El gran despertar. Julia Armfield

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El gran despertar - Julia Armfield

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mostró fotos de su boda. Un novio difuso, una novia con los dedos mordisqueados hasta la carne viva.

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      Salgo de la cocina y a través de puertas y pasillos encuentro el camino de vuelta hasta la masa que baila. Las chicas me saludan apretándome los brazos, aclaman y me meten en la ronda. Siento que sus manos me cortan la piel y me pregunto si no debería barrer los pedazos de mí que dejo en el suelo.

      Bailando para festejar, gritamos de alivio como hacemos al final de la misa. Una juguetona me pellizca la nariz, otra tira de mi peluca. En círculo y en anillo nos contenemos unas a otras, anudando brazos y piernas. A distancia veo al chico bordeando la multitud hacia mí. Un vacío de persona, solo reconocible por lo que me susurran al oído.

      –Mark Kemper.

      –Mira, viene para acá.

      –Le dijo a todo el mundo que le gustas. Lo juro por san Félix.

      Él me agarra la mano con una fuerza que me toma desprevenida; dice su nombre en una voz que casi me obliga a salir del grupo. Vuelve a decirlo pero parece que la música sonara más fuerte y yo estoy muy pendiente de mi piel. Él me tira hacia adelante, ya bailando, y no tengo más alternativa que seguirlo, con una sensación palpitante de que algo rasgado o roto se me desliza en pedazos columna abajo mientras el lazo de chicas se afloja y cede. Lo dejo bailar conmigo. La boca se me inunda de algo que parece saliva, el cuerpo de él da una sacudida como antes de un choque.

      –Yo ya te había visto –me dice al oído, y no sé bien cuánto hace que está hablando ni si esto es parte de una frase más larga–. Tú te destacas, sabes. No eres como las otras chicas.

      No sé qué decir; es una verdad irrefutable, pero no me cae como un piropo. Él vuelve a decir su nombre. La cabeza me da vueltas y pienso en mi madre; un ruido mortecino, chirriante, que parece salir de mí.

      Descubro que me está llevando por un pasillo, aunque no tengo idea de cuándo salimos de la pista ni cómo me convenció de venir. En rincones y sombras y detrás de las puertas veo chicas y chicos enredados, extraños estrujones en la penumbra, tejidos de dos siluetas. Ávido, él me ha sujetado las dos manos y noto que tiene las palmas muy pequeñas, aunque quizá sea porque siento mis dedos increíblemente estirados. Debajo del vestido estoy efervescente, con los brazos y las piernas consumidos de alfilerazos, sacudiéndose como en los segundos antes del sueño.

      –Yo sabía que tenías ganas –está diciendo él, y me doy cuenta de que me he mordido tanto el labio de abajo que lo he cortado. Me agarro más fuerte de su mano, me chupo la sangre de los labios.

      En una habitación vacía me remolca hasta un baño con un espejo largo, y se me ocurre que va a besarme un segundo antes de que lo haga. Por el reflejo atestiguo mi reacción, copia pálida e invertida de mí en cristal pulido. Hay una fractura, mi cabeza nada en el derrumbe, y comprendo al instante qué quiso decir mi madre con «desarrollarse tarde»: una adolescencia del todo distinta de las que atravesaron mis compañeras.

      La piel se me empieza a desprender de los huesos con un peso de puro alivio y, debajo, la cáscara es un poco como la de mi madre; la superficie dura, pálida del frío que no se mancha. Se me caen los dientes, la peluca se me resbala y soy totalmente otra. De repente se aflojan las mandíbulas y se curva el cuello, los ojos se deslizan a posición lateral, las largas manos bajan abriéndose, rectas como en una plegaria invertida. Vuelvo a pensar en mi abuela, en el abuelo que me faltó, en el desconocido novio de mi madre, ese borrón de pulgar. Tuerzo la cabeza hacia el chico, siento abrirse algo en la espalda como si fueran alas. Flexiono los brazos y me enderezo un poco más mientras, inadvertida, el resto de mi piel cae al suelo.

      Es posible que el chico esté diciendo algo, es posible que grite. Tengo la boca abierta, ancha de expectación. No de besar sino de algo más acorde con mis genes.

