El gran despertar. Julia Armfield

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El gran despertar - Julia Armfield

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mi hermano escuchó a desgana empujándose con su Sueño a codazos. Pensé que parecían inexplicablemente cortados por el mismo patrón. En el reflejo de la ventana costaba decir cuál de los dos era más pálido, a cuál reconocería antes si entrando al díner desde el estacionamiento los viera por el espejo. Seguía mirando hacia la ventana cuando mi propio Sueño, que había estado vagando sin parar entre las mesas, vino a sentarse junto a mí. No me giré a mirarlo porque noté que había empezado a apestar a cloaca, como el aro oxidado del desagüe del cual cada tanto yo tenía que sacar bolas de pelo con un gancho de percha.

      Leonie me pidió que le corrigiera algo que estaba escribiendo. Dijo que yo tenía mejor ojo para el detalle, que estaba acostumbrada a leer a oscuras. No era una columna de su consultorio sino algo que le habían pedido para una revista, un artículo sobre la vida sin un Sueño, me dijo haciendo pucheros. Lo iba a escribir anónimamente, me dijo; no lo quería como cosa propia. Hacia el final describía la experiencia como la sensación de buscar la sombra de una en el suelo y darse cuenta de que es mediodía.

      –Es un buen artículo –dije al terminarlo–. Pero parece que lo estuvieras inventando. Que fuera ficción e intentaras imaginar cómo debe sentirse alguien como tú.

      –Ilusiones –respondió, mientras mi Sueño entraba en el cuarto desde la cocina tamborileando en el radiador.

      Ella encogió un hombro, alzó la cabeza para mirarme, agradeció asintiendo y se inclinó para besarme en la comisura de la boca. Yo bajé la barbilla, ladeándome un poco para dar en su boca de pleno y por un momento ella me besó suavemente antes de apartarse. Me dedicó una vaga sonrisa y alzó el otro hombro.

      Mi hermano llamó para avisarme que pusiera el canal 4. En el noticiero estaban informando que alguna gente ya había empezado a actuar drásticamente para librarse de los Sueños. A una mujer que entrevistaban la habían detenido por engatusar a su Sueño para que la siguiera hasta la azotea y empujarlo al vacío. Por la manera en que había caído, contó, se habría dicho que no sabía nada de la gravedad. Las piernas habían seguido caminando por la nada, como un molinete antes del desplome repentino. Esa mujer era la única que había aceptado que la entrevistaran sin exigir que le pixelasen la cara. Como no había una ley viable para condenarla, la habían eximido de detención policial, pero ordenándole fuerte aislamiento domiciliario por la cantidad de manifestantes que rodeaban el edificio y le metían mensajes violentos en el buzón.

      –Cuando vuelvo a contar lo que hice –dijo– tengo que recordarme que no fue antinatural. No más antinatural que tomar una pastilla para dormir. A veces necesitamos ese empujoncito.

      Captado por el micrófono del periodista, el ruido del jardín de entrada se oía desde el interior: cantos y consignas contra la injusticia cometida contra un Sueño indefenso. Pero a ella parecía no molestarle. Cerca del final de la entrevista giró la cabeza hacia la ventana de un modo que el sol le dio en la cara iluminando los espacios bajo los ojos, frescos como masa levada, gloriosamente bien descansados.

      –Te hace pensar, ¿no? –dijo mi hermano cuando pasaron a otra noticia–. Nada muy lindo, pero te hace pensar.

      –No sabía que se podía matarlos –respondí. Daba la impresión de que si nadie lo había sabido era porque nadie había tratado de veras–. Pero muy correcto no parece, ¿no?

      El artículo de Leonie se publicó sin firma y hacia la medianoche del día en que salió ella me trajo la revista. Estaba emparedada entre varias más: el hombre que le había robado el Sueño a otro, la mujer que había salido de la ciudad con su Sueño metido en el baúl del coche y lo había tirado en el campo. Pensé que lo de Leonie no se acomodaba bien entre esas historias de cables pelados y agotamiento brutal. En medio de tantas personas desquiciadas ella estaba sola, sin un fantasma pero deseando tenerlo, y la escritura daba una impresión de dedos aferrando el aire. Releí la pieza mientras ella me hacía té en la cocina, con el suave repique de sus pasos como una presencia agradable, semejante a la familiaridad consoladora que había cobrado la agitación de la noche. Ruido urbano, torsión de hombros insomnes, Leonie rompiendo una taza y maldiciendo allí al lado.

      Volvió blanca, con los labios rojos de mordérselos. Detrás venía mi Sueño sosteniendo los pedazos de la taza rota, que trasladó hasta la mesita antes de retirarse a un rincón. Leonie me pasó una taza de té y se sentó a mi lado ojeando la revista que yo tenía en las manos.

      –Lo odio –dijo–. Ojalá no lo hubiera escrito. –Los bordes de la voz se le curvaban como los del papel cuando se le prende fuego. La miré como una tonta, sin pensarlo le di un sorbo al té y me quemé la lengua.

      –Pero es un buen artículo –dije después de una larga pausa, y viéndole la cara me pregunté si iría a llorar–. ¿Qué es lo que odias?

      –Haber tenido que escribirlo –respondió secamente–. Odio el cansancio que me da leer.

      En su rincón, mi Sueño torció la cabeza a un lado. Un gesto raro, como si intentara sacarse agua del oído. Yo miré a Leonie y me quedé pensando en el peso que le vencía los hombros, figurándome la sensación de dormir, la caída y la ausencia neta de pensamiento. Cuando terminamos el té le pedí que se tendiera en el sofá conmigo. Me miró de una forma rara pero no se opuso. Nos instalamos lo más cómodas posible, Leonie escurrida entre el doblez de mis brazos. Reconstruí cómo era dormir, la vieja quietud y la negrura de los ojos cerrados. En el rincón, cambiando de posición, mi Sueño volvió la cabeza hacia un hombro y luego hacia la fosa del codo como para aspirar un olor.

      –Tendría que ponerme el protector –murmuró Leonie, aunque yo la silencié y tras un momento le dije que si empezaba a escupir dientes iba a despertarla.

      La sujeté mucho tiempo y al cabo de toda la noche me desperté descubriendo que había dormido de verdad. El rincón de mi cuarto estaba vacío, lo mismo que el espacio a mi lado en el sofá. Leonie se había ido, dejando la revista pero llevándose mi Sueño. Por un buen rato, en vez de sentarme, preferí quedarme donde estaba, a mis anchas en el sofá, revisándome la solidez del cuerpo se habría dicho que parte por parte. Un poco más tarde me levantaría para ir al trabajo, y entonces notaría la vieja sensación de descanso, cierta elevación de los hombros y las orillas de los ojos. Era de mañana, y el aire estaba repuesto y apaciguado como por un sueño sin sueños.

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