Mujeres letales. Graeme Davis

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Mujeres letales - Graeme  Davis

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por supuesto, y no todos los fantasmas femeninos son vengadores liberados de la muerte por las restricciones de la sociedad. Es tan odioso y paternalista definir a esas escritoras tan sólo por su género como sería definirlas sobre la base de la raza, la clase o cualquier otro factor. Sin embargo, está claro que muchas escritoras se destacan en la escritura de una forma más reflexiva y psicológica de relato de terror, con poco o nada de lo cruento y lo sádico que se puede encontrar en la obra de algunos autores varones. Violet Paget (que escribió con el seudónimo Vernon Lee) utilizaba lo sobrenatural con un toque tan ligero que no siempre es fácil distinguir sus relatos de terror de sus comentarios sociales.

      Otras escritoras abrazaban lo sobrenatural con ambas manos. Mary Shelley podía manejar el terror sobrenatural con tanta destreza como la ciencia ficción de Frankenstein. En “El cuco de Beckside”, Alice Rea da vida espeluznante a un elemento común del folclore inglés, mientras que Helena Blavatsky, más conocida como fundadora de la espiritista Sociedad Teosófica, cuenta un perdurable relato de fantasmas en “La cueva de los ecos”.

      Más interesantes tal vez sean, sin embargo, las inesperadas narraciones de autoras que se hicieron tan famosas por su obra de otros géneros que sus incursiones en el género del terror están prácticamente olvidadas. Sin duda a Louisa May Alcott y a Harriet Beecher Stowe no se las recuerda por sus narraciones de terror, mientras que sólo las personas expertas recuerdan a Edith Nesbit por cualquier otra cosa que por The Railway Children (Los niños del ferrocarril). La gran novela de Edith Wharton La edad de la inocencia le hizo ganar el Premio Pulitzer y fue nominada tres veces al Premio Nobel de Literatura, aunque sus cuentos de terror sólo son conocidos por relativamente pocas personas.

      Wharton no está sola. Muchas de las autoras incluidas en esta colección escribieron obras de una amplia gama de géneros, y ahí, tal vez, está el mayor contraste con sus homólogos masculinos. Escritores como Poe, Lovecraft y M. R. James tendían a mantenerse dentro del género, alimentando con asiduidad al público que les otorgaba fama y fortuna; por otro lado, muchas de las damas cuya obra honra estas páginas escribían lo que les complaciera, cruzando fronteras y mezclando géneros según cada narración lo requiriese. Si se negaban a que las encerraran las ideas sociales sobre el refinamiento femenino, eran renuentes por igual a aceptar las restricciones literarias de género y mercado. Simplemente escribían narraciones tremendamente buenas.

      LA TRANSFORMACIÓN

       Mary Wollstonecraft Shelley 1830

      Hija de la filósofa feminista Mary Wollstonecraft y del filósofo político, novelista y protoanarquista William Godwin, Mary es más conocida como autora de Frankenstein y como la esposa del poeta romántico Percy Bysshe Shelley, amigo de Lord Byron. Es difícil imaginar una formación y una carrera más alejada de los ideales del refinamiento femenino.

      Mary no conoció a su madre, que murió menos de un mes después de que ella naciera. Tuvo una relación muy tensa con la segunda esposa del padre, una vecina de nombre Mary Jane Clairmont, con quien él se casó cuatro años más tarde, pero recibió una educación bien amplia y nada convencional basada en las teorías políticas del padre.

      Las obras de Godwin publicadas, que fomentaban la justicia y atacaban a las instituciones políticas, le hicieron ganar muchos admiradores, y entre ellos estaba el poeta Shelley. Él estaba casado cuando Mary lo conoció en 1814, pero empezaron un amorío, que derivó en que Mary quedó embarazada y la pareja se enfrentó con el ostracismo y la pobreza.

