El gran despertar. Julia Armfield

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El gran despertar - Julia Armfield

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      En esas primeras semanas, un programa matinal en vivo con unos cuatro millones de espectadores fue retirado groseramente del aire porque el animador había intentado presentar un segmento sobre ensaladas de estación con su Sueño en cámara detrás de él. La figura era apenas más alta que la media e imitaba lacónicamente las acciones del presentador, siguiéndolo de cerca cuando se estiraba a tomar los tomates mientras instruía a los telespectadores sobre cómo manejar correctamente el cuchillo. El Sueño imitaba al chuchillo pelando y picando suavemente el tomate en el aire. Era martes, la gente estaba planchando camisas antes de ir al trabajo. Recuerdo el chirrido y el balbuceo antes de que la imagen de la pantalla pasara a un cartel con la leyenda: Tenemos una dificultad técnica – Espere, por favor. Me acuerdo de los ojos del presentador, de las lunas crecientes de insomnio bajo los párpados. Con el tiempo, desde luego, esos cortes abruptos se volvieron inconvenientes. Para septiembre la mitad de las personalidades mediáticas estaban yendo a trabajar con los rostros demacrados y los Sueños a remolque. La nueva temporada de un programa sobre propiedad inmobiliaria comenzó con una de las animadoras presentando con toda candidez a su Sueño y a su compañera sola al otro lado. Paulatinamente la televisión se transformó en un mar de dobles, de caras familiares y sus insólitos compañeros mudos.

      Se hizo corriente con tremenda rapidez: nada que añorar pero, fuera lo que fuese, nada que hacer. Como la varicela, inevitable. La gente dormía hasta que el Sueño saltaba del cuerpo y entonces seguía viviendo despierta. Poco después de nuestro primer encuentro en el séptimo piso, en mi edificio dejamos de dormir a un ritmo de más o menos un vecino por noche. El mío apareció pronto, huésped incómodo al que primero pensé en ofrecerle un té o el diario, aunque pronto descubrí que el Sueño no era un compañero deseoso de entretenerse; parecía más que conforme con vagar por el apartamento en silencio y dedicarse a enderezar cuadros torcidos. Yo seguí hablándole pese a los pocos indicios de que apreciara mis palabras, a veces respondiéndome con una voz distinta para mantener la conversación viva. Le dije a mi Sueño que me recordaba a la sombra de Peter Pan, y me pregunté en voz alta si no tendría que intentar pegármelo con jabón carbólico. Mi Sueño se limitó a encoger los hombros y descolgó el reloj de pared de la cocina para ajustarlo con un suave empujoncito al minutero. «Sí, tal vez debieras», dije con mi otra voz y asentí en señal de que había oído. Más tarde se supo que no había nadie a quien su Sueño le hablara. Rarísima maldición, estar bien despierta con un compañero que fingía no tenerte ahí.

      Mi hermano llamó por teléfono citando a nuestra madre: piensa nada más en lo que mudarte a la ciudad va a ser para tu salud. El Sueño de él había aparecido solo dos horas antes y estaba deambulando por la cocina, golpeteando sillas mientras tarareaba el tema de una radionovela para la cual una vez mi hermano se había probado sin suerte.

      –Janey, ¿el tuyo no tiene algo del abuelo?

      Miré de reojo a mi Sueño, la piel del color del gas.

      –No lo diría. En todo caso se parece a la tía Lucy, pero eso es porque la única vez que la vi fue en el cajón abierto.

      A mi hermano se le escapó una risita; un sonido ahogado, con la mano tapando el micrófono. Eran las tres de la mañana; el cielo como un párpado pesado.

      –Bastante macabro –dijo–. Y encima medio plomo. A esta hora en la tele no hay nada.

