Mujeres letales. Graeme Davis

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Mujeres letales - Graeme  Davis

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es decir, me quedé casi dos años, lo que era un largo tiempo para mí; y tal vez ni siquiera me habría ido tan pronto, de no haber sido porque justo entonces se declaró la guerra con Rusia. Eso me tentó. Porque a mí me encantaban el peligro y la adversidad como a otros hombres les encantan la seguridad y la comodidad; y en cuanto a mi vida, yo habría preferido despedirme de ella que conservarla, en cualquier momento. De modo que me volví directo a Inglaterra; me trasladé a Portsmouth, donde mis recomendaciones me procuraron de inmediato la clase de puesto que quería. Zarpé a Crimea en la sala de máquinas de uno de los vapores de guerra de su majestad.

      Serví en la flota, por supuesto, mientras duró la guerra; y cuando terminó, me fui a vagabundear de nuevo, gozando de mi libertad. Esta vez fui a Canadá y, después de trabajar en un ferrocarril entonces en construcción muy cerca de la frontera estadounidense, enseguida crucé a los Estados Unidos; viajé de norte a sur; crucé las montañas Rocallosas; probé uno o dos meses de vida en la región del oro; y luego, al apoderarse de mí un repentino, doloroso, inexplicable anhelo de volver a visitar aquella tumba solitaria tan lejana en la costa de Italia, volví la cara una vez más hacia Europa.

      ¡Pobrecita tumba! La encontré repleta de malezas, la cruz medio rota, la inscripción medio borrada. Era como si nadie lo hubiera querido ni lo recordara. Volví a la casa donde nos habíamos alojado juntos. Seguía viviendo allí la misma gente y me dio una amable bienvenida. Me quedé con ellos unas semanas. Desmalecé y planté y arreglé la tumba con mis propias manos, y coloqué una nueva cruz de puro mármol blanco. Era la primera temporada de descanso que conocía desde que lo había depositado allí; y cuando al fin me puse al hombro mi mochila y partí de nuevo a batallar con el mundo, me juré que, Dios mediante, volvería a rastras a Rocca cuando mis días se acercaran al final y sería enterrado junto a él.

      De allí en adelante, quizás un poco menos inclinado que antes a regiones muy lejanas, y con ganas de mantenerme al alcance de esa tumba, no fui más lejos que Mantua, donde me empleé como maquinista de la línea ferroviaria, entonces recién terminada, que hacía viajes entre esa ciudad y Venecia. En cierto modo, aunque yo me había capacitado para la ingeniería mecánica, preferí en esa época ganarme el pan conduciendo. Me gustaba lo que tenía de emocionante, la sensación de poder, las ráfagas de aire, el rugido del fuego, la fugacidad del paisaje. Por encima de todo, disfrutaba de conducir el expreso nocturno. Mientras peor estuviera el clima, mejor se acomodaba a mi temperamento huraño. Porque yo me sentía duro, y más duro que nunca. Los años no habían hecho nada para ablandarme. Sólo habían confirmado todo lo más negro y más amargo que había en mi corazón.

      Me mantuve bastante fiel a la línea de Mantua, y llevaba trabajando allí más de siete meses seguidos cuando tuvo lugar lo que estoy a punto de relatar ahora.

      Era el mes de marzo. El clima venía agitado durante los últimos días, y las noches, tormentosas; y en un punto de la línea, cerca de Ponte di Brenta, las aguas habían subido y se habían llevado unas setenta yardas de terraplén. Desde ese accidente, los trenes se habían visto obligados a detenerse en cierto punto entre Padua y Ponte di Brenta y los pasajeros, con su equipaje, tenían que ser transportados desde allí, en toda clase de vehículos, a través de un tortuoso camino vecinal, hasta la estación más cercana al otro lado de la brecha, donde otro tren con su locomotora los esperaba. Eso, por supuesto, causaba gran confusión y fastidio, desordenaba todos nuestros horarios y sometía al público a una cantidad de incomodidades. Entretanto, un ejército de peones fue destacado en el lugar y trabajaba día y noche para reparar el daño. En esa época yo conducía dos trenes diarios; a saber, uno de Mantua a Venecia a la mañana temprano y un tren de regreso de Venecia a Mantua por la tarde: días tolerablemente llenos de trabajo, que abarcaban alrededor de ciento noventa millas de terreno y ocupaban entre diez y once horas. Por lo tanto, no me sentí muy contento cuando, el tercer o cuarto día después del accidente, me informaron que, además de mi turno de trabajo habitual, se me requeriría esa noche conducir un tren especial a Venecia. Ese tren especial, consistente en una locomotora, un solo vagón y un furgón de cola, debía salir del andén de Mantua a las once; en Padua los pasajeros debían apearse y encontrar sillas de posta a la espera de trasladarlos a Ponte di Brenta; en Ponte di Brenta otra locomotora, con vagón y furgón de cola, debía estar lista. Me encomendaron acompañarlos a lo largo de todo el recorrido.

      –Corpo di Bacco –dijo el empleado que me dio las órdenes–, no hace falta que te pongas tan ceñudo, hombre. Vas a recibir sin duda una generosa gratificación. ¿Sabes quién va contigo?

      –No.

      –¡Claro que no! Pues se trata del duca Loredano, el embajador napolitano.

      –¡Loredano! –tartamudeé–. ¿Cuál Loredano? Había un marchese

      –Certo. Él era el marchese Loredano hace unos años; pero desde entonces ha accedido al ducado.

      –Debe de ser un hombre muy viejo en este momento.

      –Sí, es viejo; pero ¿qué hay con eso? Está tan sano y radiante y majestuoso como siempre. ¿Lo has visto antes?

      –Sí –dije, apartándome–; lo he visto… hace años.

      –¿Has oído hablar de su casamiento?

      Meneé la cabeza.

      El empleado rio entre dientes, se frotó las manos y se encogió de hombros.

      –¿Se casó con ella? –exclamé yo–. Imposible.

      –Es verdad, te lo aseguro.

      Me llevé la mano a la cabeza. Me sentía como si hubiera tenido una caída o hubiera recibido un golpe.

      –¿Ella… ella va esta noche? –titubeé.

      –Ah, querido, sí; va adonde va él; nunca lo deja ir fuera de su vista. Ya vas a verla: la bella duchessa!

      Con eso mi informante se rio y se frotó de nuevo las manos y volvió a su oficina.

      El día pasó, no sé muy bien cómo, excepto que mi alma entera se encontraba en un tumulto de rabia y amargura. Regresé de mi tarde de trabajo a eso de las 7:25 y a las 10:30 estaba de nuevo en la estación. Había examinado la locomotora; había dado instrucciones al fochista o fogonero acerca del fuego; me había ocupado del suministro de petróleo, y había conseguido que estuviera todo listo, cuando, justo en el momento en que estaba por comparar mi reloj pulsera con el reloj de la boletería, una mano se apoyó en mi brazo y una voz me dijo al oído:

      –¿Usted es el maquinista que va a continuar con este tren especial?

      Yo nunca había visto antes a quien me hablaba. Era un hombre bajo, moreno, enfundado alrededor del cuello, con anteojos azules, larga barba negra y el sombrero bajo sobre los ojos.

      –Usted es pobre, supongo –dijo en un susurro veloz, ansioso–, y, como cualquier otro pobre, no opondría objeciones a estar mejor. ¿Le gustaría ganarse un par de miles de florines?

      –¿De qué manera?

      –¡Silencio! Usted tiene que detenerse en Padua, ¿no es cierto?, y continuar después en Ponte di Brenta.

      Asentí.

      –Supongamos que no hace nada por el estilo.

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