      En 1816, Mary y Shelley viajaron célebremente a Italia con Byron y el médico personal de este, John Polidori. Fue durante ese viaje que nació la idea de Frankenstein. Se casaron más adelante ese año, después del suicidio de la primera esposa de Shelley.

      Mary fue una escritora prolífica. Además de Frankenstein, escribió la narración posapocalíptica The Last Man (El último hombre, 1826), la novela histórica The Fortunes of Perkin Warbeck (Las fortunas de Perkin Warbeck, 1830) y otras varias novelas, así como cuentos, crónicas de viajes y reseñas. Temas góticos y raros caracterizaron buena parte de su narrativa breve: en “La transformación”, Shelley anticipa The Tale of the Body Thief (El ladrón de cuerpos) de Anne Rice con un cuento de un joven disoluto que merced a un engaño intercambia cuerpo con una criatura deforme y blasfema. El cuento está lleno de elementos góticos de manual: decadencia, pobreza, rebeldía y virtud en peligro.

      Y al instante se retorció mi cuerpo

      con un dolor de intensidad,

      que me obligó a empezar con mi relato

      y así me puso en libertad.

      Desde entonces, a una hora incierta,

      viene de nuevo ese dolor;

      y hasta que cuente mi relato horrendo

      me quema dentro el corazón.

      S. T. Coleridge,

      La balada del anciano marinero

      He oído decir que, cuando le ha ocurrido a un ser humano alguna aventura extraña, sobrenatural y nigromántica, ese ser, por más deseoso que esté de ocultarlo, en ciertos períodos se siente hecho pedazos como por un terremoto intelectual y se ve obligado a desnudar las más íntimas profundidades de su espíritu ante otro. Soy testigo de la verdad de esto. Me he jurado encarecidamente no revelar jamás a oídos humanos los horrores a los cuales una vez, en un exceso de orgullo diabólico, me entregué. El hombre santo que oyó mi confesión, y me reconcilió con la Iglesia, está muerto. Nadie sabe que una vez…

      ¿Por qué no habría de ser así? ¿Por qué contar un cuento de impía tentación de la Providencia y humillación sojuzgadora del alma? ¿Por qué?, ¡contéstenme, ustedes que son sabios en los secretos de la naturaleza humana! Yo sólo sé que es así; y a pesar de una fuerte determinación, de un orgullo que me domina demasiado, de la vergüenza, y del miedo incluso, de volverme así odioso a mi especie, debo hablar.

      ¡Génova!, ¡mi lugar natal, ciudad orgullosa!, con vistas al azul Mediterráneo, ¿te acuerdas de mí en la niñez, cuando tus acantilados y promontorios, tu cielo luminoso y tus alegres viñedos eran mi mundo? ¡Tiempo feliz!, cuando para el joven corazón el universo estrechamente acotado, que deja, con su mismísima limitación, a la imaginación en libertad de alcance, encadena nuestras energías físicas y, único período de nuestras vidas, inocencia y goce van unidos. Con todo, ¿quién puede mirar en retrospectiva la infancia y no recordar de ella los pesares y los miedos angustiosos? Yo nací con el espíritu más imperioso, altanero, indomable. Sólo frente a mi padre me acobardaba; y él, generoso y noble, pero caprichoso y tiránico, a la vez fomentaba y refrenaba la salvaje impetuosidad de mi carácter, haciendo necesaria la obediencia, pero sin inspirar ningún respeto por los motivos que guiaban sus órdenes. Ser un hombre, libre, independiente; o, en mejores palabras, insolente y dominante, era la esperanza y la plegaria de mi corazón rebelde.

      Mi padre tenía un único amigo, un rico noble genovés, que en un tumulto político resultó sentenciado de repente al destierro y a la confiscación de sus bienes. El marqués de Torella se fue al exilio en soledad. Al igual que mi padre, era viudo: tenía una única hija, la casi infante Julieta, que quedó bajo la tutela de

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