El gran despertar. Julia Armfield

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El gran despertar - Julia Armfield

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fiesta nocturna adonde el agotamiento le impedía asistir.

      –Lo estúpido es que siempre he dormido inquieta –dijo señalando el protector–. Cualquiera habría pensado que iba a ser de las primeras.

      Se llamaba Leonie y al hablar batía las manos con un ruido de palomitas de maíz reventando. Usaba el protector porque tenía una mordida tan anormal que le rechinaban los dientes, una molestia que sufría desde que al fin de la adolescencia había perdido las muelas de atrás al chocar en bicicleta contra un coche estacionado. Esto me lo contó sin darle gran importancia antes de parpadear y disculparse por la confianza, pero yo solo negué con la cabeza. Había descubierto que de noche la gente parecía soltarse más, como si extrañamente hablar a oscuras la liberase de inhibiciones. Dejé un mensaje para que la agencia de mantenimiento del edificio se ocupara de los ratones de su pared y me senté con ella hasta que se quedó dormida al revés sobre las sábanas de la cama. Era linda, algo que noté con una culpable sensación de robo. Tenía un pelo espléndido, abundante, y un suave hoyuelo en el mentón. Mi Sueño, que me había seguido por el pasillo y entrado detrás de mí, supervisó todo sin especial interés, sacando las pantallas de las lámparas mientras se paseaba de un lado a otro.

      Una no advierte cómo respira una ciudad hasta que cambia los hábitos de sueño. Cuando mira hacia abajo lo ve: la inquietud del asfalto. Yo tomé la costumbre de buscar por la ventana el jadeo del anochecer, las vueltas y sacudidas del que busca una forma cómoda de tenderse. Llamó mi hermano, camino a una prueba que habían pospuesto para las dos de la mañana, ejemplo incipiente de lo que sería la práctica muy común de «reperfilar» la noche.

      –Si de todas maneras estamos todos despiertos, por qué no aprovechar el tiempo –dijo, con la voz velada por los ejercicios de calentamiento. Yo lo escuché recitar todo el texto de la prueba, tapándome la boca para ahogar un bostezo. Cuando cortó, saqué el torso por la ventana y estuve mirando a una banda de chiquilinas que jugaban al fútbol en la calle. Con ellas corrían sus Sueños, cometiéndoles faltas y tirándoles de las trenzas. Escuché sus gritos con los párpados lastrados de noche y el mundo entero silencioso y tórrido más allá de mi alféizar.

      Leonie se tomó la costumbre de golpearme la puerta a medianoche; suaves golpecitos que yo respondía a la manera lánguida en que ya hacía todo, a veces preparando la cafetera antes de ir a la puerta. Quizás en un intento de interesar a su Sueño en salir a lo abierto, había apartado los camisones y solía presentarse en jeans azul claro y camisa de trabajo. Era escritora, me contó; escribía el consultorio sentimental de un diario que yo leía de tanto en tanto. Tenía un aire de nerviosismo hipercafeinado, y en los ojos muy abiertos un leve pánico como un ruego a no preguntarle si se sentía cansada. De vez en cuando la sorprendía mirando a mi Sueño con envidia, imitándole inconscientemente los gestos. Estaba cansada del cansancio, me decía. Harta de sentirse desechada.

      Pronto establecimos una especie de rutina, lo mismo que muchos en el edificio, sabíamos, habían empezado a organizar sus horas nocturnas. Una mujer de la planta baja se había acostumbrado a llevar cada noche a su Sueño a caminar por el parque, en lo que nosotros veíamos como un vano intento por agotarlo. Un chelista que vivía justo arriba de mí había reunido un cuarteto de cámara nocturno con una violista del segundo piso y el matrimonio del ático, mujer y marido aparentemente violinistas amateurs. Leonie y yo nos encontrábamos a medianoche, por lo general en mi apartamento porque a ella no le gustaba que mi Sueño hurgara en sus libros. No hacíamos nada memorable: comíamos tostadas con mostaza y escuchábamos radio de madrugada, hacíamos solitarios y nos leíamos los horóscopos y las palmas de las manos. Algunas veces ella traía fragmentos de su trabajo y, sentada en el suelo con la espalda contra el sofá, reprimiendo severamente los bostezos, me leía cartas que el diario le había enviado para contestar.