El Gran Despertar

      Tenía veintisiete años cuando mi Sueño se bajó de mí como un pasajero de un vagón de tren, estuvo unos segundos mirando mi habitación y se sentó en una silla que tengo junto a la cama. Fue antes de que las formas vaporosas del Sueño se volvieran tan habituales en vestíbulos y cocinas, antes del desplazamiento masivo que dejó a tanta gente desvelada a horas inciertas de la noche. En aquellos días una aún se sorprendía: la delgadez plateada del Sueño, su postura informal. La gente llamaba por teléfono a los amigos, disculpándose por la hora, para preguntarles si estaban recibiendo huéspedes no invitados.

      Los Sueños eran siempre altos y flacos pero más allá de esto tenían pocos rasgos comunes. Las experiencias variaban: una conocida mía se quejaba de que su Sueño se sentaba largos ratos sobre la cómoda, balanceando las piernas, canturreando; otra, en cambio, me confió que el suyo le pasaba los dedos por las pantorrillas pidiéndole conos de helado de menta. Lo peor era para las parejas y los que convivían: en grupo, los Sueños eran más propensos a portarse mal, como si estuvieran provocándose entre ellos. En mi edificio persistía el rumor de que el matrimonio del ático había encerrado a sus Sueños en baños separados para evitar que luchasen como fieras en la alfombra. Un hombre que yo conocía un poco de la oficina me contó al pasar que el suyo y el de su novio se agarraban continuamente a patadas y le tiraban bollos de papel al gato de Bengala del vecino. Como no tenía con quién pelearse, mi Sueño se preocupaba sobre todo por hurgar entre mis cosas personales; sacaba fotos viejas, llaves Allen y celulares difuntos para después colocarlos como tesoros a los pies de mi cama.

      En los primeros tiempos no sabíamos exactamente de qué se trataba. Muchos suponían que estaban viendo fantasmas. Una noche a mediados de julio los gritos de una mujer de mi edificio despertaron a todo el séptimo piso. Dos de la mañana, noche de perros en verano. Varios vecinos legañosos, tambaleantes, nos reunimos en el pasillo, oímos que ella nos llamaba y entramos en el apartamento en pijamas cortos o camisón. Recorrimos pieza por pieza, casi extraños pese a la cercanía cotidiana, tomando furtiva nota de la decoración y la limpieza indolente, las tazas de cereal en la mesa ratona, la novela porno en la cama. Lo encontramos en el dormitorio, bañado de luna por las cortinas abiertas. El Sueño de esa mujer era desgarbado; estaba en cuclillas junto a la biblioteca. Debió ser la primera vez que cualquiera de nosotros veía alguno, los dedos espectrales, la boca descortés. La chica que estaba a mi lado me agarró la mano al verlo. Yo la conocía de vista pero nunca habíamos hablado; todavía estaba medio dormida, con las pestañas pegajosas, y llevaba uno de esos protectores bucales que los dentistas prescriben para el bruxismo. Yo le devolví el apretón y traté de interpretar lo que estaba mirando. El Sueño cruzó las manos detrás del cuello como protegiendo de lastimaduras su parte más débil. Eso fue pocos días antes de que emergiera mi propio Sueño, y sentí el mezquino alivio de haberme salvado por un pelo; que una extraña desgracia había errado el golpe por poco; me había rozado la suavidad de la piel.

      Para agosto los diarios lo rotulaban como El Gran Despertar y publicaban tablas, gráficos circulares y columnas de académicos desconcertados. En amplias especulaciones en los noticieros, los expertos lo atribuían a los celulares y las redes sociales, a la cultura de las 24 horas, a trastornos de ansiedad en los menores de dieciocho. Presentadores de radio culpaban a la televisión. Opinólogos de la tele culpaban a todos los demás. En definitiva, resultó que había escasas pruebas concretas para sostener cualquier causa: no era más posible que sucediera si una comía carne o bebía café o tenía relaciones sexuales extramaritales. No era un virus ni un síndrome médico, no tenía nada que ver con el agua del grifo ni en las mujeres con tomar la píldora. Ocurría en las ciudades, hasta ahí sabíamos; pero más allá de eso no había ningún patrón evidente. Podía suceder en una casa de una calle y no en otra. En un edificio tal vez pudiese afectar a todos salvo a uno. Por lo común se lo definía más como fenómeno que como desastre; una publicación médica lo caracterizó como una suerte de amputación: el estado

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