado y un sorbete de plástico hecho un lazo. A través de la ventana que daba al estacionamiento, el cielo parecía una sombra extrañamente más oscura

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