      –Escucha esta –repetía como un estribillo antes de afectar las voces de sus remitentes. Una adolescente demasiado tímida para masturbarse delante de su Sueño. Una universitaria cuyo Sueño se paraba por las mañanas ante la puerta y le hacía imposible ir a clase. Un hombre que se quejaba de que la esposa tuviera un Sueño y él no, situación que socavaba su lugar en la relación. Esta carta Leonie la leyó apretando la lengua hacia abajo, con una voz que chorreaba desprecio pero le dejaba la cara impasible. Ella no dice que tiene un Sueño porque trabaja más y necesita las horas extras de vigilia, pero yo siento que el juicio va implícito.

      –Me pregunto si no es poco ético –me dijo una noche– que yo le responda a esta gente cuando no tengo un Sueño propio.

      –No menos ético que ofrecer una solución a cualquier problema ajeno –respondí, aunque ella fingió que no había oído.

      Por mucho que se esforzara, no conseguía conjurar del todo el cansancio. Nuestras noches juntas terminaban con ella desmayada en mi sofá, despertándose de un salto a las seis para insistir en que no se había dormido. Yo tendía a no rebatirla, como no cuestionaba que me invadiera cada noche. Al fin y al cabo la compañía de ella me gustaba más que la de mi Sueño, y las miradas ávidas que la sorprendía lanzar a la indiferente figura del rincón apenas me molestaban. Cuando se iba a prepararse para el trabajo a veces me besaba en la mejilla o en la esquina de la boca, y yo me ponía a cambiarme con las líneas de las palmas viscosas de sudor.

      Las noches tenían tonalidades extrañas, un color de hígado. A fines de septiembre una se doblaba bajo un calor tardío –dedos acolchados, pringosos, apretaban los tobillos– y yo pasaba los amaneceres a la deriva en el apartamento, en shorts y camiseta, leyendo cartas de personas desesperadas por coger con su Sueño o entre ellas. Cuando terminaba de decidir cuáles responder durante el día, conversábamos o leíamos juntas. Ella usaba las palabras de una forma rara –el picoteo de la noche en el alféizar, el sabor a pimienta de su propio labio hipermordido– y yo le hablaba de cosas que me divertían. Le conté que la primera esposa de Evelyn Waugh también se llamaba Evelyn y que el tipo que hacía la voz de Bugs Bunny en el dibujo animado era alérgico a las zanahorias. Leonie me escuchaba asintiendo de un modo que me hacía menos propensa a bombardear de parloteo a mi Sueño en las horas en que ella no estaba. Yo tenía sobremordida; de adolescente había necesitado rigurosamente usar correctores, y envidiaba la blanca nimiedad de sus dientes, pequeños caurís que siempre parecían un poquito untuosos. Ella me contó que en realidad le habían quedado así de tanto molerlos. Un motivo de su desesperación por tener un Sueño propio era que la vigilia sin pausa la salvara de morderse los dientes hasta arrancarlos. La voz de Leonie, llegué a darme cuenta, era un poco la que ponía yo al simular que mi Sueño me respondía las preguntas, una voz que me gustaba mucho. La mayoría de las noches, cuando ya no podía controlar el desganado cabeceo y se me dormía en el hombro, yo la dejaba quedarse ahí y luego encima asegurar avergonzada que solo había estado descansando la vista.

      Mi hermano llamó para contarme que le habían dado un papel en una obra y me encontré con él para brindar. Bebimos vino tinto, que nos tiñó los labios del mismo color que las ojeras, y él descargó la euforia en el bar repleto. Los espacios públicos empezaban a oler a sueño, a sábanas sin lavar. Mi hermano agitaba su copa casi vacía en una recreación de la prueba. Su Sueño lo imitaba gesticulando por la espalda sin ninguna simpatía hasta que él se dio vuelta y lo pescó.

      –Y tú no ayudaste en nada –masculló suavemente, antes de seguir el relato con una vanidad sobreactuada–. Macbeth ha asesinado el sueño. ¿Eh?

      Más tarde, de vuelta en casa, encontré a Leonie esperándome con un montón de cartas y un plato de galletas de coco. Dijo que se moría por contarme una historia sobre una compañera del diario que había asistido a los seminarios de una mujer que declaraba conocer el secreto para librarse de un Sueño. Había advertido que las causas eran el exceso de té y la sobredependencia de estímulos artificiales. Cortar con las luces LED. Desintoxicarse de sustancias lácteas. Sentada en el centro de un círculo de sillas, la mujer exhibía plenamente su insomnio mientras los Sueños

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