Mujeres letales. Graeme Davis
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–¿Por qué me tienta? –titubeé.
–Por Italia –susurró–; por la libertad. Ya sé que usted no es italiano; pero, pese a todo, puede ser un amigo. Ese Loredano es uno de los enemigos más acérrimos de su país. Espere, aquí tiene los dos mil florines.
Le empujé la mano hacia atrás con furia.
–No, no –dije–. Nada de dinero sangriento. Si lo hago, no lo hago ni por Italia ni por dinero, sino por venganza.
–¿Por venganza? –repitió él.
En ese momento dieron la señal de retroceso hasta el andén. Salté a mi puesto en la locomotora sin una palabra más. Cuando volví a mirar hacia el lugar donde estaba el extraño, había desaparecido.
Los vi ocupar sus puestos: duque y duquesa, secretario y sacerdote, ayuda de cámara y doncella. Vi al jefe de estación hacerles una reverencia cuando subían al vagón y quedarse parado, gorra en mano, junto a la puerta. No alcancé a distinguir sus caras; el andén estaba demasiado en penumbra y el resplandor del fuego de la máquina era demasiado fuerte; pero reconocí la majestuosa figura de ella y el aplomo de su cabeza. Si no me hubieran contado quién era, la habría reconocido por esos solos rasgos. Entonces sonó con estridencia el silbato del guarda y el jefe de estación hizo su última reverencia; yo encendí el vapor, y partimos.
Mi sangre estaba en llamas. Yo ya no temblaba ni vacilaba. Sentía como si todos mis nervios fueran de acero y cada latido estuviera imbuido de un propósito letal. Ella estaba en mi poder, y yo me vengaría. Ella debía morir: ¡ella, por quien yo me había manchado el alma con la sangre de mi amigo! ¡Ella debía morir, en la plenitud de su riqueza y su belleza, y no había poder en la tierra que pudiera salvarla!
Las estaciones pasaron volando. Aumenté el vapor; le pedí al fogonero que apilara el carbón y removiera la masa llameante. Habría dejado atrás al viento, de haber sido posible. ¡Cada vez más rápido! ¡setos y árboles, puentes y estaciones, pasando como destellos! ¡Aldeas no bien vistas ya desaparecidas! ¡Cables de telégrafo, retorciéndose y bajando y hermanándose en uno, con la horrible velocidad de nuestra marcha! Cada vez más rápido, hasta que el fogonero a mi lado está blanco y asustado y se niega a agregar más combustible al horno. Cada vez más rápido, hasta que el viento se abalanza contra nuestras caras y empuja la respiración hacia atrás de nuestros labios.
Yo no me habría dignado a salvarme. Me proponía morir con el resto. Por loco que estuviera –y creo con toda mi alma que estaba completamente loco en ese momento–, sentía una punzada de compasión pasajera por el anciano y su séquito. Habría perdonado al pobre tipo que tenía al lado, también, si hubiera podido; pero la velocidad a la que íbamos hacía imposible el escape.
Pasamos Vicenza, una mera visión confusa de luces. Poiana pasó volando. En Padua, a apenas nueve millas de distancia, nuestros pasajeros debían descender. Vi al fogonero girar la cara hacia mí en señal de protesta; vi moverse sus labios, aunque no alcanzaba a oír ni una palabra; vi cambiar su expresión de la protesta a un terror mortal y entonces… ¡Dios misericordioso!, entonces, por primera vez, vi que él y yo no estábamos ya solos en la locomotora.
Había un tercer hombre; un tercer hombre parado a mi derecha, mientras que el fogonero estaba a mi izquierda; un hombre alto, fornido, de pelo corto rizado y con una gorra escocesa en la cabeza. Cuando me eché atrás ante el primer impacto de la sorpresa, él se acercó; ocupó mi puesto en la locomotora y apagó el vapor. Abrí la boca para hablarle; él giró la cabeza despacio y me miró a la cara.
¡Matthew Price!
Proferí un largo grito feroz, extendí ferozmente los brazos por encima de mi cabeza y caí como si me hubieran golpeado con un hacha.
Estoy preparado para las objeciones que puedan hacerse a mi narración. Espero, desde luego, que me digan que eso fue una ilusión óptica, o que sufría de presión cerebral, o incluso que me engañaba un ataque de demencia temporaria. He oído ya todos esos argumentos y, si se me puede perdonar que lo diga, no tengo ningún deseo de oírlos de nuevo. Ya decidí este asunto hace años. Todo lo que puedo decir, todo lo que sé, es que Matthew Price volvió de entre los muertos para salvar mi alma y las vidas de aquellos a quienes yo, en mi culpable rabia, habría apresurado hacia la destrucción. Creo eso como creo en la misericordia de Dios y en el perdón de los pecadores arrepentidos.
1 Publicado en castellano como Dioses, faraones y exploradores; Fellahs es anglicización, como falás es castellanización, del árabe falaín, plural de falá, palabra que denominaba, especialmente en Egipto y en Siria en tiempos del Imperio Otomano, al campesino no propietario de la tierra que labraba (N. del T.).
2 Francés: “escándalo” (N. del E.).
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