      Cuando éramos chicos mamá nos contaba historias preventivas sobre la proliferación de fantasmas en las grandes ciudades; fantasmas en las sillas y los baños de las oficinas, grifos chorreando fantasmas fríos y calientes. Abriendo la oreja a la noche silenciosa de nuestra casa en el campo, nos describía ciudades plagadas de espectros, imitaba el nerviosismo constante de una noche urbana. Pensadas para disuadirnos de dejar la casa, pronto esas historias se convirtieron en la base de nuestros juegos preferidos. Con cajas de cartón y embalajes de Tupperware montábamos en el sótano ciudades altas hasta las rodillas, perseguíamos fantasmas por callejones en miniatura, alzábamos altos edificios de apartamentos con pilas de libros y si temblaban imaginábamos que era de miedo. Cuando ya mayores los dos decidimos irnos –a nuestra larga y comprimida ciudad de escaleras angostas y pilas de chimeneas vacilantes– mamá puso el grito en el cielo, exigió que lo repensáramos y recalcó que las ciudades no eran lugares para vivir sino para obsesionarse, que sencillamente terminaríamos siendo dos fantasmas más en un lugar ya repleto de fantasmas. Por supuesto, de todos modos nos habíamos ido, mi hermano a hacer inútiles pruebas en teatros céntricos y yo a empleos temporarios en oficinas heladas y turnos en cafés y bowlings, casi contenta con la sordidez a cambio de la noción de huida. Habíamos vivido separados, para mostrarle a nuestra madre que podíamos hacerlo, y habíamos caído en inevitables hábitos de silencio y actitudes raras. A mi hermano le había dado un terror mortal a los lepismas, unos insectos plateados que se escabullían entre los azulejos de la cocina. Yo me estaba sintiendo incómoda con mi imagen en espejos de cuerpo entero, con la amplitud del espacio a mi alrededor.

      En un suplemento dominical salió una entrevista con una estudiante universitaria de historia que se había enamorado de su Sueño y describía la experiencia:

       Él sabe escuchar, es un gran conversador. (Lo llamo «Él»… No sé si es políticamente correcto o posible, pero así lo siento yo). La gente dice que sus Sueños no hablan pero pienso que tal vez esperan charlar en el sentido tradicional. Mi Sueño no hace ningún ruido pero eso no significa que no me hable. Hay gestos… Se mueve al borde del colchón para dejarme más e spacio; me arregla los libros en orden alfabético. A veces me toca la frente. Se puede hablar de muchas maneras.

      Le leí ese artículo en voz alta a mi Sueño, le pregunté si era que trataba de hablarme y su silencio me preocupaba demasiado como para oír, pero por supuesto no recibí ninguna respuesta.

      –Yo creo que el mío podría ser medio tarado –dijo mi hermano. Estaba amodorrado como nos estaba pasando a todos, con manchas de ciruela en los cuencos de los ojos–. Me esconde los libretos y garabatea todo el calendario. Las fechas están tan arañadas que ya me perdí tres pruebas. Es como vivir con un póltergeist de mierda.

      Nos habíamos sentado en la escalera de entrada de mi edificio a beber chocolate caliente en vasos de plástico. Eran las cuatro de la mañana de un martes; luz tenue, la ciudad moviéndose como una criatura agitada. Todavía estábamos todos acostumbrándonos al curso de la noche, a las varicosas horas de la mañana que solo se instalaban levemente, a las arañas blancas y los murciélagos nóctulos. Sin dormir era más difícil empaquetar los días, mantener una noción de urgencia. Las horas extras facilitaban una especie de pereza temeraria, un permiso para tomarse el día con parsimonia, confiando en que iba a haber más tiempo, después, cuando una quisiera.

      –Yo creo que al mío no le gusto mucho –le dije a mi hermano. Terminé mi chocolate y agarré el suyo para beberme los restos–. Parece siempre tan distraído…

      Mi hermano encogió los hombros, bajando los ojos entrecerrados hacia el último peldaño, donde nuestros Sueños se daban codazos y se pateaban los pies.

      Una medianoche a mediados de septiembre la chica del protector bucal llamó a mi puerta para pedirme que fuera a confirmarle algo. Estaba en camisón –yo al mío lo había cortado para hacer paños de cocina, ya que no le veía otro uso– pero se había sacado el protector y lo llevaba con mucho cuidado en la mano. Sin el aparato la voz sonaba curiosamente limpia, como si estuviera fregada o las cuerdas vocales fueran flamantes. Su apartamento al otro lado del pasillo era el revés directo del mío; el lavadero de la cocina y los estantes daban en la dirección opuesta, los libros parecían desparramados en paralelo a los de mi cama. Resultó que lo que al despertarse había tomado por la silueta de su Sueño en un rincón del cuarto era la sombra del camisón tirado en una silla. Y que el supuesto ruido del Sueño moviéndose junto a la biblioteca

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